Una de cal otra de arena

 

ALEJANDRO SARAVIA

 

A menudo se oye reiterar aquel interrogante contenido en la mejor novela de Vargas Llosa, “Conversación en la Catedral”, “¿Cuándo fue que se jodió el Perú?”, pero aplicado a nuestro país. Algunos cifran esa desdicha en los 30 del siglo pasado, otros, como Milei, hace 100 años, coincidentemente, y paradójicamente, con los años en que gobernaba Marcelo T. de Alvear, considerada por muchos la mejor presidencia argentina.

Quizás Milei pretenda referirse a que eso sucedió cuando se sancionó el voto secreto, universal (masculino) y obligatorio que consagrara como presidente a Yrigoyen en 1916 por fuera de aquel supuesto despotismo ilustrado de épocas anteriores en la que los presidentes eran seleccionados en tertulias amistosas, o no tanto, por un grupo de notables. Quizás sea el modelo que él y su triángulo de hierro añoran.

La cuestión es que, en estos días, la periodista del diario La Nación de Buenos Aires, Luciana Vázquez, le hizo una entrevista en “La repregunta” a Carlos Waisman, un licenciado en Sociología de la UBA y doctorado en la Universidad de Harvard y profesor en la de California. Es decir, un argentino radicado, como muchos, en otro país, en el caso Estados Unidos.

La circunstancia de leer esa entrevista me recordó un libro escrito por el mismo Carlos Waisman en 2006, “Inversión del Desarrollo en la Argentina”, que recomiendo fervorosamente previa aclaración: inversión, en ese libro, está dicha en el sentido de reversión, de retroceso. La tesis de Waisman es que nuestro estancamiento deviene de la década del 40, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, cuando en economía se estableció un proteccionismo extremo y absoluto para industrias sustitutivas de importaciones, y, en el régimen politico, una estrategia corporativista incluyente dirigida a la clase trabajadora. Allí, en esa época, según este autor, perdimos el tren de los países de “asentamiento reciente”, como los llama, como Australia y Canadá. Para graficarlo, quizás nada mejor que una frase de Winston Churchill dedicada a nuestro país: “Argentina, dijo en 1944, ha elegido flirtear con el mal, pero no sólo con el mal sino con el lado perdedor…”

No sólo eso dice Waisman, más adelante pero en la misma dirección, caracterizando a la dictadura militar de los 70/80, sostiene que ese régimen emprendió el ataque más sistemático contra los intereses de la coalición industrial no competitiva y sus obreros mediante la sobrevaluación de la moneda y la baja de aranceles, lo que produjo bancarrotas masivas, caída del salario real, desempleo y, por primera vez en la Argentina del siglo XX, la formación de un gran sector informal.

Hubo, dice, dos políticas que intensificaron las tendencias al estancamiento de la economía y desarticularon los remedios intentados: la acumulación de una enorme deuda externa y la utilización de una extrema e indiscriminada fuerza represiva en la política nacional. La deuda ha modificado los parámetros del desarrollo económico argentino ya que el servicio de la misma en los 80 requería montos superiores a los producidos por nuestras exportaciones. A su vez, la indiscriminada represión deslegitimó al Estado como sede monopólica del ejercicio de la violencia en el sentido de Weber.

Está claro que la política de Milei, aparentemente destinada a hacer de nuestra economía un sector competitivo internacionalmente, exige, más que una motosierra, un bisturí, instrumento que ya está demostrado no es de uso de los actuales ni de los anteriores encargados. Está claro, también, que el actual modelo, incluso de salir bien, lo que está en discusión, podrá ser usufructuado por un 20% de nuestra población. Mientras, por si las moscas, las fuerzas represivas se exhiben…

Hay otro tema que pongo en consideración con vistas a lo ocurrido en Bahía Blanca. La obra pública. Ha quedado en evidencia que en la década virtuosa de los altos precios de nuestras exportaciones, es decir en la primera década kirchnerista, esos excedentes no se destinaron a eso, esto es, a superar los cuellos de botella en cuestiones de infraestructura y obras públicas indispensables. En el mejor de los casos fueron dilapidados, en el peor fueron robados. Pero las obras siguen ausentes y siguen siendo necesarias. A pesar de ello, Milei dice que el Estado no las va a hacer porque las obras públicas se prestan a desfalcos.

Si en las obras públicas hechas por el Estado se producen esos ilícitos, la justicia, la eterna ausente, es la que debe actuar y cortar con ellos. Sin embargo, el propio Milei postula para la Corte Suprema al juez que es paradigma de los jueces que nunca actuaron en contra de los que se enriquecieron con las obras públicas y de aquellos jueces que usufructuaron su cargo judicial privilegiado para enriquecerse, al menos, sospechosamente. Estoy hablando, claro está, de Ariel Lijo.

Es otra inconsecuencia más y, en verdad, ya son muchas, en nuestra historia y en nuestros días.