Andrés Suriani fue a la Corte de Justicia con pose de apóstol que no pudiendo dar cuenta de obra alguna, desplegó un sermón en donde aseguró que junto a los salteños vive un calvario ante la posibilidad de que la justicia terrenal erradique a dios de las escuelas. (Daniel Avalos)

Lo hizo el día jueves. Habló allí por casi diez minutos con el rostro enlutado y un tono de voz sepulcral. En circunstancias normales no habría porqué detenerse en lo que dijo salvo para celebrar que el Estado argentino le garantizase el derecho a exponer, practicar y defender su honda religiosidad. El problema es que Suriani aseguró hablar en nombre de todos los salteños y ahí sí, entonces, algunos desenfundamos el teclado para decir que no; que nada nos une a la salteñidad que Suriani universalizo para todos los que habitamos esta provincia. Que somos muchos quienes transitamos por veredas que nada tienen en contra de Dios ni de la religión, pero que sí pensamos que las escuelas en vez de ser el lugar donde se jure lealtad a un sistema de creencia religioso, sea el espacio donde deba cultivarse el conocimiento objetivo, donde se debe aprender a formular hipótesis que sin excusas se atrevan a colisionar con la realidad con el fin de verificar o descartar tal hipótesis, y en donde todos deben esforzarse por encontrar las formas de explicar de la forma más comprensible posible aquello que conocieron.

Pero el concejal del PRO dio a entender en su solemne discurso que los que pensamos así no somos propiamente salteños en tanto el salteño auténtico lleva inscripto en su ADN el poncho, un tipo de religiosidad que el orador pareció asociar sólo a las plegarias, las homilías, los cultos, las devociones; una religiosidad según dijo inmutable que explicaría por qué las diversas reformas realizadas a la Constitución provincial desde 1886 jamás modificaron el plexo que permite introducir la enseñanza de esa religión en las escuelas; religiosidad que finamente el propio Suriani colocó como blanco de la intolerancia de agentes externos a la salteñidad.

Podemos tolerar la argucia del poncho; nada tenemos contra los atuendos que además de pintorescos son inocuos. Algo habrá que decir, en cambio, de las otras variables que enunciadas como lo hizo Suriani se asemejan a las banderas de un ejército cristero dispuesto a librar una guerra santa contra un laicicismo al que creen dispuesto a premeditados y gozosos actos de sacrilegio.

Nada más alejado de la realidad. Lo que esos laicos mayoritariamente católicos plantean es que la religiosidad oficial busca convertir a las escuelas en coto exclusivo de quienes buscan el monopolio del catolicismo como religión, que ello produce una segregación de hecho contra los no católicos y que una concepción religiosa de ese tipo tiende a ordenar los procesos históricos y los sucesos individuales a un plan providencial que la escuela debe superar para acercar a los estudiantes a un mundo de diversidad compleja, tumultuosa y contradictoria. Que ese tipo religiosidad se haya mantenido inmutable en la Constitución salteña no obedece a que exista una realidad trascendente sujeta a normativas universales e inamovibles, sino a una realidad provincial en donde un sector social que atando su destino a la herencia hispana y católica durante siglos le dio dirección política e ideológica al conjunto provincial. Hablamos, por supuesto, de un patriciado que aun cuando ahora tambalee sigue siendo exitoso para levantar diques de contención contra todo aquello que atente contra esa visión de las cosas que posee también efectos terrenales: condenar éticamente las rebeldías humanas y promover la pasividad de los seres humanos en nombre de la omnipresencia de Dios.

Eso valores que son propios de una Salta pretérita y de gastados blasones son efectivamente cuestionados en esta coyuntura y Suriani asegura que la arremetida proviene de agentes externos que buscan barrer los hábitos regionales en general y asesinar a la salteñidad en particular. Con semejante interpretación, no sorprende que el apóstol que vive todo como un tremendo calvario concluya que no son salteños quienes cuestionan el estado actual de cosas sino agentes extraños a la salteñidad corporizados en la ADC (Asociación por la Defensa de los Derechos Civiles). A esa asociación civil acusó el edil de poseer una “manifiesta intolerancia hacia lo religioso que duele a todos los salteños” con lo cual, debemos interpretar, lo que hoy se discute en torno a la enseñanza religiosa no es un proceso propio del avance de los tiempos sino una especie de calamidad que siendo externa a la provincia, los salteños no pueden más que padecerla como un infortunio.

Y así llegó Suriani al final de su alocución. Advirtiéndole a los jueces sobre “el impacto que puede tener esta definición en la vida de todos los salteños en el día a día (…) que será un retroceso muy grande discriminar a las grandes mayorías que tienen este derecho que es el de aprender religión sobre todo como un ordenador social…”, para luego de tensar el relato con un dramatismo bíblico rematar así: “los salteños hoy clamamos a la Justicia Divina (…) pero así como clamamos a la justicia divina también hoy con corazón salteño vengo a implorar a la justicia terrena. Vengo a pedirles que en defensa de este derecho humano que no queremos que se cercene, vengo a pedirles que por favor no saquen a Dios de las escuelas”. No hubo aplauso alguno para Suriani aunque debemos reconocer que el hombre dejó el estrado con el tesón propio de los Testigos de Jehová que imperturbablemente, los domingos a la mañana, baten las palmas en miles de casas para anunciar la palabra de Dios aunque el concejal lo que anunciaba era el clamor de los salteños.

Y entonces uno se pregunta: qué misteriosas fuerzas echan a andar a este Suriani al que todos identifican con la política aunque él parece estar convencido de que es un apóstol. Responder a la pregunta no es fácil. Toda pretensión de respuesta no puede ser más que una aproximación a la subjetividad de ese hombre dueño de una pose empeñada en desbordar la seguridad propia de los emprendedores privados o la del político siglo XXI dispuesto a cualquier cosa por una foto que subida a las redes sociales satisfaga su exhibicionismo. Todas conductas que se evaporan al hablar de religión porque allí muta a la figura del franciscano Ubertino de Casale, ese personaje de la novela El nombre de la rosa que siendo calvo, de barba rala y desdentado, andaba siempre con la boca siempre llena de maldiciones como suelen hacerlo los profetas del apocalipsis: un ser que anunciaba desgracias implacables para este mundo torcido habitado por pecadores que merecerían arder en las llamas eternas del infierno.

Hay quienes dicen que la cosa no es tan así. Que tras las puestas en escena que el cruzado protagoniza se esconden objetivos más mundanos como cautivar a un tipo de votante salteño que ve en la secularización de las costumbres una abierta ofensa a dios. No habría que descartar la hipótesis aunque la misma no excluye otra: que sea el sucesor del Haroldo Tonini, quien hasta hace pocos años era el representante de esa Salta que sigue teniendo sus fieles aunque vaya perdiendo espacio en favor de una salteñidad variopinta que incluye a ateos incorregibles, agnósticos respetuosos de los creyentes convencidos, creyentes convencidos también de que la religiosidad nada tiene que ver con esas concepciones arcaicas y hasta católicos militantes que alejados de nociones en donde los hombres aparecen como puntos miserables sujetos a normativas universales e inamovibles prefieren protagonizar una pastoral a partir de la vida y los problemas concretos de hombres y mujeres.

De lo que no hay dudas, sin embargo, es que aun cuando Tonini ayer y Suriani hoy hagan grandes méritos para parecerse, una diferencia los separa: El primero basaba su discurso fundamentalmente en la teología que sabía; mientras Suriani careciendo de ese conocimiento apela a una esencia salteña que como todos los esencialismos son la materia prima de proyectos detestables por suponer que hubo un algo maravilloso, puro, sin extrañeces a la salteñidad a la que deberíamos volver para redimirnos. Un provincialismo exacerbado que parece pegar más en quienes tienen problemas de identidad como lo muestra la historia: Tomas de Torquemada era judío pero los perseguía en nombre del catolicismo, Hitler era austriaco pero hizo lo que hizo en nombre del alemán, Donald Trump es hijo de una inmigrante escocesa aunque ahora persigue inmigrantes, Suriani es porteño pero asegura que es capaz de sumergirse en una especia de euforia santa en nombre de los salteños.