De los 34 salteños caídos en Malvinas, 27 yacen en el mar del Atlántico Sur y 2 en el cementerio de Darwin. Estos últimos están sepultados en las dos únicas fosas comunes que existen en las Islas: Marcelo Lotufo y Luis Guillermo Sevilla. (Daniel Avalos)
Jorge Alfredo García es un tipo humilde, de hablar pausado. Anda arañando los 60 años, es de color tierra como lo somos la mayoría de los salteños y peina una caballera tupida salpicada de canas más bien gruesas que de cuando en cuando, mientras habla de Malvinas, alisa hacia atrás sin mucho éxito. Es el presidente del Centro de Ex Combatientes en la provincia, institución a la que parece interpretar como una especie de hermandad irrompible conformada entre los que sobrevivieron a los helados campos de batalla del mar y territorio austral en donde el silbido de las balas, los bombardeos, las llamas, los heridos, los cadáveres y la acechanza permanente de la muerte terminaron por desarrollar en poco tiempo un tipo de relación con el compañero que a otros puede tomarnos años.
García recibe a Cuarto Poder en la sede de calle Córdoba 782 y nos ilustra sobre los salteños y Malvinas: 617 veteranos censados en Salta. La mayoría de ellos nacidos acá, algunos oriundos de otras provincias pero que ahora residen en la provincia y otros que también son salteños pero hace tiempo rumbearon a otros puntos del país. Entre el 65% y 70% prestaron servicios durante el conflicto en la Marina, donde el propio García ingresó a los 17 años. No había en él vocación militar, sino más bien el deseo profundo de escapar a la amenaza de la pobreza que sobrevolaba a su familia con unos padres que libraban una batalla cotidiana para sostener cinco hijos.
Entonces Jorge dejó Villa Primavera para incorporarse a la tristemente célebre Escuela de Mecánica de la Armada en 1980. Dos años después y con el rango de Cabo 2º del Cuerpo de Comunicaciones recibió su primer destino: el Crucero ARA General Belgrano, a bordo del cual partió el 16 de abril de 1982 hacia el teatro de operaciones con una misión precisa: interceptar comunicaciones inglesas que permitieran esbozar los movimientos y planes del enemigo.
El ARA General Belgrano era todo un mundo según García. Tan grande que había lugares que él desconocía como desconocía también a cientos de los 1.093 tripulantes que el comandante del crucero en aquel periodo, Héctor Bonzo, registró para un libro de su autoría al que tituló con ese número. Como todos los mundos, el ARA también daba sorpresas. Una de las buenas ocurrió en marzo de 1982 cuando el barco seguía anclado al continente: se cruzó con Elio Moya, un amigo de Villa Primavera que haciendo la colimba fue destinado al crucero.
Los conocidos del barrio volvieron a encontrase el 2 de mayo cuando el conflicto ya había estallado y ellos surcaban el Atlántico Sur. Mate de por medio hablaron del barrio y de los “zafarranchos” de “combate” y “abandono” al que se habían habituado en alta mar. Los primeros se activaban cuando una sirena potente pero entrecortada indicaba a los tripulantes que estuviesen donde estuviesen, debían dejarlo todo para dirigirse a los puestos de combates establecidos; los segundos se anunciaban por la sirena igual de potente pero dilatada en el tiempo que ordenaba agilizar disciplinadamente los movimientos para abandonar el crucero.
Allí, entre mate y mate, otro hecho inesperado, esta vez de los malos, los sorprendió: “Sentimos la explosión. El barco como que se levantó y volvió a caer. Luego las luces que se apagaron, el humo denso y un olor pesado a hierro, pólvora y cosas quemadas que penetraba todo. Desde allí fue usar algún conocimiento que tenía pero sobre todo puro instinto”. En el relato la palabra “instinto” cobra enorme dimensión: avanzar hacia la supervivencia sin pensar en nada. García no se avergüenza de haber actuado con ese impulso entre inconsciente y clarividente sin el cual, parece creer, sólo hubieran quedado un puñado de tripulantes.
Por eso narra que Elio Moya corrió en dirección a su lugar en el barco y que él se impuso llegar a cubierta como paso imprescindible para sobrevivir. Corrió dos pisos hacia arriba y una vez en cubierta se instaló en la radio principal que se convirtió en una atalaya que le permitió ver el horror: marinos que emergían desesperados desde el interior del crucero a la cubierta, algunos sosteniendo heridos que gritaban y otros tratando de apagar las llamas que devoraban los cuerpos que insistían en huir de esa mole de acero que terminaría convertida en un gigantesco ataúd para la mayoría de los 323 argentinos que murieron tras el ataque del submarino nuclear británico HMS Conqueror: 25 de esos muertos habían nacido en Salta y según el libro de Héctor Bonzo, se recuperaron los cuerpos de sólo 22, cuatro de los cuales eran salteños: Bernardino Campos, Ramón Fabián, Omar Madrid y Ricardo Torres.
El resto de los salteños caídos quedaron sepultados en las heladas aguas del Atlántico Sur aquel domingo 2 de mayo de 1982: José Chaile, Luis Flores, Ricardo Gallardo, Juan Gómez, Ignacio González, Ramón Gutiérrez, Isaac Jira, Carlos Medina, Ricardo Paz, José Ramírez, Hilario Ramos, José Rodríguez, Jorge Ruíz, Ricardo Torres, Omar Vargas, Jorge Vélez, Martín Vetancu, Mario Vilca Condorí, José Villegas, Mario Zabala, Ramón Salazar y Marcos Lamas; éste último un joven de 16 años que partió a Malvinas por haber ingresado a la Escuela de Mecánica de la Armada con 15 en 1981, tal como era posible en aquel entonces.
Cementerio de Darwin
En las Islas Malvinas se encuentra el Cementerio de Darwin. En él yacen 238 soldados argentinos en un total de 230 tumbas. En las lápidas de 123 de estas últimas se lee lo siguiente: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. Las 115 restantes llevan el nombre y apellido de los caídos. En el año 2012 el sitio web del diario Clarín produjo una infografía animada del cementerio argentino que permite al visitante web recorrer las tumbas y conocer las historias de los combatientes identificados.
El salteño que decida hacerlo, se encontrará con una particularidad: de las 230 fosas sólo 2 son comunes y en cada una de ellas yace un coterráneo: Marcelo Lotufo y Luis Guillermo Sevilla. El primero había nacido el 7 de septiembre del 1948 en nuestra ciudad, le decían Pelusa y egresó de la Escuela de Aviación Militar en 1971 y en 1981 pasó a la II Brigada Aérea. Casado con Alicia Brigada fue padre de Marcelo César; el 7 de junio de 1982 se montó con 4 compañeros a un Leart Jet civil que debía sobrevolar la isla Gran Malvina para realizar reconocimientos fotográficos. A las 9,15 de la mañana la nave fue alcanzada por un misil AIM 9L HMS disparado desde el destructor británico Exete. Pese a las maniobras realizadas por el piloto la nave se estrelló sobre la Isla Borbón al norte de Gran Malvina. Los restos de Lotufo comparten la fosa con los tripulantes del avión: Rodolfo Manuel De la Colina, Juan José Ramón Falconier, Francisco Tomás Luna y Guido Antonio Marizza. Así lo indica la infografía animada publicada por Clarín aunque publicaciones web de la Fuerza Aérea aclaran que aun cuando en la placa se inscribieran los nombres de los cinco tripulantes, en la fosa se enterraron sólo dos cuerpos por no haberse encontrados los restos de los tres restantes.
La historia de Luis Guillermo Sevilla tiene un signo trágico mayor. Según la reconstrucción biográfica realizada por Clarín en el año 2012, Luis Guillermo era de esos hombres a los que la vida parece empeñada en molestarlo. Había nacido en Rosario de la Frontera el 17 de septiembre de 1963 y a los dos años, él y su madre fueron abandonados por su padre mientras la última estaba embarazada de su hermana Miriam. Comenzó allí un derrotero que culminó en Malvinas: estuvo interno en una guardería y luego en un hogar hasta los 10 años, fue cargador de carbón, limpiador de almacén, verdulero y albañil con el fin de ayudar a su madre y hermana. Con el mismo objetivo viajó a Buenos Aires en busca de un futuro mejor hasta que el 8 de enero de 1982 ingresó al servicio militar en la escuela de Aviación Civil de Córdoba. Tres meses después estaba en plena guerra ocupando el puesto de Policía Militar en Goose Green. Murió defendiendo la base aérea “Cóndor”, el lugar donde operaban los aviones Pucará. Ocurrió el 28 de mayo de 1982, cuando tenía apenas 18 años. Fue ascendido a Cabo Post Mortem y recibió la medalla “La Nación Argentina al Valor en Combate” fue declarado “Héroe Nacional” en 1998, le otorgaron también la medalla “La Nación Argentina al Heroico Valor en Combate” y una calle en Paraná y otra en Mar del Plata lo honran con su nomenclatura. Comparte una fosa común en el sector norte del cementerio con el porteño Héctor Walter Aguirre, el santiagueño Mario Ramón Luna y el entrerriano Julio Ricardo Sánchez, quienes cayeron con él defendiendo la base. Allí dicen que el salteño descansa en paz, aunque a algunos nos quede la desoladora sensación de que Sevilla era de esas personas que a pesar de su fuerza excepcional había sido doblegado por enemigos tan poderosos como el abandono, la exclusión, la pobreza y un gobierno militar que tirano en el campo de entrenamiento se tornó cobarde en la trinchera de combate.
De vuelta a casa
Tras observar desde la cabina principal de comunicaciones del ARA General Belgrano el espectáculo dantesco que se sucedía en la cubierta del crucero, el superior de Jorge Alfredo García le ordenó cargar su salvavidas, amarrar una bolsa con elementos de supervivencia e ir en busca de la balsa que cada tripulante tenía designada para casos como ese. El salteño no llegó a la suya. La mole de acero estaba decididamente ladeada y su balsa había quedado en el extremo que se empinaba. Esto, más la lluvia, el viento y el petróleo derramado en la cubierta hicieron del intento una empresa imposible.
Decidió entonces literalmente deslizarse hacia el otro extremo donde terminó montándose a una balsa que maltrecha les sirvió a los seis tripulantes para alejarse del buque en picada hasta que por fin pudieron saltar a otra en mejores condiciones que amontonaba a varios náufragos que durante 28 horas rezaron, se alentaron y celebraron el vuelo de un avión que planeó sobre ellos arqueando las alas para uno y otro lado informándoles que los había visualizado. Finalmente el “Aviso Francisco de Burruchaga”, uno de los buques viejos que hacían de apoyo logísticos a los de guerra, los rescató del mar y los depositó en Ushuaia hasta que con los días partieron a Bahía Blanca donde se enteró de la muerte de su compañero de promoción Juan Carlos Bollo y se alivió al saber que Elio Moya estaba vivo.
Tres años después pidió la baja de la Marina: las mezquindades en la conducción de la guerra ya eran cosa probada, la vergüenza de la ESMA ya estaba siendo enjuiciada y la precariedad de los ingresos no prometían sacarlo de la pobreza por la que había ingresado a la marina en 1980, con sólo 17 años. “Volvimos y estuvimos solos. Recién en 1991 el Estado nacional nos reconoció con una pensión aunque acá Roberto Romero y Ulloa nos dieron una mano. El primero suministrándonos la obra social del IPS y buscándonos trabajo y Ulloa donándonos esta casa donde funciona el Centro”.
Así terminó el encuentro de Cuarto Poder con García, recordando de nuevo a los que pelearon en las islas. “Ni Los chicos de la Guerra ni Iluminados por el fuego [dos películas nacionales que recrearon el conflicto bélico]”, enfatiza García que aclara: “ellas hacen referencia a cuestiones que pudieron ser propias de experiencias particulares aunque en general los que pelearon lo hicieron con hombría. Lo reconocieron hasta ellos…”, vuelve a enfatizar el veterano recordándonos que si alguien desea saber cómo ha luchado siempre es mejor preguntárselo al enemigo más que del amigo.
La Patria
En el sector norte del Cementerio Argentino de Darwin una tumba lleva estampada una inscripción singular. Es la del soldado porteño Marcelo Gustavo Planes, quien murió en el cruento combate del 14 de junio con los “Para 2” ingleses en Wireless Ridge, luego de que las posiciones argentinas cayeran en Darwin y Goose Green.
En la lápida de Planes su madre escribió: “Lo que la tierra absorbe, el viento no se lo lleva. La sangre de nuestros hijos abonó la tierra de Malvinas. Por eso fueron, son y serán argentinas”. Además de pasión narrativa, la frase posee vuelo teórico en torno a la noción de Patria: no en la acepción que la ve como pura geografía vacía, abstracta y sin humanidad; sino más bien aquel territorio en donde actores de carne y hueso desarrollándose van protagonizando un devenir y un drama que consustanciando territorio y experiencia humana da lugar a lo nacional.
De allí que miles de combatientes y casi 700 soldados muertos en nuestras islas del Atlántico Sur hayan legitimado en una dimensión que trasciende lo estrictamente geográfico el reclamo de nuestra soberanía.