“Querido Aníbal. Te fuiste sin decirme adiós. Siempre te recordaremos. Tu esposa e hijos”. Así reza la placa en la tumba que Aníbal Verón ocupa en el cementerio de Tartagal. Fue asesinado en Mosconi durante un corte de ruta en noviembre del año 2000.

Aníbal Verón fue el piquetero asesinado un 10 de noviembre por una bala policial en la ruta del norte provincial, en tiempos donde el país se deshilachaba. Conviene recordar al respecto que bibliografía sobre el periodo corrobora que de lugares como Mosconi, Vespucio y Tartagal eran los 3.500 trabajadores de YPF que entre el 91 y el 93 fueron enviados no a la calle como dice el dicho, sino a la ruta en donde protagonizaron años de cortes.

El corte de ruta donde fue asesinado Verón había empezado un día antes en el paraje Cuña Muerta. Allí habían convergido piqueteros de Mosconi, trabajadores cesanteados de la empresa Atahualpa de Tartagal e indígenas que reclamaban la posesión comunitaria de tierras. Cuando estos últimos abandonaron el corte; piqueteros y cesanteados se instalaron frente al acceso sur Mosconi. Dijeron haber llegado al lugar a las 20 horas y que a las 22 se presentó el Juez Abel Cornejo con un mensaje de paz: “no habría represión” aunque en la madruga ocurrieron escaramuzas, el avance policial y un disparo que impactó en el rostro de Aníbal. Luego se supo que Aníbal Verón era padre de una familia numerosa y que se había convertido en referente de los trabajadores que como él, fueron cesanteados por la empresa de transporte Atahualpa.

Tras el asesinato el gobierno declaró lo de siempre: los reclamos eran justos, el método no y la tolerancia tenía un límite. Para los trabajadores la represión fue planificada. Habría comenzado cuando la senadora Sonia Escudero fue enviada para negociar a quienes aseguró títulos de propiedad a cambio de la vuelta a casa. Se trataba de un frío cálculo político para que los indígenas no sufrieran la represión y evitar problemas de imagen para el gobierno de Juan Carlos Romero que estaba denunciado ante organismos internacionales por discriminación y avasallamiento de derechos indígenas.

Después siguieron las anormalidades propias de justicia dócil: el juez que ordena la represión se hace cargo de la causa; se acusa por falso testimonio a un periodista y piquetero del lugar que declararon que el juez había prometido no reprimir; se pierden los registros de armas y balas utilizadas por la fuerza de seguridad; el comisario a cargo de los efectivos declara que la distancia entre piqueteros y fuerzas del orden rondó los 80 metros aunque los manifestantes aseguraban que sólo tres metros separaban a unos de otros.

Lo cierto era que Aníbal Verón ya no formaba parte de este mundo y uno de los tantos vecinos que se encontraba en el lugar relató lo sigueinte: “Verón siempre estaba al frente (…) estuvo casi enfrentado con las fuerzas policiales y vi un brazo de un policía que en medio de dos escuderos de infantería se abrían y el del brazo apuntaba con un arma pequeña que tenía empuñada hacia delante, cuando tiró, me parece que lo hizo al montón y que podía haber sido para cualquiera, escuche un disparo y en el acto cayó Aníbal”.

Pocos recuerdan hoy que el piquetero fue hijo de un modelo que a fuerza de privatizaciones, importaciones indiscriminadas y reformas del Estado excluyó a miles del mercado de trabajo lo que generó entonces un método nuevo de lucha: el corte de ruta. Era lógico: privados de la huelga y de su capacidad de influir en el proceso productivo los desocupados sólo podían obstaculizar la circulación de mercancías.

Aníbal Verón fue un ejemplo de la tragedia provocada por aquellas políticas. Unos meses antes de su muerte era un trabajador de una empresa de transporte que al cerrar lo convirtió en desocupado. Días antes de su muerte, el desocupado optó por una forma de lucha específica en un momento determinado de nuestra historia y salió a cortar la ruta. Exigía que el sistema que lo vomitó del mercado de trabajo lo incluyera de nuevo en el circuito productivo. Allí lo alcanzó la muerte.