El jueves, poco antes de que la coalición gobernante se reuniera en público, más temerosa que segura, una pregunta se hizo masiva: «¿Lilita viene con la cartera?» La cartera de Elisa Carrió es el símbolo de sus rupturas, después de que la usó para decirle adiós a Pino Solanas.
Carrió no estaba pensando en rupturas, pero la anécdota sirve para explicar las ráfagas de fragilidad que a veces sacuden a la alianza que gobierna. Fragilidad que es más consecuencia de la dudosa praxis política de los funcionarios que de razones estructurales. El caso del proyecto sobre Gils Carbó y los fiscales fue una secuencia de errores, encadenada por la voluntad de Macri, comprensible, de echar de su inmerecido cargo a la procuradora general.
El gobierno de Macri tiene un Congreso en minoría y atraviesa un año de recesión económica. Esas dos circunstancias condicionan la política y el análisis. En el Congreso, el Presidente tiene al frente a algunos referentes peronistas leales en la negociación, como es el caso del senador Miguel Pichetto. Otros lo son menos. Sergio Massa, por ejemplo, que en la semana pasada se acercó dos veces al peronismo kirchnerismo o poskirchnerista. Una vez votó con ellos para discutir de nuevo una ley que permite la asociación pública y privada para obras de infraestructura, que ya había sido sancionada por el Senado. La otra vez fue peor. Amenazó con sepultar la reforma electoral al convertir en manual el conteo de los votos, que era electrónico en el proyecto que él mismo había aprobado en Diputados. El conteo manual obliga a los partidos a colocar fiscales en todas las mesas del país; ese viejo sistema fue la gran herramienta electoral del peronismo bona-erense. La renovación política que proclama Massa se queda siempre en bellas palabras. Sus actos las borran luego.
La necesidad de venganza de Massa sucedió después de que el Gobierno decidió reducir las facultades a la comisión bicameral de control del ministerio público fiscal. En la frenética negociación con el macrismo, Massa le había arrebatado la presidencia de esa comisión (su diputada Graciela Camaño sería la titular) y potestades tan amplias que habían sublevado a todos los fiscales, buenos y malos. Macri tenía (tiene) una sola obsesión: sacar de la jefatura de los fiscales a Gils Carbó. Razones no le faltan. Alberto Nisman murió después de que se apurara para hacer la denuncia contra Cristina Kirchner porque Gils Carbó lo relevaría del cargo. Ella nombró y desplazó fiscales a su gusto, que siempre es el gusto del cristinismo cerril. La cuestión es si su relevo cuesta cualquier precio, aún el precio de entregarle al opositor Massa un enorme poder judicial.
Carrió trastocó la calma de la política con una sola frase, que fulminó el proyecto que se encaminaba a su sanción en Diputados. «No la votaré. Esa ley tiene nombre y apellido», zampó. Las cosas no volvieron a ser iguales. Nadie se había entusiasmado antes por esa ley. Nadie se apenó después por su postergación. La sociedad (y gran parte del famoso «círculo rojo») no sabía de qué hablaban. La política desconfiaba. Los fiscales prestigiosos se rebelaron contra ese proyecto. Los jueces también.
El Gobierno no se detuvo en la información básica que le hubiera permitido prever la reacción de Carrió. La líder de la Coalición Cívica desconfía de casi todo lo que hace Massa; de hecho, fue ella la que más lo enfrentó en la campaña presidencial de hace un año. La conducción macrista de la Cámara de Diputados eludió que el proyecto fuera revisado por la Comisión de Asuntos Constitucionales, de la que Carrió forma parte. La Procuración General de la Nación (y el sistema de fiscales) es un asunto de la Constitución, que le dedica un artículo muy preciso. El último error es el más inexplicable. Ni Carrió ni la Coalición Cívica tienen un lugar en la comisión bicameral que controlará el trabajo de los fiscales. Carrió es la única legisladora que fue fiscal en su anterior vida laboral y venía impugnando el proyecto desde abril pasado.
El repliegue del proyecto que provocó la reacción de Carrió dejó desairado a Pichetto. El senador es un traidor para el camporismo kirchnerista y quedó también encerrado en un supuesto «pacto corporativo» denunciado por Carrió. Después del encuentro con Macri, Carrió bajó varios decibeles su descripción del problema: es más impericia del Gobierno que mala fe, dijo, y calificó de «espléndida» la reunión con el Presidente. Votará ahora el proyecto reformado sobre los fiscales. La presunta participación en ese proyecto del omnipresente presidente de Boca, Daniel Angelici, se diluyó. Pichetto no lo reconoce (ni lo conoce) como interlocutor de una negociación. El propio Massa elegirá siempre interlocutores más apropiados que el presidente de Boca. Otra cosa es lo que Angelici haría con los cargos vacantes de fiscales: seguramente tendrá siempre varios candidatos para cubrir esos cargos. Es un repartidor de cargos, no un redactor de leyes.
El desorden político de la administración dejó pasar un momento único: el peronismo (Pichetto y la mayoría de los senadores, al menos) había aceptado que Gils Carbó debía irse. Se iría sin escándalo y jubilada dentro de un año, cuando se cumpla el plazo de cinco años que la nueva ley le daría al cargo de procurador general de la Nación. No es un plazo arbitrario; es más o menos el tiempo que estuvo cada uno de los seis procuradores generales que tuvo el país desde 1983. La vía del juicio político es un camino que el Presidente ni siquiera puede explorar. Una derrota, previsible por otro lado, colocaría a Macri en la situación de los Kirchner cuando perdieron en el Senado la resolución 125 que había desatado la guerra con el campo. Los Kirchner, además, tenían una fuerza política y parlamentaria de la que Macri carece.
Pichetto ha pedido «reconstruir la lealtad en la negociación» para reflotar el acuerdo sobre ese proyecto que le pone plazo y vacía de poder a Gils Carbó. El proyecto tendrá modificaciones. Los principales cambios le reducirán facultades a la poderosa comisión bicameral, que se creó en 1999 y que nunca se integró hasta ahora. Los propios fiscales se acercaron al peronismo parlamentario para hacerle llegar sus duras críticas. Una cosa rara sucedió: el lunes, el día en que estalló Carrió, la política oficialista y opositora se enfureció con ella. Un día después, todos estaban de acuerdo en que era mejor rever el proyecto, porque, coincidían, se le estaba dando demasiado poder a la comisión bicameral. Es más que probable que se llegue a un acuerdo y que el proyecto se convierta en ley.
La política ya discute sobre los candidatos a suceder a Gils Carbó. Ricardo Lorenzetti habría propuesto al juez Gustavo Hornos. Angelici se inclina por el fiscal de la Cámara de Casación Raúl Pleé. Y el ministro de Justicia, Germán Garavano, prefiere a un fiscal de la justicia ordinaria, Ricardo Sáenz. Sin embargo, el único candidato que parece concitar la unanimidad del universo político y judicial es el constitucionalista Alberto García Lema, un peronista que convoca el respeto de oficialistas y opositores.
El debate posterior en la coalición gobernante volvió a Carrió. ¿Es necesario que exista un escándalo político para resolver un problema político? ¿No sería mejor que hubiera mecanismos de consulta entre los aliados, reglas escritas de cumplimiento obligatorio para todos, y evitar así los innecesarios estruendos de la alianza en el poder? ¿No es el Gobierno, acaso, el primero que debería respetar un sistema de consultas permanentes? ¿Hasta cuándo estarán pendientes del efecto fulminante de la cartera de Lilita?
Fuente: La Nación