Se cumplió otro aniversario del asesinato del Aníbal Verón, el desocupado asesinado en el 2000 por una bala policial en una ruta del norte provincial. Símbolo de un país que se deshilachaba, su nombre identifica a organizaciones sociales del país.  

Ocurrió el 10 de noviembre del 2000, aunque todo había empezado un día antes, en el paraje Cuña Muerta donde habían convergido piqueteros de General Mosconi, cesanteados de la empresa Atahualpa de Tartagal cesanteados e indígenas que reclamaban la posesión comunitaria de tierras. Un día antes, los indígenas abandonaron el corte y piqueteros y cesanteados se instalaron frente al acceso sur de General Mosconi, sobre la ruta 34. Dijeron haber llegado al lugar alrededor de las 20 horas y que a las 22 se presentó el Juez Abel Cornejo con un mensaje de paz: “no habría represión”. Pero en la madruga del 10 ocurrió lo que ya era una habitualidad de aquellos tiempos: escaramuzas, avance policial, tensión y un disparo que impacta en el rostro de un manifestante.

Después nos enteraríamos del nombre: Aníbal Verón, padre de una familia numerosa y que se había convertido en referente de los trabajadores que como él, fueron cesanteados por la empresa de transporte Atahualpa. También que solía marchar al frente de las columnas con una honda entre sus manos. Clásica “gomera” que resulto impotente ante el arma policial. Por entonces el gobierno y los funcionarios del gobernador Juan Carlos Romero aseguraban que el arma no era policial y aducían que el calibre de la bala no se correspondía con las usadas por la fuerza. Nadie les creía nada. Todos sabían en aquellos días que la policía llevaba las armas reglamentarias y también de las otras para frenar a desocupados desesperados de un país, una provincia y un norte provincial en llamas y que terminaría de explotar un año después: diciembre del 2001.

Tras el asesinato de Verón el gobierno declamó lo de siempre: los reclamos eran justos, el método no y la tolerancia tenía un límite. Para el campo popular la represión de ese día fue planificada. Habría comenzado cuando la senadora Sonia Escudero fue enviada para negociar con los indígenas asegurándoles títulos de propiedad a cambio de la vuelta a casa. No se habría tratado de rasgos indigenistas del gobierno provincial, sino de un frío cálculo para que los indígenas no sufran la represión y evitar, así, problemas de imagen para un gobierno denunciado por discriminación y avasallamiento de derechos indígenas ante organismos internacionales.

Después siguieron las anormalidades propias de una provincia con justicia dócil que sin embargo se preciaba de moderna: el juez que ordena la represión se hace cargo de la causa; se acusa por falso testimonio a un periodista y piquetero del lugar que declararon que el juez había prometido no reprimir; se pierden los registros de armas y balas utilizadas por la fuerza de seguridad durante los hechos; el comisario a cargo de los efectivos declara que la distancia entre piqueteros y fuerzas del orden rondó los 80 metros, aunque los manifestantes aseguraban que sólo tres metros separaban a unos de otros. Los artilugios se reproducían al infinito aunque lo cierto fue que desde ese día Aníbal Verón, el piquetero, la persona, ya no formaba parte de este mundo. Rafael Romero, uno de los tantos vecinos que se encontraba en el lugar relató lo ocurrido: “Verón siempre estaba al frente de todos los piqueteros con su honda seguido de cerca por otros compañeros piqueteros (…) estuvo casi enfrentado con las fuerzas policiales y vi un brazo de un policía que en medio de dos escuderos de infantería se abrían y el del brazo apuntaba con un arma pequeña que tenía empuñada hacia delante, cuando tiró, me parece que lo hizo al montón y que podía haber sido para cualquiera, escuche un disparo y en el acto cayó Aníbal Verón” (del libro “Impunidad. A 2 años del asesinato de Verón”, del periodista Marcos Díaz Muñoz)

A quince años de aquel hecho pocos recuerdan que el piquetero, como actor social, fue hijo de un modelo que a fuerza de privatizaciones, importaciones indiscriminadas y reformas del Estado que posibilitaban lo uno y lo otro, excluyó a miles de personas del mercado de trabajo. En teoría económica clásica, de izquierda y de derecha, los excluidos deberían constituir el ejército de reserva que discipline al trabajador mostrándole que peor que ser explotado es no serlo. Las mismas teorías solían ver a los piqueteros como un sector inclinado a la atomización e incapaz de organizarse. Pero la realidad rompió en aquellos años las predicciones teóricas más elaboradas y el ejército de reserva terminó organizándose al calor de experiencias pasadas de sindicalización y haciendo uso de un método nuevo: el corte de ruta.

La misma sólo podía entenderse por las condiciones de existencia del nuevo actor: privados de la huelga y de su capacidad de influir en el proceso productivo, optaron por obstaculizar la circulación de mercancías. Nuestro norte provincial y Cutral – Co en Neuquén inauguraron el fenómeno en la segunda mitad de la década del 90. Se trataba de localidades que tenían en YPF un polo de desarrollo que la privatización quitó afectando a múltiples sectores que vieron reducidos sus ingresos por la contracción de la demanda. Allí los piqueteros no fueron un grupo aislado. Protagonizaron verdaderas puebladas que los gobiernos de “la modernización” ignoraron aunque eran ellos los que parieron una “criatura” a la que negaron como los “padres bien” niegan sus bastardos. Cuando el hijo negado cobro entidad innegable opto por criminalizarlo sin atacar nunca la raíz del mal: el desempleo.

Aníbal Verón fue un trágico ejemplo de la tragedia provocada por aquellas políticas. Unos meses antes de su muerte era un trabajador de una empresa de transporte que al cerrar convirtió a Verón en desocupado. Días antes de su muerte, el desocupado optó por una forma de lucha específica en un momento determinado de nuestra historia: salió a cortar la ruta para exigir que el sistema que lo vomitó del mercado de trabajo lo incluyera de nuevo en el circuito productivo. Allí lo alcanzó la muerte.