Como tantas otras veces, muchos profetizan la muerte del peronismo. Lo anuncian para la nación y para la provincia tras unas elecciones que dejó maltrecho a un partido que no desaparecerá, aunque todavía no logre resolver su condición de fuerza con cabeza enorme y extremidades raquíticas. (Daniel Avalos)

Tal defunción es anunciada por propios y ajenos al peronismo. Entre los primeros a veces se inscribe el gobernador salteño quien se parece a eso que Perón definió como “quintas columnas”. Lo hacía para designar al derrotismo interno aunque, a decir verdad, Urtubey maniobre a dos aguas para no renunciar aun a una candidatura presidencial por un peronismo que no tiene nada para ofrecer en el 2019.

Pero quienes más pregonan la muerte del peronismo son los absolutamente no peronistas. Pablo Avelluto es uno de ellos. Se trata del ministro de Cultura de Mauricio Macri. Un intelectual que a las órdenes del poderoso Jefe de Gabinete Marcos Peña busca darle forma acabada a un relato macrista que con ambigüedades y eclecticismo se muestra exitoso aun cuando lo que diga de su gobierno no necesariamente se corresponda con lo que ese gobierno efectivamente es. Un hombre que declaró al diario español El País que el triunfo de Cambiemos obedece a la emergencia de una Argentina que renunciando al pasado, renunció a un peronismo considerado como la “gran superstición nacional”, una fuerza que es interpretada como un dinosaurio dormido que al despertar barrera con todo aunque él, Avelluto, sentencie que eso no ocurrirá porque Macri marca el final de ese dinosaurio que reinó con categorías que siendo exitosas hace 50 años hoy resultan anacrónicas.

Convendría relativizar el optimismo de Avelluto aun cuando la crisis del peronismo sea efectivamente grave. Pero convendría relativizar sus dichos entre otras cosas porque a diferencia de la izquierda marxista, el peronismo nunca representó una teoría que surgida en determinado periodo histórico colapsa cuando esa realidad deja de existir. El peronismo es otra cosa: la experiencia política de una gran parte de los sectores menos pudientes que conscientemente aspiran – desde el surgimiento del peronismo – a incrementar beneficios y derechos a los que luego se niegan a renunciar. Claro que tal aspiración generó y genera una constelación de valores, creencias, categorías, métodos, técnicas y sistemas de verificación que acercan al peronismo a la izquierda clásica y no al liberalismo, aunque no haya allí una “verdad” en tanto contenido fijo y preciso como reivindica para sí la izquierda.

Por ello desde que surgió el peronismo en 1945 viene anunciándose una muerte que nunca se concreta. Lo anunció la “Revolución Libertadora” de 1955 que liderada por la iglesia y los militares congregó también el apoyo de la izquierda e intelectuales refinados e inclinados a juegos metafísicos de los que formaba parte el escritor Ernesto Sábato, quien habiendo celebrado el golpe de estado, pronto explicitó en un ensayo titulado “El otro rostro del peronismo” que la celebrada muerte no ocurriría porque -bien visto- el peronismo representaba la emergencia de una verdad histórica reprimida por la insensibilidad de los pudientes: la de las masas desamparadas, sometidas a la explotación y a la persecución política y a las que Perón hizo ingresar a la vida pública argentina.

La muerte del peronismo fue anunciada incluso desde dentro de ese movimiento: por ejemplo por Montoneros en los 70 cuando decretaron el agotamiento del peronismo y su reemplazo por el montonerismo; en los 80 al anuncio lo realizaron grandes referentes como German Abdala o Chacho Álvarez quienes rechazando la reconversión de esa fuerza hacia el proyecto neoliberal impulsado por Menem abandonaron el Partido Justicialista asegurando que era imposible reconstruir desde allí un “peronismo verdadero” y apostaron a la construcción de una nueva fuerza popular que derivó en una CTA que nunca termina de madurar o una Alianza que finalizó con el sainete trágico de Fernando de la Rua; hasta sectores del kirchnerismo decretaron ese agotamiento que según dijeron sería superado por esa nueva identidad K.

Tal muerte nunca ocurrió y la vieja y fundamental pregunta se impone: ¿por qué? Tal vez porque cada muerte anunciada coincidía con periodos de repliegue popular en donde, según decía Rodolfo Walsh, las masas no suelen salir a buscar una nueva identidad; pero fundamentalmente porque desde 1945 no ha surgido ninguna fuerza política potente distinta al peronismo que así sigue haciendo de nexo entre una doctrina ambigua y las unánimes aspiraciones de los menos pudientes. Ninguna identidad política que reemplace a la experiencia peronista se avizora en el futuro y ese vacío en medio de un proceso en donde el macrismo se dirige a consolidar una nueva hegemonía, le garantiza la supervivencia y necesariedad a un peronismo sopapeado por las elecciones y en donde conviven gobernadores como Urtubey que se esfuerzan por parecer macristas y un kirchnerismo que declarándose lo absolutamente opuesto al macrismo, protagoniza movimientos que no le reditúan nada que remotamente se parezca a una victoria.

Esa conciencia sobre la necesidad del peronismo ha sido bien sintetizado por Santiago Godoy quien ante la pregunta de quién escribe sobre si el peronismo está condenado a desaparecer respondió lo siguiente: “Eso no va a ocurrir porque la izquierda crece pero no deja de ser testimonial, porque la UCR le regaló la conducción a Macri y en ese marco sólo el peronismo tiene la fuerza, los dirigentes y la militancia para generar una alternativa al macrismo aun cuando efectivamente estemos ante una gran crisis de conducción que deja huérfano a un sector grande de la sociedad”. Tiene razón. Santiago Godoy podrá ser parte de una clase política y un peronismo siempre atravesado por la polémica, aunque también es un hombre acostumbrado a vivir en el torbellino del poder político provincial en donde acumuló experiencia y conocimientos capaces de identificar variables invalorables para comprender el pulso y la dirección de la política.

He allí la regularidad de nuestra historia política: la perduración del peronismo se activa cuando resurge el antiperonismo; ello explica que tras medio siglo de transformaciones que el macrismo presenta como síntomas de una nueva época no sean suficientes para modificar la geografía política nacional en donde el peronismo sigue siendo central: sea porque sus potencialidades como experiencia política e identidad de los menos pudientes le garantizan supervivencia o sea por los límites inocultables de la vieja estructura partidaria que aun siendo anacrónica expresa realidades de Poder.

He allí también el dilema peronista: la negativa de los abanderados del “peronismo verdadero” a disputar el partido en nombre de la pureza de principios y la resistencia de la estructura partidaria a abrir la fuerza en resguardo de mezquinos intereses. Se trata de dos caminos opuestos que sin embargo depositan a quienes lo transitan en el mismo punto: el de ser una fuerza sin el impulso vital para producir una síntesis superadora que sin abandonar el debate sobre la necesidad de reemplazar nostalgias por actualizaciones como lo proponen los gobernadores “dialoguistas”, debe retomar lo que esa cúpula ha abandonado: el debate sobre cuáles deben ser las transformaciones en la matriz productiva nacional para diversificar la economía, cómo planificar el crecimiento económico y cómo distribuir los ingresos para forjar una alternativa que enamore a una sociedad que hoy se hamaca en los brazos de un macrismo que convenció de las supuestas bondades de su modelo aun a quienes son víctimas del mismo.

Ese es el debate que ni siquiera ha empezado y que tampoco empezara el próximo sábado cuando el PJ tenga su congreso ordinario en los valles calchaquíes. No ocurrirá porque cientos de potenciales militantes que adhieren a los valores que en buena medida responden al peronismo originario no estarán allí. No ocurrirá porque los que sí irán al congreso a pedir cabezas están lejos de materializar una posibilidad de renovación por carecer de prestigio y el carisma que esos procesos requieren y porque además tienen menos logros que los que presidirán el congreso. De allí que Juan Manuel Urtubey, Santiago Godoy, Miguel Isa o cualquier otro dirigente podrían darse el lujo de tolerar una catarata de epítetos que servirán para que los presentes agarren calor, pero que no resolverán una crisis que requiere de otra cosa: abrir el partido a quienes desean abrazar la vieja misión peronista – la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación – que para ser cumplida necesariamente requiere de la adecuación de conceptos y métodos que la época exige.