El filósofo Daniel Herrendorf disertó en la legislatura en el marco de la XV Asamblea de Parlamentarios de América. Su visión sobre la distancia entre derechos declarados y realidad estuvo atravesada por un descarnado análisis de la ética actual. Cuarto Poder reproduce el discurso que invita a una profunda reflexión.

Daniel Herrendorf nació en Buenos Aires en 1965. Realizó estudios de ciencias políticas en el Instituto Argentino de Ciencia Política y Ciencias Sociales fundado por el salteño Carlos Fayt. Vivió en México, París, Roma y Barcelona. Es docente de Filosofía, escritor de ficción y ha sido asesor en Derechos Humanos de la ONU.  Es autor del primer Código de Derechos Humanos de la historia del Derecho, en el que trabajó con Eugenio Zaffaroni, Fayt y otros. Fue elegido por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner como el nexo para demandar a Estados Unidos por el conflicto contra los fondos buitre ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

El discurso que a continuación reproducimos fue enunciado el martes 11 de octubre en el recinto de la Cámara de Diputados de la provincia de Salta. Lo reproducimos a continuación:

“La Organización de las Naciones Unidas recomienda anualmente la sanción de un Código interno de Derechos Humanos por parte de sus Estados Miembros. El hecho de que nunca hubiere sucedido requiere de un ejercicio de justificación que les propongo que hagamos juntos.

El único proyecto conocido hasta el momento es el que promueve el Capítulo para las Américas del Instituto Internacional de Derechos Humanos que tengo el honor de presidir en nuestro continente. No existen precedentes sobre códigos de igual contenido.

Motivó la elaboración de este texto normativo la necesidad de un definitivo aterrizaje de Derechos Humanos, pues es cada vez más abismal la distancia que separa los derechos declarados del descontrolado sufrimiento humano cotidiano.

Esa distancia denuncia un error: algo hemos hecho mal en el curso de nuestra militancia humanitaria para que el progreso ético sea inhallable. No fuimos precisos. Nos detuvimos en entretenimientos intelectuales. Grandes declaraciones y tratados prosódicos mientras la miseria crece en los pueblos como crece la maleza en tierra descuidada. Heredamos el planeta, pero no hemos sabido cuidar este jardín. Hemos sido el jardinero infiel, que sólo cuida su rosa predilecta y deja morir las especies que no aprecia.

La Historia de los Derechos Humanos los muestra con un ejercicio literario y nada más. Daré un ejemplo: la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Tras diez años de gobiernos inútiles fue aplazada por la larga tiranía de Napoleón.

Sin dudas las obras de Rousseau, Voltaire o Diderot nos resultan literariamente muy atractivas. Pero todo ese bello ejercicio doctrinario fue contradicho por la realidad sin ninguna compasión.

Hay que pensar en los Derechos Humanos como una serie de prácticas reales, y no como un conjunto de declaraciones solemnes. Hasta ahora sólo hemos logrado amontonar Convenciones que son letra muerta junto con mucho sufrimiento humano.

Si hoy leemos los Pactos Internacionales obtendremos el saber de la irrealidad. Ninguna relación hay entre estos textos de vigencia universal con la miseria indescriptible, los millones de desplazados, la devastación de recursos naturales o la trata de personas.

Hay una distancia espeluznante entre las intenciones y los hechos. Una rara ilusión positivista nos hace depositar la fe en normas, es decir en literatura con presunción de obligatoria. Pero si la libertad es su ejercicio, el desafío no es seguir declarando derechos ni mejorar los declarados. Se trata de poner en marcha esos derechos. La pregunta es cómo.

Son los Estados, con sus jueces y sus administradores ejecutivos, quienes ponen en marcha los derechos. No nos rigen tratados internacionales: al fin del día lo que los jueces han resuelto y los administradores han distribuido se estrictamente a las exigencias del derecho interno.

Es doloroso pensar en el fracaso del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Pero más doloroso es vivir en su ficción mientras asistimos al espectáculo miserable de un padecimiento humano sin precedentes.

A diferencia de sus predecesores, el siglo XXI tiene conciencia de sí mismo. Hoy sabemos que sólo el 20% de la humanidad se alimenta, trabaja, se cura y se educa. También somos conscientes de las violencias que distribuimos, de la discriminación que ejercemos y qué categoría de personas elegimos despreciar, eventualmente porque sí.

Regresar a lo básico es el propósito de un Código de Derechos Humanos. La historia nos muestra que respetamos nuestros códigos civiles y penales, pero no las convenciones internacionales. Los jueces aplican derecho internos antes que derecho convencional. Los administradores públicos diseñan sus políticas sobre la base de la ley interna, nunca sobre las exigencias del derecho internacional.

El proyecto de Código de Derecho Humanos recopila todos los derechos internacionalmente declarados y busca, en cada caso, un modo de ponerlos en marcha. La eventual sanción de dicho Código podría obrar un cambio de paradigma. Al tratarse de derecho interno, el Estado se vería apremiado y estimulado por su propia norma. El Código insiste en la municipalización de todo poder político, pues las comunas y municipios son las formas más reales y cercanas de distribución de derechos. En las formas básicas del territorio está la vida con toda su dicha y todo su dolor: nuestra singular vida cotidiana no sólo transcurre en el universo, sino en un barrio que puede tener agua potable o no tenerla. De nada nos sirve el admirable progreso médico que puede conseguirse a 10 mil kilómetros de distancia o invirtiendo 50 mil dólares si debemos curarnos en el hospital público del barrio y ese centro médico nos prodigará toda la dicha o toda la desdicha.

El trabajo nunca será un derecho si los Estados no son proactivos en ayudar a los desempleados a dar con un trabajo digno. Si estamos organizados como sociedad, debe ser para algo.

La literatura jurídica debe estar acompañada por actividad humanitaria. No debemos decir que todo ha sido inútil: en todo caso la inflación normativa sirve para marcar un camino, como su hubiéramos trazado el plan de una obra magnífica que nadie ejecutó.

El mundo se tropieza cada tanto consigo mismo. Las soluciones están en las prácticas adecuadas y estamos acostumbrados a que la buena práctica sea impuesta o resuelta por una ley interna. Sin dudas obedeceríamos con más miramientos a un código de Derechos Humanos que a una Convención Internacional. Los jueces dicen conocer el derecho de los tratados, pero aplican la ley interna. Y la administración pública no actuó nunca obligada por tratados; sí, en cambio, sigue los dictados de la ley. Un Código de Derechos Humanos pueden tener incluso un carácter pedagógico aun inexplorado. Las personas exigen sus derechos sólo cuando saben que los tienen.

La forma de nuestra inteligencia es el tiempo, línea angostísima que sólo nos muestra las cosas una por una. Por esfuerzos que hagamos, no podemos comprender el universo y su vasta lógica. Por esfuerzos que hagamos, no podemos inteligir todos los documentos universales sobre la dignidad y los beneficios de la libertad. Por esfuerzos que hagamos, no podemos convertir la literatura libertaria – por normativa y obligatoria que sea – en un acierto sin realidad. La realidad es la única forma del acierto.

La Historia de la dignidad pretende estar resumida en literatura imperativa que llamamos tratados y convenciones. Ese vago espíritu universalista nos queda tan grande que olvidamos los ardores y pesares de la persona individual, que vive como puede una vida sencilla, singular, normalmente humilde.

La ética se estremeció. El entrenado aviador solitario suelta la bomba atómica en Hiroshima presionando justo a tiempo un solo botón. Su precisión quirúrgica en el disparo es tal que acaba con decenas de miles de vidas en un solo acto. Puede hacerlo porque su inteligencia tecnológica es altísima, pero su inteligencia ética es inexistente. Russel decía que los avances tecnológicos hunden la ética de las sociedades donde se producen.

Lo mismo ocurre hoy con la distribución desigual de la muerte y la vida indigna. Conocemos el Universo y sabemos de sus recursos. Sabemos que el mundo produce alimentos para 10 mundos; sabemos dónde está el agua potable, sabemos cómo curar las infecciones; sabemos resignarnos a celebrar la paz. Y sin embargo sólo se alimenta el 20% de la humanidad, el agua dulce se nos va entre los dedos a fuerza del cambio climático, una mínima porción de la población tiene acceso a la medicina y libramos guerras con una facilidad precámbrica.

Somos el aviador de Hiroshima: tenemos inteligencia técnica para comprender los procesos, pero nuestra inteligencia ética está quebrada. Nos preocupa la pobreza pero no los pobres, nos acercamos al problema de la miseria pero no a los miserables; nos preocupa el cambio climático pero gastamos centenares de litros de agua potable en lavar automóviles.

Los desplazados actuales, los descartados y desechables, son el epítome de la vida menesterosa. Ellos ya lo han perdido todo. Por eso no los queremos ni ver. Su existencia pone al sistema constitucional entre paréntesis, derrumba el paradigma y pone en duda las instituciones.

Una vez más aparece nuestro verdadero ser: un personaje egoísta, mezquino, incapaz de ser solidario, de abrir los brazos o tender las manos. La solidaridad internacional que exigen los tratados también es una forma de decir: jamás seríamos tan buenos si no nos obligaran.

El Código de Derechos Humanos apunta a reducir el territorio de las preocupaciones básicas. Seguramente un hombre o una mujer de normal condición desconozcan el último tratado internacional, pero saben muy bien qué comen sus hijos en la escuela.

A ese ámbito real hay que dirigir la mirada humanitaria. Hay que empezar con las escuelas públicas, que son el primer ámbito de contacto entre el individuo y la prestación social. En ese espacio las familias deben encontrar verdadera contención. La escuela pública debe recibir gratuitamente a los niños desde los dos años, sanarlos, educarlos, alimentarlos, documentarlos; debe haber un seguimiento de la evolución y el crecimiento de cada niño, proveer su educación física y mental, subsidiar la educación universitaria y procurarle un empleo privado en la edad adecuada.

Somos nosotros quienes delineamos los contornos de la ética social. No hay un Gran Otro que piense por nosotros. No nos impone ser honorables o ser unos degenerados. Esas son elecciones éticas que hacemos nosotros cada día. Elegimos cómo comportarnos. El Gran Hermano, en todo caso, nos vigila pero no nos impide ser generosos. La ética no está prohibida en ningún sistema político del mundo. Distribuir virtudes para todos. De eso se trata”.

Daniel Herrendorf, Salta, 11 de marzo del 2016