Finalizó el encuentro “De crónicas y ciudades” organizado por la carrera de Letras de la UNSa. Evento del que participó Cuarto Poder en una mesa que entre las referencias a Youtubers y Kapuscinsky, confirma la confusión existente entre la tarea de elaborar contenidos y los formatos capaces de difundirlos mejor. (Daniel Avalos)

Todos saben que una pregunta recurrente atraviesa a encuentros de este tipo: ¿la revolución comunicacional que avanza imponiendo cada vez más la hegemonía de la imagen amenaza al periodismo escrito en general y a la crónica en particular? Seguramente también son muchos los que consideran que las respuestas tajantes al respecto pueden pecar de audacia en un proceso que se desenvuelve mientras se debate al respecto aunque, imposible negarlo, el proceso en marcha muestra que la palabra escrita pierde fuerza aunque busque sobrevivir a los embates de quienes son hijos legítimos de esa revolución comunicacional en curso: aquellos que sólo parecen ver con los ojos y se niegan a manejar cierta abstracción que permita un análisis más profundo; los mismos que por lo general adoptan el lenguaje “redes sociales” que casi siempre es pura opinión que surgen de experiencias individuales; seres que por ser tantos inclinan a no pocos editores de medios gráficos a exigir a sus periodistas “reconvertir” al periodismo en titulares de alto impacto, poco procesamiento de la información y una apuesta decidida a que la imagen le sintetice el episodio y en lo posible revele los aspectos más morbosos del mismo.

Un debate necesario que no siempre puede darse del todo. Al menos esa es la sensación de quien escribe estas líneas como invitado a un panel que reunía a un editor de la excelente revista digital “Anfibia” de la Universidad de San Martín, otro del portal tucumano “Tucumán Zeta” y el propio Cuarto Poder. El panel parecía encaminado a tratar cómo la prensa puede traducir con rigor lo que está ocurriendo en la sociedad en un periodo en donde las redes sociales imponen paradigmas nuevos aunque, paralelamente, supongan una nueva posibilidad de analizar y potenciar los movimientos más profundos de una sociedad; tarea para la cual el periodismo escrito suele sentirse en inferioridad de condiciones ante la hegemonía de la imagen; fenómeno que a su vez parece amenazar de muerte a las crónicas periodísticas, ese subgénero que para algunos es un relleno necesario para completar una edición y para otros como García Márquez era casi una rama especial de la literatura en tanto “un cuento que era verdad”.

Ese debate apareció poco. Centralmente porque el interés radicaba en saber de dónde se habían copiado la estética de la revista digital, de dónde la diagramación, cual es la plantilla más acorde para resaltar tal o cual cosa y decenas de aspectos que podrían haber convencido al propietario de un medio que allí, en ese panel, estaban los webmasters adecuados para aprovechar las lógicas de las redes sociales y así multiplicar las posibilidades de difusión de un informe a una crónica periodísticas.

Tal vez por eso, en esa mesa, se habló menos de ese personaje que en principio nos convocaba: el cronista. Vamos a dedicarle entonces aquí algunas palabras a ese trabajador de la palabra que tal vez por mi condición de historiador, asocio a alguien que escribió hace 2500 años y es catalogado por los historiadores como el Padre de la Historia: Heródoto.

Evitemos detenernos en ese título que francamente es desmesurado. Enfaticemos sí que ese griego concentraba algunos rasgos que todo cronista posee: un ser bien dispuesto hacia la gente, alguien que tiene miles de preguntas sobre las cosas de este mundo y sus habitantes y que por ello mismo está dispuesto a recorrer grandes distancias para conocerlos y encontrar algunas respuestas que sacien esa chifladura incurable llamada curiosidad. Personas que no buscan respuestas para atesorar un saber y menos aún persiguen convertirse en eruditos que con ellos terminan levantando una muralla de incomunicación entre ellos y el mundo. El cronista tiene otras necesidades además de conocer al otro y encontrar respuestas. También precisa transmitir a los demás aquello que él ha ido a ver apelando a las publicaciones que permitan cumplir el objetivo. Publicaciones que para mí al menos, remiten a la idea de largos y hospitalarios fogones de encuentro en donde el contador de historias pretende que los oyentes – lectores escuchen la medula del mensaje que tiene para transmitir, obligándose para ello a desarrollar un instinto y un plan que pueda excitar y prolongar la atención de quien lo escucha leyéndolo.

Claro que la referencia a Heródoto es interesada. Busca enfatizar que a pesar de las gigantescas mutaciones que ha experimentado la humanidad a partir de revoluciones técnicas no menos impresionantes; los humanos seguimos precisando de las buenas historias que nos aproximen a la desconocido por lejano, o a la desconocido por simple ignorancia de lo cercano. Pero la referencia también busca enfatizar algo que el griego ya sabía bien: la necesidad del cronista de enamorar a quien se dirige para así establecer vínculos fuertes y duraderos.

Toda estrategia requiere para triunfar de la ejecución de movimientos tácticos exitosos que a veces suponen evitar cosas y otras veces implican provocar otras. Según lo ocurrido en el panel del día jueves en la universidad, se me ocurre pensar en la imperiosa necesidad de evitar la posición condescendiente del intelectual culposo que en nombre de un progresismo extraño está dispuesto a incluir en el mundo de lo periodístico – literario todo aquello que contemplando algún tipo de intencionalidad, termine estampando en algún formato cierta visión de las cosas a través de las palabras. Ejercicio intelectual que curiosamente ejecutan personas con innegables pergaminos académicos que pueden invertir horas para explicar que el posteo tal en la cuenta de Facebook tal, puede considerarse una crónica de la cotidianeidad, sentencia que puede provocar la reacción de alguna otra buena conciencia que le dice que no, que en realidad y bien visto, el posteo es más bien una nueva forma de poesía y que incluso, si se lo analizara mejor, estaríamos ante un género inédito de literatura.

Ejercicios intelectuales que francamente son un embole, que se detienen sobre aspectos que pueden ser una basura propia de la devastación cultural a las que nos empujan los neoliberalismos y que posee la perniciosa consecuencia de que potenciales cronistas periodísticos asocien la practica a la simple improvisación. Todas cosas que no aportan a la revalorización de la escritura en general y de la crónica en particular porque prescinden de un aspecto central: la escritura como muchas otras cosas también es una pasión que exige sacrificios.

¿Por qué? Porque el cronista sabe que aquello que va a relatar requiere de al menos dos condiciones esenciales: que la historia hechice al lector y que una de las formas de lograrlo supone respetar y renovar el lenguaje. Hablo de un consciente intento de enriquecer el vocabulario con el objetivo de transmitir mejor posible aquello que ha presenciado. Una pretensión que algunos podrán calificar de pedante y hasta elitista, pero a la que el cronista no debe renunciar si es que quiere aprisionar y transferir mejor la realidad explorada que está llena de esperanzas, temores y hasta tragedias de aquellos que no pudiendo evitar que el curso de las cosas los humille precisan al menos que alguien pueda comunicar a los otros lo que ellos padecen.

Relatos a los que siempre podrá prestar auxilio la disciplina histórica. No sólo porque ella se encarga de mostrar ciertas recurrencias que ocurren en tiempo, también porque ayuda a contextualizar las existencias individuales de quienes son objeto de la crónica y, fundamentalmente, porque hay que evitar que el mito siempre recurrente de un Destino que corona a algunos y condena es una falacia cuando en realidad la historia muestra que en el triunfo de los poderosos, siempre está inscripta la derrota de quienes pudiendo perder hasta el derecho a la voz requieren que otros hagan de voceros.

Lo último mencionado nos desliza a otro aspecto de la crónica: el de los criterios que se usan para elegir la porción de la realidad que vamos a contar. Porque si bien es cierto que a veces son los temas los que vienen a tocar las puertas de una redacción; no es menos cierto que la mayoría de las veces es el cronista quien anda buscando un tema a partir de un interés que casi siempre responde a criterios de estricto orden ideológico. Los propios de aquellos que aspiran a que su trabajo pueda aportar algo para que las cosas se transformen en una dirección que ellos creen justa y deseable.  Aspecto que debería acomplejar menos. No sólo porque es natural en un ser humano, sino también porque esa naturalidad ha sido racionalizada por los grandes del oficio. El genial Ryszard Kapuscinsky por ejemplo. Ese polaco que solía sentenciar que el “verdadero periodismo es intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio”, para ahí nomás ejemplificar la sentencia con Mark Twain, Ernest Hemingway, Gabriel García Márquez, entre otros.

En el caso de Cuarto Poder podemos explicitar que la predilección fueron los escenarios, sucesos y actores que el Poder imperante ha vomitado de sus entrañas marginándolos del mercado laboral, pero también de la vida pública. Escenarios y personas a los que algunos identifican como la “Salta profunda” o la “otra Salta”, lugares a los que para llegar debemos internarnos en la profundidad del monte o en los asentamientos que se levantan a 15 minutos de la plaza principal y que comparten un denominador común: desconocer el arribo de eso que algunos denominan progreso y que parecen vivir una historia detenida en el tiempo.

De allí que el cronista que va a el encuentro de esos escenarios siempre se sepa una especie de extranjero que se esfuerza porque esa condición vaya desapareciendo a fin de lograr los testimonios sinceros de quienes serán los protagonistas de su relato. No parece haber técnica para lograr que esa extrañeza vaya desapareciendo. Situación que según dicen los grandes, dependen no tanto de técnicas sino de la propia condición humana del periodista, ser una buena persona, porque solo estas pueden intentar comprender a los demás, sus intereses, su fe, sus dificultades y sus tragedias.

Justamente esto es lo que ninguna  red social puede hacer por sí misma aunque esas redes sean las que presentan capacidades insospechadas para potenciar la difusión de esas historias que deben ser recuperadas. No sólo por pulsión estética. También para dejar asentado aquello que la Historia prefiere olvidar.