A finales de marzo el gobierno dio su acuerdo a la designación de un nuevo obispo para las Fuerzas Armadas, cargo vacante desde 2007. El nombramiento conjunto de Macri y el papa Francisco es un retroceso.
El obispado castrense (institución que sólo existe en 35 países) es una de las 63 circunscripciones eclesiásticas a nivel nacional y cuenta con un plantel de 170 capellanes que tienen a su cargo lo que eufemísticamente se denomina la “atención espiritual” de los miembros del Ejército, Marina, Fuerza Aérea, Gendarmería y Prefectura Naval. Está integrado al organigrama estatal, su obispo tiene rango de subsecretario de Estado y los sacerdotes perciben un sueldo de las cuentas públicas. Fue creado en 1957 mediante un acuerdo entre el Vaticano y el gobierno dictatorial del general Pedro Eugenio Aramburu, como pilar fundamental de la estrategia eclesiástica de recristianizar la sociedad a través de su penetración en el Estado. La excusa: la población militar vivía en “condiciones peculiares” que dificultaban la atención pastoral diocesana, volviendo necesaria una diócesis particular que les diera un cuidado especial. El diagnóstico: en un país atravesado por la resistencia peronista y la expansión paulatina del marxismo, las Fuerzas Armadas eran el actor clave en la disputa de poder, por lo cual la tarea ideológica comenzaba en los cuarteles. El resultado: el obispado castrense fue partícipe necesario del surgimiento y sostenimiento de la última dictadura, a través de una intervención corporativa apoyada en criterios comunes, funciones reglamentadas, homogeneidad ideológica, recursos económicos del Estado y un planificado despliegue de sus sacerdotes en el territorio militar.
Según el artículo IV de dicho acuerdo, el obispo que dirige la institución es designado por la Santa Sede “previo acuerdo” con el presidente argentino. Así lo hicieron Pío XII con Aramburu, Juan XXIII con Arturo Frondizi, Pablo VI con Estela Martínez de Perón y Juan Pablo II sucesivamente con Reynaldo Bignone, Carlos Menem y Eduardo Duhalde. La presente coincidencia entre Bergoglio y Macri –en el año en que se cumple el 60º aniversario del obispado– puede entenderse en el marco de tres cuestiones:
Uno. La decisión es coherente con la política del actual gobierno en materia de Memoria, Verdad y Justicia. En poco menos de dos años se evidencia un fuerte interés por disputar el sentido de lo ocurrido durante la última dictadura y deslegitimar la lucha histórica de los organismos de derechos humanos (DD.HH.), alcanzando un explícito negacionismo en algunos de sus funcionarios. Ese clima de ideas acompaña una serie de medidas regresivas: freno a las políticas reparatorias, eliminación de la subgerencia de Derechos Humanos del Banco Central, que investigaba la complicidad financiera; reducción presupuestaria en la Secretaría de DD.HH. de la Nación y de personal en su Programa Verdad y Justicia; retraso en el curso de los juicios por delitos de lesa humanidad; gestiones del Secretario Claudio Avruj ante la CIDH para interesarla por la situación de los militares detenidos por crímenes de lesa humanidad; entre otras.
Dos. Vinculado a lo anterior, la lectura del pasado reciente que la alianza Cambiemos y la jerarquía eclesiástica comparten, pone nuevamente en el centro la idea de “reconciliación”, conteniendo y supeditando a ella los términos de memoria, verdad y justicia. Varios prelados en los últimos años han bregado por una “memoria completa”, término promovido por el actual pontífice cuando era cardenal. Esta remozada “teoría de los dos demonios” se replica en las recientes declaraciones del elegido para conducir la pastoral castrense, para quien los “errores” (sic) de las Fuerzas Armadas no deben llevarnos hacia una “justicia selectiva” y una “memoria parcializada”. Ponerse al frente de una “campaña de reconciliación” le permite a la Iglesia correrse del lugar de parte (en el genocidio) y ubicarse por encima del actual proceso de justicia: “los derechos humanos hay que vivirlos para todos”, dice el nuevo obispo de los militares, declarando su apoyo a la prisión domiciliaria de los genocidas condenados.
Tres. En 1992, cuando los efectos sociales de la política económica neoliberal comenzaron a hacerse evidentes y provocaron críticas desde algunos sectores eclesiásticos, el presidente Menem buscó profundizar las buenas relaciones con el Vaticano como escudo ante los cuestionamientos locales. En esa jugada, uno de los movimientos fue promover la actualización de la estructura normativa del vicariato castrense, elevando su jerarquía a obispado y habilitando su inserción en las fuerzas de seguridad federales. Las consecuencias del neoliberalismo pudieron más que las alianzas, y hacia el final de los años noventa una parte significativa del Episcopado se volcó hacia una denuncia activa socavando la legitimidad del gobierno menemista. Con este antecedente, es válido pensar que la decisión de Macri conlleva un objetivo similar en momentos en que crece la oposición a sus políticas y se resiente su imagen positiva. Por el momento los obispos mantienen una actitud discreta, pero la denuncia de la pobreza siempre está a la orden del día, sobre todo ante la evidencia de que seguirá aumentando.
Una institución desfasada
El nombramiento es un retroceso en varios planos, al margen de quien ejerza el cargo. Era esperable que el flamante obispo simpatice con la teoría de los dos demonios. Pero no determinante, porque no importa Santiago Olivera. Lo sustancial de la decisión del gobierno argentino es que revitaliza una institución que debería ser eliminada, porque afecta distintos aspectos de la democracia y la soberanía estatal.
Desde el retorno democrático hasta los primeros años del nuevo siglo, el obispado estuvo integrado –en los distintos estamentos– por sacerdotes que cumplieron funciones durante la dictadura, y todos dejaron la institución por haber cumplido la edad jubilatoria. Por su parte, la incorporación de nuevas generaciones de clérigos no implicó un alejamiento del encuadre ideológico sostenido en el pasado. Las instancias en que se organiza la formación de los capellanes (el Encuentro Anual del Clero Castrense, las Jornadas de Formación Permanente, el Curso Introductorio) reciben recurrentemente el aporte intelectual de los sectores católicos menos afectos a los derechos humanos, como son las universidades Santo Tomás de Aquino, Austral, Católica o Fasta.
En consonancia con esto, el obispado está notoriamente desfasado respecto de las transformaciones que desde finales del siglo XX vienen sucediendo en las Fuerzas Armadas, entre las que se destacan el gobierno político de la Defensa, la integración de los uniformados a la ciudadanía democrática y los nuevos sentidos de la carrera militar. Asociada desde principios del siglo XX a valores cristianos, la “carrera militar” fue alejándose de ese ideario y se impregnó de sentidos profanos como la apelación al futuro, la búsqueda de estatus profesional, la estabilidad laboral y la valoración del conocimiento académico. En la actualidad la formación apunta a infundir un perfil de servicio público sujeto a la Constitución Nacional y el Derecho Internacional Humanitario, modelando un cuerpo de profesionales preparados para defender al “Estado” y ya no a la “Patria” o la “Nación”. La presencia del obispado en las Fuerzas va a contramano de estas tendencias. Mientras se erosiona el sustrato religioso de la “misión” castrense, se sustenta una institución que trabaja para recuperarlo. Mientras se busca la integración de los militares a la sociedad civil, se ancla la atención religiosa en el lugar de trabajo. Mientras se promueve la asignación de derechos ciudadanos al personal, se sostiene el monopolio católico dentro de las fuerzas limitando la libertad religiosa.
El obispado castrense pone de manifiesto los limitados alcances del laicismo en nuestro país. Desde su conformación, el Estado argentino estuvo a mitad de camino entre lo laico y lo confesional, sin exaltar una religión oficial pero garantizando el predominio del catolicismo a través de legislaciones, prácticas, discursos, imágenes. Y recursos: además del sostenimiento mensual de los capellanes, la Iglesia cuenta con una partida presupuestaria anual, subsidios para 2500 colegios católicos, contribuciones especiales para instituciones y programas de caridad, asignación mensual a más de 100 obispos (Ley 21.950/79) y a casi 500 sacerdotes en zonas de frontera (Ley 22.162/80), subvenciones a 28 seminarios (Ley 22.950/83), pasaportes a cardenales y obispos, subsidios para refacciones de templos y exención de impuestos inmobiliarios. Los gobiernos kirchneristas adoptaron una posición relativamente independiente respecto del poder eclesiástico, en el marco de medidas coyunturales. El conflicto con el obispo castrense Antonio Baseotto <https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-48676-2005-03-19.html> en 2005 es un ejemplo de ello. Pero más allá de ciertos funcionarios y legisladores, no hubo ni hay una voluntad política mayoritaria interesada en elaborar propuestas para suprimir las prerrogativas del Vaticano que afectan nuestra soberanía estatal.
Es inadmisible la pervivencia, en el ámbito estatal, de una institución creada por un gobierno de facto; que creció exponencialmente durante gobiernos militares; que legitimó la violencia estatal contra la sociedad; que mantuvo en sus cargos durante los años democráticos a capellanes de represores; que protegió a aquellos acusados de participar en crímenes de lesa humanidad; que nunca formuló una autocrítica; que sobre toda esa base forma a sus nuevos miembros; que corroe los cambios progresivos que atraviesan a las fuerzas armadas; y que traspasa los límites de nuestra soberanía. Si se le preguntara, no podría responder a la elemental pregunta de cómo colabora con la profundización de la democracia.
Fuente: Página 12