EDITORIAL Por Franco Hessling

Lo particular de escribir periodismo sin pretensiones de objetividad, aunque sí de ética, es que la realidad propone situaciones tan inverosímiles que se vuelen plausibles de literalidad. Alguna vez en este semanario se ironizó con la doctrina policial de la portación de rostro creando una historia socarrona sobre un muchacho que, desgraciado en suerte, cargaba con cara de delincuente: “El hombre cara de antecedente” (edición del 22 de octubre de 2016). El riojano Evaristo Canepa aspiraba al Guinness por tantas capturas, demoras y detenciones sin condena que había experimentado; radicado en Buenos Aires, confesaba que los innumerables encuentros con el personal policial lo habían hecho deducir que su tez oscura era un elemento que sumaba a su talante de sospechoso. 

El fin de semana pasado en Orán se dieron 240 detenciones en las que el personal policial consideró que las y los demorados estaban contraviniendo la vida en comunidad. En sólo dos días, en una ciudad con 62 mil empadronados en las últimas elecciones (digamos, con 62 mil mayores de edad), se detuvo a cientos. La gran mayoría estuvo demorada, 219 de los 240 detenidos/as, sólo una minúscula porción recibió cargos que seguirán un curso judicial. El resto sólo pasó el fin de semana, o algunas horas durante éste, preso sin causa ni delito alguno. El escudo legal: “contravenciones”, la inverosímil realidad: cientos de presos por cara de antecedente, por presuntos (presunción policial) sospechosos. Virtuales delincuentes, en un doble sentido: tanto porque podrían volverse delincuentes o porque son considerados delincuentes por sus intervenciones virtuales (el Ministerio de Seguridad de la Nación ha emprendido operativos y detenciones a causa de publicaciones en redes sociales manifestándose contra el presidente y/o sus edecanes). 

Durante el mismo lapso, el fin de semana que pasó, una razzia policial arrasó con un grupo de jóvenes que compartía un rato en Limache. Uno de los que fue cargado por la Policía contó que, tras algunas horas y cierto diálogo establecido con su verdugo personal, éste admitió, solapadamente y balbuceante, que la orden era “llevarse a todos los que estuvieran en la calle”. Y, asistiendo a ese abuso de poder, el Código de Contravenciones de Salta les dio cobertura legal para ejecutarlo sin temor a futuras exoneraciones: tomarse una birra en la vereda es una contravención. Si es un termo, ningún Evaristo tendrá tiempo de aducir que “es tereré” antes de ser cargado en el patrullero. 

Empero, el abuso de poder se revela incluso para los amantes de la ley cuando se registran otros hechos en los que no hay cobertura legal que ampare el exceso. Un joven de unos treinta años, anteojos, cabello corto y estatura media-baja, caminaba el martes pasado en cercanías de la terminal de ómnibus. Sin sospechar que su faz pudiera haberse convertido en uno de los semblantes estudiados por la Policía como portación de rostro, lo tomó por asalto una situación en la que debió tener mucha paciencia para sortear la incisión de los efectivos. No lo llevaron pero lo demoraron hasta que comprobaron que no tenía antecedentes pese a su cara. 

Sería abúlico plantear que muchas de las distopías de Orwell y Huxley han cobrado cierta vigencia en nuestros tiempos; de tan trillado, ese análisis se ha vuelto simplista. Llevemos el planteo a un terreno más situado: los hechos aquí retratados, sin mencionar gatillo fácil ni represiones, tornan tragicómica la vida de cualquiera que viva bajo el vintage dictatorial de la ex peronista de izquierda: Patricia Bullrich. Lo tragicómico es que cada vez arraiga más la idea de que todos somos sospechosos hasta que demostremos lo contrario. 

Igual que lo que ocurre en Brasil por estos días con la detención del dirigente Lula da Silva, la presunción de inocencia ha sido subvertida por una presunción de sospecha. Y los institutos legales, sean del derecho escrito o de la estructura política, se han elastizado de tal forma que causan más temor que las y los “delincuentes” abatidos en las calles. El peso de la ley está siendo blandido por un poder descarnado, celoso de las libertades democráticas y de compartir la riqueza, aunque más no sea con métodos de redistribución que no tengan como horizonte la igualdad. Manipulan la ley y los consensos sociales establecidos, como la Memoria histórica contra el genocidio que empezó en el 76, contra cualesquiera que pretendamos ir contra esos proyectos de restricción de la libertad y concentración de la riqueza. 

Mientras tanto, dos placebos aquietan cualquier escrúpulo que pudieran presentar los sectores que apoyan esa impronta: las elecciones, que también tienen la virtud de sosegar a algunos de los opositores de Cambiemos, como el peronismo-kirchnerismo y su reciente #Hay2019, y la sensación de que la desmesura en la violencia es una especie excéntrica de patriotismo en democracia. Al calor de esta última idea es que masivas fracciones sociales que están por fuera de los beneficios directos de esta casta gobernante terminan por apoyar la virulencia estatal. En paralelo, esa casta propende a minimizar los alcances de su círculo de protegidos, por lo tanto, va ampliando su rango de vigilancia. Las grandes mayorías hemos sido convertidas en Evaristos.    

El remozamiento de las doctrinas del enemigo interno -subversivo- y la seguridad nacional son el gatillo fácil y la presunción de sospecha. Eso en el plano discursivo, en el plano de los hechos, para colmo, no gravitan las doctrinas ni lo que digan los textos legales, sean progresistas, revolucionarios o punitivos. Importan las órdenes que la cadena de subordinaciones derrama desde los puestos de responsabilidad política, y la línea que se está bajando es que hay premio para los que castigan. Las fuerzas actúan licenciosamente contra la población común. Ante la duda, disparar. ¿Fue un error? Persignarse y seguir con la convicción de que mejor una muerte que un/a virtual delincuente suelto/a. 

De una u otra forma es una manera explícita de cumplir con una promesa de campaña: pobreza cero. Hay cada vez más pobres pero sus vidas poco importan, que se mueran. Si no mueren, se los mata.  

¿Quién nos manda a tener cara de antecedente?