A la urgencia de rebatir cierta opinión pública que justificaba el asesinato del bagayero por la gendarmería con estadísticas de Orán que explican el porqué de esa actividad, surgió la necesidad de viajar allí para nutrir los datos con testimonios directos. El plan incluía una entrevista con la viuda de Gerardo Tercero, Yoana. (Daniel Avalos)

Con ella nos encontramos en la casilla del Barrio Taranto, en donde creció junto a sus hermanos. Llegó montada en una moto conducida por Beti, la tía del joven asesinado. Yoana es menudita, pero el dolor con el que carga parece haberla encogido un poquito más. Ni bien la vi, sentí que la intención de entrevistarla me convertía en alguien frío y ridículo. Todo periodista se siente siempre un poco intruso en los escenarios que visita. Pero allí, con Yoana sufriendo como suelen sufrir los de abajo, en silencio, uno sentía que el grabador y la lapicera que toma nota simbolizaban una intromisión brutal. La lapicera y el grabador, entonces, debían quedarse donde estaban: el grabador en el estuche que abultaba un poco la mochila y la lapicera disimulada en medio de un libro en el asiento del auto.

Lo que Yoana necesitaba ese día era otra cosa. Consultar al abogado que lleva el caso porque ella y la tía Beti fueron citadas como testigos de la causa, cuando no habían presenciado nada de lo ocurrido en el puesto 28 de gendarmería la tarde fatal. Ya en el estudio, el letrado Hernán Mascietti explicó con claridad el asunto. La justicia, casi siempre proclive a practicar la ley cuando esta favorece al poder, había cambiado nuevamente de estrategia. Sin posibilidades ya de sostener la tesis de una muerte provocada por la asfixia causada por la coca que mascaba el muerto porque los resultados de la autopsia determinaron que la causa letal fue un disparo, y desmoronada luego la hipótesis del disparo accidental por la cantidad de detonaciones efectuadas por los gendarmes según las pericias, los investigadores apuestan ahora a la teoría de una muerte ocurrida en medio de un enfrentamiento. Por eso, en esa citación a testificar, el juzgado informaba que la investigación se había unificado: la del homicidio con la otra, que acusa al muerto de contrabando y resistencia a la autoridad. Yoana escuchaba todo y hablaba poco. Lo último no importaba. La tía Beti preguntaba y aclaraba por las dos. Ni ella ni Yoana habían visto nada. A ella la llamaron primero para informarle que el sobrino estaba grave en el hospital. Y ella fue una de las primeras en llegar al nosocomio y enterarse de que la cuestión era irreparable. Y entonces el mal periodista vuelve a irrumpir. Le pide a la tía Beti si puede relatarle ese momento. La tía Beti lo miró azorado y con la mirada lo decía todo: ella no quiere hablar de eso. Sin decir una palabra se quiebra y sale del estudio. El mal periodista se acusa en silencio. Se precia de dedicar una parte importante de su tiempo a pensar la realidad en la que vive, invierte algo de dinero y mucho tiempo en leer libros que supone lo acercan a un mayor conocimiento de las cosas y las personas, pero no es capaz de distinguir cuándo un ser humano prefiere no hablar de cosas que lo atraviesan como una llaga ardiente. Hace entonces lo único que se le ocurre hacer: salir del estudio, ir en busca de la mujer, pedirle disculpas, preguntarle si fuma, ofrecerle un cigarrillo, encendérselo y simplemente acompañarla.

Y así estamos cuando Yoana y su madrastra Zulma informan que hay que volver. Que se acerca la hora de la novena, que en la casa de la abuela de Gerardo Tercero se hace para pedir que el alma del muerto descanse en paz. Yoana y Zulma volverán conmigo en auto. La tía Beti lo hará en su moto. La tía y el periodista se despiden con un fuerte abrazo, de esos que suelen ejercitar las personas que sienten que difícilmente se vuelvan a ver. Lo que habrá sentido Beti en ese momento es algo que no sabemos. Lo que el mal periodista sintió, sí: que había sido disculpado, que muy probablemente la tía Beti intuyó que el mal periodista también es malo porque concibe al periodismo de una manera que los buenos periodistas dicen que no hay que concebir: tratar de que su trabajo aporte a cambiar las cosas que nos duelen, en una dirección que el periodista siente como justa, que intenta comprender el dolor de ellos, su tragedia, su fe y que, incluso, desea que sus legítimos intereses triunfen. El viaje de vuelta es silencioso. Yoana y Zulma hablan poco y casi siempre para indicar el camino. Falta poco para las nueve de la noche y uno acelera para que las mujeres puedan alistarse para ir al rezo. En cada esquina un nutrido grupo de jóvenes se reúne. Cada calle es transitada por docenas de transeúntes. En la puerta de la casa de la abuela de Tercero ya hay movimiento. Y unas cuadras después estacionamos el auto. La despedida es calma. Los gracias, casi protocolares. Yoana, la mujer menudita, ingresa rápido a la casilla del padre y mientras ella y Zulma ingresan al jardín empiezo a conducir hacia atrás. A los pocos metros debo parar. Una niña rodeada por un enjambre de otros niños avanza por la calle en un triciclo rosado que es empujado por los niños. “Es Guadalupe, la hijita de Tercero…”, me dice Silvana, la periodista de Orán que me acompañó durante toda la jornada. Allí estaba Guadalupe. Un añito nomás. Cortejada por esa casi decena de niños de entre tres y ocho o nueve años. Algunos parecían preguntarle si le ocurría algo, otros vigilaban que el auto que retrocedía no represente un peligro, otros conversaban entre sí como si estuvieran preguntándose qué convenía entonces a la niña que ha perdido el padre, hasta que, por fin, cuando el auto ha dejado de interponerse entre ellos y la casa de la niña, el enjambre maravilloso, solidario, esperanzador, humano, vuelve a empujar el triciclo.

 Foto: Gerardo Gabriel Tercero junto a su hija Guadalupe.