Por Elio Daniel Rodríguez

Exposición en el Museo de Bellas Artes

He decidido llamar a mi nueva exposición de pinturas, que quedó inaugurada el pasado 2 de noviembre en el Museo de Bellas Artes (avenida Belgrano 992), “Mi amiga la naturaleza”. Debo confesarles que a mí, que soy poco habilidoso bautizando cosas, me ha surgido este nombre espontánea y rápidamente, casi sin pensarlo, pero me gustó, y pienso que esto tiene una explicación.  

Siempre me sentí, aunque habitante de una ciudad, parte de la naturaleza y, al mismo tiempo, alumno suyo. Aprendí a observarla, tratando de tomarla como ejemplo de la forma en que tenía que comportarme muchas veces y ella me enseñó demasiado acerca de cómo debía pensar. 

No hay nada superfluo en la naturaleza, nada inútil, nada carente de sentido. La naturaleza es bella, pero también es el máximo ejemplo de la perfección sobre el mundo que habitamos. En la naturaleza abundan la tranquilidad, la transparencia, la sinceridad, reglas claras, la honestidad, el premio al esfuerzo, la sabiduría, la templanza, el amor hasta el sacrificio de los padres por sus hijos, la entrega absoluta mientras crecen y hasta que puedan valerse por sí mismos… He sido testigo de todo eso. 

No solo siento admiración y un profundo respeto por el mundo natural, sino también, si cabe la expresión, amor. Y en mucho la naturaleza me ha ayudado; me acompañó, me cobijó en momentos de tristeza y zozobra; me dio respuestas cuando las busqué; calmó mis ansias de encontrar un rumbo, un camino. De niño la gocé inquieto, de grande llegué a emocionarme con su grandeza. Es por ello que la siento amiga. 

Se pierde en mi memoria el día en que comencé a ilustrar naturaleza, pero aún conservo mis incipientes anotaciones sobre cangrejos de río, aves diversas y cochinillas de la humedad o bichos bolita, más otras cuestiones que atraparon mi atención infantil. En esas hojas hay dibujos de niño hechos con lápices de colores. Después siguió una lenta autoformación, cierto estímulo de mis mayores y mi primera exposición, ya grande, un día de 2005. 

Así como muchos amigos generosos y hasta gente que no conocía se acercaron hasta mí con palabras de aliento y agradecimiento, también sucedió otras veces que supe de ciertos cuestionamientos. Llegó a mis oídos, por ejemplo, que alguien decía que el “arte” no era eso que hacía. Pero yo solo por equivocación utilizo, para definir mi trabajo, la palabra “arte”. Porque si el fruto de mi dedicación tiene algún mérito artístico, lo decidirá el tiempo y la gente común, que, con la distancia de los años, decidirá si mis obras sirven de algo o provocan en ellos alguna emoción. Por lo pronto, yo solo pinto; pinto lo único que deseo pintar, mi amiga la naturaleza. 

Esta exposición, “Mi amiga la naturaleza”, se compone de veintisiete obras, diez de las cuales son presentadas por primera vez al público, mientras las restantes corresponden a diferentes años, desde 2007 hasta 2017. Son todas escenas de la vida silvestre de nuestra región, Salta y el noroeste argentino, y el visitante encontrará en ellas muchas aves, ciertas mariposas y algún mamífero; todas esas especies fueron representadas en el ambiente en el que viven o que les es característico. Hay óleos, acuarelas, lápices acuarelables y obras realizadas con lápices de color. Estará habilitada hasta el 16 de noviembre. 

Sobre la pintura de naturaleza

Si se me pregunta en qué consiste pintar la naturaleza, puede tal vez parecer que la respuesta será obvia y, de hecho, lo es en cierto sentido, pero no en todos. 

Claro está que pintar la naturaleza es recrear, de manera bidimensional y con el auxilio de ciertas herramientas, entre las que pueden contarse pinceles, pinturas y papel o tela, las maravillas que nos rodean y que no son fruto del esfuerzo, el intelecto o la imaginación de los hombres, sino la manifestación de millones de años de evolución y, seguramente, de una fuerza creadora que está más allá de nuestra comprensión.

En numerosos países, como Canadá, Estados Unidos, Inglaterra, Suecia y Holanda, este tipo de expresión artística goza de una importante popularidad. La fuerza que la impulsa es el amor y admiración hacia el mundo vivo, y, en gran medida, en ella se dan la mano el talento artístico y la rigurosidad científica, aunque, como se comprenderá, tanto una cosa como la otra dependen de quién sea que desarrolle o cultive este género. 

Un pintor de naturaleza no es alguien que circunstancialmente pintó un cuadro en el que aparece un paisaje natural o un animal salvaje. Un pintor de naturaleza es alguien que mantiene con el medio natural un vínculo afectivo y del que posee un conocimiento más o menos profundo, que lo entiende y respeta y que trabaja para representarlo en una obra con pretensiones estéticas. 

El trabajo se desarrolla tanto “a campo” como en casa. En el medio natural se observa; se observa mucho y detenidamente. No se trata exactamente del mismo tipo de observación que el que desarrolla un entusiasta cualquiera de la naturaleza, porque el ojo del pintor se va entrenando –a veces sin que eso dependa de una decisión consciente– en la apreciación atenta y meticulosa del detalle y de su interacción con el conjunto. En otras palabras, el pintor de naturaleza va adquiriendo al mismo tiempo la capacidad de hacer una observación del detalle como del conjunto; a una visión de tipo reduccionista se le suma otra de tipo holístico. 

Algo extraordinario en el dibujo y la pintura de naturaleza es que nos enseña a mirar. Cuando se mira para dibujar y pintar, se mira de otro modo. Se mira profundamente. Uno se hace preguntas de este tipo: “¿cómo tiene las plumas de la cabeza esa ave?, ¿cómo es su pico?, ¿es muy largo o no tanto?, ¿dónde está posado?”. Desde ese punto de vista, dibujar y pintar es comprender, y eso representa una riqueza a la que seguramente no tofos acceden. 

Por supuesto, no se agota todo en la observación. A esta le sigue la interpretación de lo observado, que es fundamental, porque si lo que se quiere es proceder al paso posterior, que es la recreación, tendrá que ser el pintor capaz de saber qué fue realmente lo que vio… si es que verdaderamente lo vio. 

Es interesante a propósito de esto la mención del flamenco que pintara el famoso naturalista y artista John James Audubon (1785-1851). Aparentemente, él nunca tuvo la ocasión de observar flamencos vivos y debido a ello es que pintó al ave en una postura poco natural, con el extremo de su pico apuntando hacia abajo y no como en realidad lo usan estas aves. Los flamencos que se ven en un plano alejado, más pequeños en la obra, tampoco adoptan la típica postura de estas aves al bajar el cuello, por lo que puede concluirse que el pintor no conoció nunca a estas aves en libertad. Igualmente, sería injusto aquí no reconocer la grandeza de la obra de Audubon, que, como escribió Roberta J. M. Olson en Los grandes naturalistas (Robert Huxley, ed. Ariel, 1997), “tanto en sus escritos como en sus ilustraciones combinó la curiosidad del naturalista con la sensibilidad del artista y la expresividad del poeta”. 

No obstante, antes de proseguir, demos por sentado aquí que un requisito muy importante para ilustrar naturaleza es la observación directa del objeto, escena, paisaje o criatura que se intenta reflejar en la obra. Pero no solo eso, como ya se explicó, sino que se debe saber también el modo en que cualquiera de estos elementos interactúa con los demás. Eso nos inhibe, por ejemplo, de ilustrar una pava de monte en lo alto de la rama más expuesta de un árbol, porque sencillamente estas aves no se ubican allí, sino en la parte media de los mismos, o en todo caso en el suelo, a donde bajan a comer o a darse baños de tierra. 

En general, se le suman a la observación el estudio, la fotografía y la imaginación. Observo y busco información sobre lo observado, entonces estudio, y antes hago fotografías que me ayudarán a que quede un registro fehaciente de eso que vi y cómo lo vi y que me serán de utilidad en la posterior reconstrucción bidimensional que deseo realizar; luego, dejo volar la imaginación y supongo que a un ave en particular podría haberla sorprendido sobre esa ramita cubierta de musgos que roza el estanque, porque la vi en el palito de al lado, seco y carcomido por los años y sin demasiado para decir –o tal vez sí– de la belleza de la naturaleza. Y entonces se produce el pase de magia por el cual deja de obrar el naturalista y empieza a actuar el artista o aspirante a artista, hasta que el naturalista nuevamente interviene y le dice al oído: “¡Cuidado, eso que estás haciendo no es lo que ocurre allá afuera! Piénsalo bien”. Y así va surgiendo la obra, mezcla de ciencia y de arte, que concluye cuando el naturalista y el artista se dan la mano y se dicen que cada cual ha hecho un trabajo digno o al menos respetuoso de tanta maravilla. 

Igualmente, concluir una pintura de naturaleza no es terminarla, porque simplemente las obras no se terminan, sino que, como dijo alguien, se abandonan. Porque siempre se puede estar mejorando un cuadro; siempre se puede estar cambiando algo que no quedó tan bien, ya que, en definitiva, ninguna obra humana es comparable a la belleza de lo silvestre. 

Pero el desafío más importante al momento de plasmar una escena de la naturaleza será siempre el mismo; captar el espíritu de lo salvaje. Porque más allá de que sea ineludible la observación y muy importante la técnica, la obra será exitosa en tanto y en cuanto el pintor sea capaz de transmitir una mínima idea del impulso vital que anima la escena; algo que pueda mover a quien ve la obra a la emoción y a la reflexión; que le grite que la naturaleza es algo extraordinariamente hermoso y que debemos cuidarla. En eso consiste para mí, fundamentalmente, pintar la vida salvaje.