De a poco, como quien no quiere la cosa, la pandemia del Covid19, que tiene a toda la humanidad contra las cuerdas, va haciendo brotar el tema que nosotros, los argentinos, deberíamos tener ya resuelto desde hace mucho tiempo, y que esa suerte de empate hegemónico entre esos dos modelos de país que nos mantiene en suspenso desde los albores de nuestra historia, dejó pendiente: la relación entre el Estado y la sociedad. Juan Carlos de Pablo, el reconocido economista y profesor universitario, lo resume como el mejor: no más Estado, sino un mejor Estado.

Es decir que la cuestión de la relación de la sociedad civil con el Estado no es cuantitativa, es cualitativa. Cuantitativa la hizo la última dictadura militar, y la continuó Menem, cuando nos decían que achicar el Estado era agrandar la Nación. Sonaba lindo a los oídos de mucha gente alimentada a eslóganes, pero fue una mentira. Como es una mentira que un Estado elefantiásico, fofo, sirva para el desarrollo libre y pleno de la sociedad. Ni lo uno ni lo otro.

Pero, como se pregunta Loris Zanatta, otro profesor pero en este caso italiano, ¿qué Estado? El Estado no es una cosa abstracta; no es un bien producido en serie: es una construcción histórica compleja. En cada país, el Estado es el espejo de una historia, una cultura; refleja valores, al menos de aquellos que han prevalecido sobre otros que han sido descartados o derrotados. Y cita a continuación a Acemoglu y Robinson cuando dicen que “…Para que la libertad emerja y florezca, tanto el Estado como la sociedad deben ser fuertes». El Estado debe ser fuerte para garantizar el imperio de la ley y los servicios necesarios para la realización del plan de vida de todos. La sociedad será fuerte si está formada por ciudadanos activos e informados, decididos a controlar el poder del Estado, a resistir abusos e incumplimientos. El Estado y la sociedad se equilibran, compiten, pero cooperan. Son, digamos, las dos caras de una misma moneda. No se concibe el uno sin la otra, y a la inversa. Una pura sociedad es la selva, donde el más fuerte deglute al débil. Un puro Estado es la esclavitud. Es la ausencia de proyectos de vida personales, de la posibilidad de la alegría, de la felicidad de realizar su destino propio. Es algo gris, lúgubre, triste y decadente.

El Estado fuerte, dice Zanatta, no es el Estado grande; es el Estado serio, transparente y eficiente, por lo tanto, respetado. Lo contrario del Estado paquidérmico y clientelar, costoso y ausente, invasivo y corrupto; de la jungla de leyes oscuras y reglas engañosas, de burocracias obtusas y reparticiones innecesarias; del Estado que cobra enormes impuestos sin dar servicios decentes a cambio.

A su vez, la sociedad fuerte es autónoma del Estado, celosa de la libertad de educar y producir, innovar y experimentar, proveerse a sí misma y cultivar sus sueños sin coacciones. Es decir, no depende de él, lo tiene a su servicio. El Estado está para servirla, no para aprovecharse de sí mismo como instrumento de control y dominación. Es una desdicha que nuestro Estado haya sido colonizado por corporaciones que se aprovechan de él en servicio propio sin dirigirlo al bienestar general. Desde la mal denominada clase política, que es tal al funcionar como corporación, a los sectores empresariales y gremiales que se enriquecieron a su sombra y cobijo.

Precisamente, uno de los problemas centrales de nuestro país es la ausencia de política demográfica. Consecuencia: la convivencia de un desierto con el conurbano tumultuoso y promiscuo dentro de una misma frontera nacional.

Todo esto, que es trascendente, al tiempo que suceden distractivos, como bajezas inconcebibles como la patética disputa entre la vicepresidenta de la Nación con una senadora nacional que pelean por cómo debe dirigirse la una a la otra, acomodando la cuestión de género en el léxico o no. O viendo de qué modo, mediante un pacto, expreso o implícito, se lo salva al juez Canicoba Corral de lo que debería ser su eyección de la justicia federal, tras cinco imputaciones delictivas, sin contar las sucedidas extramuros, como la que apuntan leyendas urbanas de que en Uruguay incendió un hotel de su propiedad para cobrar el seguro. Un Juez de la Nación. En ese salvataje están los de Kirchner pero también los de Macri. Ambos dilapidadores de oportunidades únicas. Ahora unidos no por el amor sino por el espanto de los pasillos tribunalicios. Esa dirigencia nos muestra cada día cómo de grande les queda el país.

Fernández vino a cumplir una transición que debió acometer Macri. Éste fracasó por ausencia de liderazgo y de claridad de objetivos, de destino. Esa es la dimensión de lo que dilapidó. “Para quien no sabe dónde va nunca hay vientos favorables”, decía Píndaro. Fernández vino a cumplir esa transición, pero en una dirección inversa. En estas instancias se está definiendo aquel empate hegemónico que citábamos al comienzo, al que se refería en una de sus obras Halperín Donghi. Esa es la cuestión clave. La que necesariamente debe ser resuelta. Lo ideal es que sea por consenso, pero es verdad, también, que ya no estamos para idas y vueltas. De ese modo se debe aprovechar esta crisis, como dicen que decía Churchill.

Como anticipo de lo que vendrá, citemos una frase que vale la pena. La única que, por fuera de la coyuntura, apunta a un futuro. Paradójicamente, es de Máximo Kirchner quien llamó a replantear «la distribución demográfica del país», al señalar que Argentina «desperdicia gran parte de su territorio y de sus oportunidades». Precisamente, uno de los problemas centrales de nuestro país es la ausencia de política demográfica. Consecuencia: la convivencia de un desierto con el conurbano tumultuoso y promiscuo dentro de una misma frontera nacional. Convierte en inviable a la provincia más rica e inexplotada la enorme geografía del sur y parte del norte argentino. Nadie, desde Alfonsín y el traslado de la capital a Viedma, lo había mencionado.

Es necesario un sentido, una épica compartida. Ya no podemos distraernos en pequeñeces ni mezquindades. Todo, aún, está por hacerse…