Tras comandar la colonización del poder judicial con hombres y mujeres de confianza, Urtubey busca asegurarle a la Corte que él formateó el carácter vitalicio del que gozan el resto de los jueces consolidando una oligarquía indiferente a los criterios democráticos y meritocráticos. (Daniel Avalos)
Fue el tema de la semana porque el propio gobernador lo puso sobre la mesa al anunciar un combo de proyectos sobre reforma judicial entre los cuales sobresalió uno: darle el carácter de “inamovibles” a los jueces de la Corte. Admitamos que el proyecto está inscripto en la linealidad de una gestión que mantuvo relaciones carnales con un Poder Judicial que hace años es noticia por haberse convertido en el coto particular y exclusivo de un centenar de apellidos que acceden a cargos judiciales claves porque suelen ser hermanos/as, esposas/os, cuñados/as o primos/as o amigos vinculados a personajes que ya ocupan puestos estratégicos en la Justicia misma o en el Ejecutivo. Ahora vuelve a pasar: la elegida (Susana Bonari) por el ejecutivo provincial para ocupar la vacante que queda en el máximo tribunal tiene vínculos con el presidente de ese órgano (Guillermo Catalano) y ambos como miembros de ese órgano podrán ser vitalicios si es que prospera el proyecto de Urtubey.
El proyecto según los expertos adolece de defectos insalvables (ver nota “Como sastre”), pero dejemos aquí de lado lo técnico jurídico para concentrémonos en algo que podríamos llamar estratégico-institucional y nos alerta que la Corte que puede adquirir el rango de vitalicia en los hechos, es para muchos la peor de la historia provincial reciente. Sí es tan así, es algo que no sabemos. Lo indudable, sin embargo, es que salvo honrosas excepciones que siempre tuvo la forma de mujer, los miembros de esa Corte se parecen poco a los viejos sabios de las tribus que por ser justamente sabios contaban con la facultad de ser el último reducto para la interpretación y aplicación de las leyes. Señalados más de una vez como diseñadores de listas blancas o negras que posibilitan el ascenso o descenso de determinados nombres en el poder judicial, objetos de acusaciones que aseguran que la interpretación que hacen de las leyes no siempre dan en el blanco no por ignorancia sino porque los yerros son hijos de una razón instrumental que resuelve casos según ayuden a mantener o agigantar el Poder, o protagonistas de causas que prescriben como ocurrió con el exintendente Sergio “Topo” Ramos, esos notables de la justicia parecen carecer del principio de autoridad que las altas investiduras deben conllevar.
Que esa condición sea más visible hoy que en otros momentos obedece a la propia obscenidad con la que se mueven y al avance de las tecnologías de la comunicación que lograron desplazar los velos que hasta no hace mucho ayudaban a ocultar una trama vergonzante. Ello explica que una parte importante de la ciudadanía descubriera que la Justicia está subordinada a un poder político que recompensa a quienes les sirven que así están dispuestos a descomprometerse con la búsqueda de la Verdad. Es cierto. La indignación que genera el explícito espectáculo no logra modificar una situación que en cambio desliza a la ciudadanía a un sinfín de dichos y frases hechas que evidencian la falta de asombro y hasta un sumiso dejar hacer: “Qué le vamos a hacer”, “Todo es posible”, “No se puede pelear con esto”, “Así es la vida”. Resignación que sin embargo ni oculta ni hace desaparecer la honda desaprobación que ese Poder genera entre esa parte de la población que finalmente sabe que lo indecoroso no es patrimonio exclusivo de la denominada “clase política” porque también lo es de una “clase judicial” que también decide las cosas a puertas cerradas, reuniéndose en las sombras con poderosos actores que exigen que se ponderen sus poderosos intereses.
Jueces que también pretenden que los ciudadanos sepamos sólo lo que ellos consideran oportuno que sepamos porque, simple y poderosamente, han privatizado la Justicia como cierta política ha privatizado lo público. Y aquí, otra vez, viene a nuestro auxilio la palabra oligarquía. No para ser usada como habitualmente la usamos, sino para recordar a aquel filosofo griego, Cornelius Catoriadis, quien en un libro desencantadamente titulado ¿Qué democracia?, afirmó que aquellos que comandan la supuesta democracia son en realidad una oligarquía porque han hecho de lo público un asunto privado y por no representar a nadie, salvo a sí mismos. Lo último explica a su vez que el poder judicial sea el más retrógrado de todos: un patriciado que ocupa la cumbre de la pirámide; un pueblo indistinto relegado a las tareas no profesionales; un entremezclado sector profesional que incluye a quienes deseosos de confundirse con los notables, aspiran a escalar posiciones para ejecutar lo que ese notable diagrama; y otros profesionales de la justicia que siguen esperando que el mérito sirva para ascender aunque, mientas tanto, deban sobrevivir, en ese ámbito hostil para el pensamiento moderno, haciéndose expertos en no decir explícitamente lo que en el fondo creen de ese territorio comandado por los linajes.
La obscena mecánica y la mayor visibilidad de la misma no atemperaron el ímpetu urtubeicista por convertir al mundo de la justicia en un mundo mudo e inmóvil. En ello radica la audacia “U”: en avanzar sin escrúpulos aun cuando los testigos se multipliquen; en avanzar sin reparar en los daños que ello genera a una Justicia cada vez más envuelta por un clima de desaprobación que es la materialización misma de eso que se denomina desprestigio. Tamaña audacia sólo puede ser hija de un firme propósito porque la audacia sin propósito es simple temeridad y Urtubey nunca ha sido un temerario. De allí que la curiosidad se imponga y nos arroje a indagar sobre la naturaleza de esos propósitos “U”.
La procedencia social del Gobernador ayuda a la aproximación. Después de todo, el hombre proviene de un sector que siempre se sintió dueño de ese Poder Judicial. Un sector que se autopercibe como continuidad de las antiguas familias, que dice haber aportado guerreros a la independencia nacional, que presume de resguardar una moral atada a los dictámenes de una Iglesia. Un sector que creyendo presenciar la decadencia de valores inmutables vio en la Justicia el ámbito estratégico para contener las ideas y lo valores indeseables de la época: educación laica, avance de derechos civiles, matrimonio igualitario, aborto no punible, etc. Un patriciado que en definitiva concibe a la Justicia como un dique de contención contra todas las leyes que representan creencias, valores y prácticas que se han desempolvado del conservadurismo.
Pero sería un error explicar el proceso apelando a esa sola dimensión. Y es que la actual conquista del Poder Judicial tiene también objetivos más terrenales y abiertamente políticos: contener en el futuro los seguros embates judiciales contra una gestión que va llegando a su fin. Es lo que ocurre con aquellos que preparan su retirada y desean acondicionar el terreno para sortear incomodidades futuras. Lo hacen sin complejo y horadando la credibilidad del todo democrático y afectando culturalmente a una sociedad que ve cómo lo que ingenuamente creía que era propiedad del conjunto -la Justicia- es en realidad propiedad de pocos. Una situación que sólo tiene chances de cambiar si los salteños muestran una capacidad de enojo mayor al demostrado que se vuelva la condición de posibilidad para que el viejo temor de Mariano Moreno no vuelva a reeditarse una y otra vez: “Si los pueblos no se ilustran, si no se divulgan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que puede, vale, debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas y será tal vez nuestra suerte cambiar de tiranos sin destruir la tiranía”.