Se cumplen 41 años del Golpe de 1976 que implementó en el país centros clandestinos de detención y la desaparición de personas. El torturador fue pieza macabra en ese entonces y en Salta el policía Joaquín Guil, sintetizó la saña represora. (D.A.)
Conviene recordar que aun cuando nuestro país sufrió varios golpes de Estado a lo largo del siglo XX, el concretado el 24 de marzo de 1976 se diferenció de los anteriores por un tipo de brutalidad que dio origen a elementos que antes no habían existido como plan sistemático: me refiero a la instalación de centros clandestinos de detención y la desaparición de personas.
En ese contexto macabro, no puede sorprender que la saña de los torturadores se destacara por una violencia sin igual. Joaquín Guil sintetiza en Salta los muchos pliegues de ese sadismo que la dictadura consolidó en marzo de 1976. Por ello, aunque él no fue el único represor-torturador, la mayoría de quienes sufrieron o conocieron la represión en Salta lo identifican como el portador patológico del mal, el torturador por excelencia.
La relación de Guil con la tortura fue precoz y quedó registrada en una publicación de mayo de 1973 titulada “Proceso a la explotación y represión en la Argentina”. Se editó en plena primavera camporista cuando las organizaciones populares creyeron que tras el triunfo del 11 de marzo de 1973 el cielo estaba al alcance de las manos.
Entonces el Foro de Buenos Aires por la Vigencia de los DDHH quiso ajustar cuentas con los crímenes de la dictadura que se inició con Onganía en 1966 y culminó con Lanusse en 1973. Publicó 222 páginas de testimonios de personas y organizaciones que habían padecido un tipo de represión brutal luego opacada por la brutalidad mayor de los grupos de tareas de 1976.
En ese libro del 73 ya aparece Guil. Fue denunciado por el metanense Antonio Villanueva, detenido en Salta en 1972 quien testimonió lo siguiente: “… me llevaron directamente a la central de policía y allí me recibe el Oficial Pastrana, quien me da los primeros golpes al tiempo que me pregunta por mi dirección. Me llevaron a una pieza donde está el inspector jefe de la policía de la provincia, creo que se llama Joaquín Guilly, y este me golpea en el estómago hasta tirarme al piso. Después me desnudaron y con mi pañuelo me vendan los ojos mientras me amenazan violarme. Tras nuevos golpes me ponen los pantalones hasta las rodillas, me obligan a ponerme en cuclillas y con algo que se parece a un aerosol me rocían con ácido los genitales y el ano. Me suben los pantalones (‘para que no se vaya el gas’ dicen) y me sostienen para que me quede quieto. Debido al dolor termino por soltarme y me arrastro por el suelo. Me levantan tirándome de los pelos y me golpean en el estómago durante una hora aproximadamente. (…) A las cuatro y media de la mañana llega la Federal y se va la Policía provincial” (pp. 151-152).
Cuatro años después, el 14 de octubre de 1976, Villanueva fue secuestrado en Buenos Aires engrosando desde entonces la lista de desaparecidos. Joaquín Guil, mientras tanto, perfeccionaba su perverso arte: torturar para que la víctima hable, delate y traicione mientras él, torturando, se entregaba a una fiereza y un sadismo sin retorno.
Actualmente el torturador está condenado y habría que hacer fuerza para que esos reclamos de revisar lo actuado en la década anterior en materia de juicios a delitos de lesa humanidad no permitan que personajes como estos evadan el lugar donde deben estar: la cárcel.