Dos hechos emblemáticas ocurrieron un día como hoy de dos años distintos: el triunfo de Miguel Ragone en 1973 con el protagonismo de la juventud revolucionaria; y el secuestro y desaparición de Ragone en 1976 que inauguró el macabro proceso de desaparecer personas para aniquilar a las organizaciones populares.
El proceso que culminó con el triunfo del peronismo combativo de Héctor Campora en la nación y Miguel Ragone en Salta un 11 de marzo de 1.973, había empezado a construirse con las movilizaciones estudiantiles salteñas en 1969 para repudiar, como en todo el país, una seguidilla de asesinatos de estudiantes a manos de la dictadura de Juan Carlos Ongania. La foto que acompaña estas líneas, por ejemplo, fue tomada el 22 de mayo de 1969 en los alrededores del hospital Oñativia de nuestra ciudad tras enterarse que en la provincia de Corrientes un estudiante había sido ultimado en una manifestación. Ese día, los enfrentamientos se sucedieron en los alrededores de la Plaza 9 de Julio, la legislatura, el Club 20 de Febrero y la zona del Hospital Oñativia. Una semana después de estos hechos, se produciría el Cordobazo que supuso un quiebre en la política del país: las luchas populares tomaron un impulso inusitado y al interior de las fuerzas armadas surgieron grupos que consideraban que para evitar la radicalización de las fuerzas populares era necesario realizar aperturas democráticas. La dictadura de Ongania estaba herida de muerte.
Desde entonces, se desencadenó un proceso donde la movilización de masas, el surgimiento de las organizaciones armadas y la vitalidad de las fuerzas políticas empezaron a desarrollarse en torno a un peronismo radicalizado que exigió el retorno de un Perón que había partido al exilio cuando fue derrocado por un golpe de estado en 1955 y la posibilidad de que pudiera recuperar la presidencia por vía democrática. La dictadura permitió lo primero pero obstaculizó lo segundo con lo cual, ese peronismo propuso a Héctor Campora como candidato a presidente. Campora fue el hombre más identificada con la juventud radicalizada que vio en el peronismo la posibilidad de impulsar transformaciones radicales en el país. Héctor Campora, finalmente, se impuso en las elecciones del 11 de marzo dejando la sensación, al decir de militantes revolucionarios de la época, que “se estaba tomado el cielo por asalto, que el cumplimiento de los ideales revolucionarios estaban al alcance de la mano”.
En Salta la situación no fue distinta. En medio del fervor general y del peronismo en particular; el hombre identificado con la izquierda peronista, Miguel Ragone, se impuso al interior del justicialismo al ortodoxo Bravo Herrera. Se convirtió así en el candidato a gobernador de ese partido y protagonizo un proselitismo apasionante. Apoyándose en la juventud, el sindicalismo clasista y la llamada “tendencia revolucionaria del peronismo”, el proceso culminó con su propio triunfo. La apasionada campaña, el entusiasmo militante y el contundente triunfo que arañó el 58% de los votos, parecía encaminarlo todo hacia una profunda transformación de la provincia.
A la expectativa, sin embargo, le siguió un proceso salpicado de aparentes absurdos: Olivio Ríos (el vicegoberandor de la provincia, el hombre que provenía del sindicalismo ortodoxo, el que fuera elegido por el propio Perón para equilibrar la tendencia combativa de Ragone y los sectores que lo apoyaban) protagonizó hechos que horadaban al gobierno de Ragone: le tomó la Casa de Gobierno mientras Ragone estaba en Buenos Aires; los sindicatos que a Ríos respondían declaran al gobernador “persona no grata”; esos mismos sindicatos protagonizan huelgas que le exigen a Ragone la renuncia; aprovecha las ausencias de Ragone para despedir funcionarios que luego el gobernador debe reincorporar cuando retorna a la provincia; y, finalmente, el mismo vicegobernador que apoya la intervención que destituye a gobernador electo en nombre de la disciplina partidaria justicialista (El Intransigente: 23/11/74). Fue en noviembre de 1974. No hubo ni “Golpe de Estado” ni “salteñazo”. Hubo una intervención decretada por el PJ que veía amenazada su unidad porque cobijaba corrientes antagónicas. Heterogeneidad que siempre fue funcional a un líder cuyo objetivo era sumar y arbitrar las diferencias a partir de los “objetivos” estratégicos. En Salta y con Ragone ocurrió lo mismo: el peronismo de Ragone que rechazaba la injusticia y demandaba trasformaciones profundas para eliminarla; y el justicialismo de Olivio Ríos que veía en la pretensión de Ragone una amenaza roja y un cuestionamiento radical a la burocracia sindical de la que era parte y que al decir de William Cooke, no se percibía como parte de lo que debía terminar.
Perón se inclinó por esa burocracia y la llamada “derecha peronista” inicio su ofensiva contra la “Tendencia Revolucionaria” del peronismo, ese conglomerado de agrupaciones que respondían a las Organizaciones Armadas Peronistas y que surgidas como minúsculos grupos fueron adquiriendo importancia hasta ser bautizadas y legitimadas por el propio Perón como las “formaciones especiales” del movimiento. Fue la “juventud maravillosa” que, armas en mano y copando las calles, lo había dado todo por la vuelta de un Perón al que conceptualizaron como revolucionario. Una tendencia que con la apertura política de fines de 1972 se insertó en amplios sectores y sorprendió a todo un país por una asombrosa capacidad de movilización. Pero el Perón real estaba lejos de ser lo que esa juventud pensaba que era. Y como número no necesariamente es igual a fuerza política, el líder limitó el apoyo a los “muchachos” y apostó por las alianzas estratégicas con el sindicalismo ortodoxo. En pocos meses, empiezan las renuncias de funcionarios asociados a la izquierda peronista desencantados con la ortodoxia de Perón, mientras la ortodoxia de Perón lo inclinaba a intervenir a las provincias asociadas a la “Tendencia”. La ruptura final se dio en mayo del 74, cuando el viejo líder, en Plaza de Mayo, califica a esa juventud de imberbes y promete un “escarmiento”, que la Triple A llevó a cabo a sangre y fuego.
La muerte de Perón dejó al Estado en manos de los justicialistas que identifican comunismo con todo lo que posea aroma a progresismo. Ragone se convirtió en cosa juzgada para ellos y al vicegobernador Olivio Ríos corresponderá tensar las contradicciones al máximo para facilitar, finalmente, la intervención partidaria. En Mitre 23 desembarca José Mosquera. Un cordobés que había cumplido funciones similares en su provincia cuando, con la misma lógica, Perón la intervino para deshacerse del gobernador y el vicegobernador también relacionados con la Tendencia. Mosquera venía a disciplinar y lo haría sin dudar. Durante esos días, los medios informan con titulares catástrofe operativos “antisubversivos” en Capital, Orán, Güemes o Tartagal. A todos los sospechosos, las noticias convertirán directamente en subversivos y los nombres de esos detenidos incluyeron a diputados (Hortensia Rodríguez, Mario Cejas), funcionarios (Eduardo Porcel) y hasta un exministro de la Corte de Justicia (Farat Salín). Todos vinculados a la gestión de Ragone.
Al frente de los operativos policiales figuraba siempre un nombre que luego estará vinculado a la propia desaparición de Ragone: Joaquín Guil. El sádico que sintetizó en su persona la perversión de toda una época; el portador patológico del mal el ser que torturaba para que la víctima hable, delate y traicione mientras él, torturando, se entregaba a una fiereza y un sadismo sin retorno. Represores que gozaban del silencio cómplice o la aprobación pasiva de civiles que no apretando nunca un gatillo o no activando nunca una picana en el cuerpo impotente de un detenido, sí posibilitaron ese tipo de horror que Hannah Arendt denominó como la banalidad del mal: ese que habita en las zonas grises por donde transita el grueso de los seres humanos y que permite que los Joaquín Guil se resistan a aceptar su responsabilidad, en tanto aseguran que la saña asesina era un reclamo de la propia salteñidad local.
Ese mismo Joaquín Guil participó del secuestro y desaparición de Miguel Ragone. Ocurrió también un 11 de marzo, pero de 1.976. Exactamente tres años después de que ese Ragone y los sectores que representaba estuvieron seguros de tocar el cielo con las manos. La elección por parte del grupo de tareas estuvo lejos de ser una casualidad. Fue una elección perfectamente monitoreada para emitir un mensaje claramente mafioso: indicarle a los sectores con aspiraciones similares a las de Ragone que el cielo que perseguían podía ser una promesa redentora; pero que el infierno que ellos preparaban sería la condena con que los poderosos ajustarían cuentas.