Es una iniciativa conjunta de las áreas de Justicia y de Salud de Córdoba; se realizan tratamientos individuales y grupales para cambiar conductas; alto impacto del consumo de drogas y de alcohol.
«Me detoné: le pegué un patadón a la puerta y entré. Gritaba y pasó?» Lo que pasó fue que Mario, de 41 años, golpeó a su mujer. Esa noche ella se cansó y llamó a la policía. Él estuvo diez días preso y tiene una restricción de acceso al hogar. Desde hace algo más de dos meses asiste al Centro Integral para Varones en situación de violencia de género que funciona en esta ciudad.
Después de 21 años en pareja y con cinco hijos, Mario (no es su nombre verdadero) cuenta a LA NACION que los episodios de violencia -sobre todo verbal y emocional- se fueron acrecentando. «Gritos, maneras de tratar, querer siempre imponer lo que yo quería, mi forma de pensar. Ella reclamaba y a mí no me importaba», admite.
El centro -una iniciativa en conjunto de los ministerios de Justicia y de Salud- atendió entre el 1° de julio y el 16 de agosto a 160 hombres; el 90% llegó por derivación judicial. Ocho de cada diez tienen menos de 50 años; casi todos, oficio o profesión.
La mayoría son agresores, aunque hay algunas víctimas. En esos casos se redobla el trabajo para detectar si quien llega enunciando esa característica no busca «cubrirse» de una eventual denuncia.
El psiquiatra Jorge Ibáñez, coordinador del área clínica, explica que la novedad es la tarea en conjunto no sólo con la mirada de la violencia de género, sino con un enfoque de salud: se diagnostican trastornos psíquicos o adicciones que requieren tratamiento. «No se trata de «psiquiatrizar» la conducta y la violencia, pero es importante detectar esas alteraciones y tratarlas», sostiene.
Mario dice que el consumo de cocaína y de alcohol lo llevó a la «locura total». «Yo vivía contra el sistema, creía que era rebelde pero que no le hacía mal a nadie. Trabajaba, compraba lo necesario para la casa y el resto era rock, Indio Solari», cuenta. Las peleas, dice, eran siempre por su estilo de vida.
«¿Qué se te pasó por la cabeza cuando le pegaste?», le pregunta LA NACION. «No pensé… Desde que llegó el patrullero le di vuelta a eso, a por qué no paré. Estaba enojado conmigo. Cuando veía noticias de violencia yo creía que «nada que ver conmigo», como creemos todos.»
El psicólogo del centro Sandro Comba explica que tras las entrevistas individuales comienzan los grupos de reflexión: «Lo primero es cortar el ciclo de la violencia. Frenar el paso al acto, ayudarlos con técnicas y herramientas simples para que piensen antes de actuar, desde salir a tomar aire hasta contar; tienen que registrar su propio cuerpo, percibir que van a reaccionar».
Señala Comba que los hombres también sufren después de la violencia: «Sufren por sus ideas, porque creen que lo que hacen está bien, porque entienden que son los guías de la familia y que pueden orientar incluso golpeando. Estamos acá para cuestionar esa cultura; el impacto sobre la subjetividad lleva tiempo, pero hay que lograrlo».
Mario fue «descubriendo» que nada estaba bien. Hace poco le mencionó a uno de sus hijos que «nunca» le había pegado. «Pero con vos no se podía hablar», fue la respuesta. «A mí me parecía que ir a una picada de motos, tomar una cerveza y escuchar rock era ser buen padre», dice. A los grupos de reflexión, Mario suma el tratamiento de la adicción. Su objetivo es volver con su mujer.
Sanar el vínculo
«Ya sé que soy el malo de la película -relata-. La primera vez no sabía ni qué iba a hacer acá; de a poco me fui soltando y hablando. Cuando veía noticias no me daba cuenta de que yo estaba al borde del golpe, hasta que pasó.» Como fue de los primeros en llegar al centro, observa la dinámica. «Es una epidemia», se anima a definir.
El psiquiatra Ibáñez repite que la clave es que los hombres advierten que en el centro no se los juzga, no hay una mirada prejuiciosa: el objetivo es el cambio de conducta. «En algunos casos no se puede volver atrás, regresar con la misma pareja, pero siempre hay que cambiar para adelante, para modificar el vínculo», explica.
El centro trabaja en coordinación con la Justicia y con el polo donde se atiende a mujeres víctimas; hacen seguimientos de los casos e intercambian información con quienes tratan al resto de la familia.
Comba e Ibáñez coinciden en que hay factores de riesgo, como la vulnerabilidad social, la violencia en la familia, la cultura machista, pero ratifican que en algunos casos existen patologías que hay que estabilizar para poder avanzar en los otros niveles. «El psicótico es violento, pero elige a la mujer para golpear porque su decisión está atravesada por la cultura», aporta Comba.
Ibáñez sostiene que hay distintos niveles de intervención que no se anulan; la prevención que hay que hacer con niños; el diálogo y la modificación de pautas anteriores a los traumas y los cambios que hay que buscar también con los hechos consumados.
«No sé si alguna vez uno está curado. Sólo el que lo vivió sabe de qué se trata; hay un machismo inculcado. Yo me desentendía de todo. Ahora sé que para recuperar a mi mujer tengo que hacer un cambio. Para eso me ayudan acá, me dan herramientas. Si hubiera seguido de la misma forma podría haber terminado igual que los condenados para siempre», resume Mario.