Por miedo a quedar como impulsores de un ajuste, más allá de que la propuesta fuera planificada, ordenada, consensuada y equitativa, el abordaje integral del problema se deja para otra oportunidad. Por Valeriano Colque

Los gobiernos no están dispuestos a asumir ese desafío y la sociedad no termina de entender cuán devastadora es la inflación, aunque sufre la pérdida del poder adquisitivo de manera permanente. La mayoría olvida considerar que los efectos tan temidos del ajuste se vienen produciendo de hecho, desde hace años, de la mano de la inflación.

Termina febrero y lamentablemente la suba de precios pareciera alcanzar una evolución que no está en línea con la estimación del ministro de Economía, Martín Guzmán, del 29 % para 2021.

En cambio, se calcula que hacia fin de diciembre su nivel será otra vez muy elevado, más compatible con lo previsto en el Relevamiento de Expectativas de Mercado publicado por el Banco Central, superior al 45 %.

Se conformará así un primer bimestre con inflación muy alta, que pega duro en el poder adquisitivo y en las expectativas de los consumidores.

Marzo es un mes que habitualmente expone incrementos de gastos estacionales vinculados, entre otros, con el inicio del ciclo escolar y con la particularidad de que muchas paritarias aún no cerraron y, por ende, los salarios no se actualizaron.

Así, salarios viejos, erosionados por la inflación de los últimos meses, deben enfrentar precios nuevos, mientras continúan a la espera de lograr aumentos que permitan recuperar el poder de compra, aunque a sabiendas de que el Gobierno pretende que los acuerdos se cierren con la inflación estimada en el presupuesto del 29 % anual, a lo que se podría adicionar algunos pocos puntos más, al menos hasta octubre o hasta arribar a un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI).

La inflación, que flagela a los argentinos desde hace décadas, ha dejado de ser un problema irresoluble en la mayoría de las economías del mundo y en las de la región. Salvo Venezuela, con el 1.800 % anual, el resto de los países latinoamericanos alcanzan tasas de inflación de un dígito. Por ejemplo, Bolivia, Ecuador y Costa Rica presentan valores por debajo de 1 % anual.

Hay otras naciones, como Paraguay, Perú y Colombia, con valores de entre 1 % y 2 % anual, luego están los que superan el 2 %, pero no pasan del 4 %, como Chile, Brasil o México, y finalmente República Dominicana y Guatemala, con 5 % anual.

Por ello, uno se atreve a sostener que, si bien será difícil alcanzar para nuestro país una estabilidad en los precios, no puede ser imposible intentarlo si se cuenta con decisión política y consenso suficiente que avalen un plan consistente desde lo fiscal y monetario, sin pensar que hay que inventar algo único o mágico para que ello suceda. Hay que ver el camino elegido por la mayoría de los países que lograron solucionar este problema tan devastador.

Mientras hace años discutimos sobre las causas de la inflación y los gobiernos pretenden asignarles responsabilidades a otros, la gente padece sus consecuencias.

Con un impacto muy regresivo, dado que afecta más a quienes poseen menos recursos económicos, empuja cada vez a más personas a la pobreza. Son aquellas que no cuentan con alternativas defensivas para, al menos, una parte de sus ingresos, sino que necesitan utilizarlos completos para consumir bienes y servicios básicos.

Además, incide sobre el empleo y la producción, por la pérdida de inversiones genuinas que podrían generar trabajo, tan necesario y que suma un factor más de preocupación.

Es que la inflación es un elemento de alta ponderación en la incertidumbre macroeconómica de un país, alentando a su vez acciones especulativas y pujas sectoriales que complican aún más el mediano y el largo plazo. Perjudica también el crédito y el ahorro en moneda local y genera una fuerte presión sobre el dólar como reserva de valor.

Por eso se menciona que opera como un impuesto, ya que recauda los pesos que se emiten a costa de una caída en el poder adquisitivo, es decir, el salario real de la economía baja por licuación, al igual que los ahorros y las deudas en pesos cuya retribución sea inferior a la tasa de inflación.

Si el gobierno gasta menos y mejor, y emite menos, disminuirá entonces la inflación y su efecto nocivo sobre el ingreso de las personas, quienes tendrán mayores posibilidades de consumo.

Y es que la inflación produce una lucha distributiva no sólo entre asalariados y empresarios, sino también, y de manera genérica, entre el gobierno y los privados (familias y empresas).

Está claro que no es un problema fácil de resolver, ya que no se identifica una sola causa, pero hay consenso en el mundo acerca de que el efecto monetario es determinante y es por allí por donde la mayoría de los países avanzaron para domar el fenómeno.

Luego, las expectativas, las pujas distributivas, los formadores de precio, etcétera, deberán ser considerados y abordados dentro de un plan integral, pero no hay espacio para continuar aplicando las mismas recetas que fracasaron, una y otra vez.

Cuando escuchamos al ministro Guzmán, se percibe con claridad que sabe esto, de hecho lo dice, pero pareciera que no tiene espacio ni poder para avanzar demasiado.

Sin control de inflación, es difícil que se solucionen las crisis recurrentes que enfrentamos, y continuarán alejándose las posibilidades y la esperanza de volver a ser un país con movilidad social ascendente.

Debemos dejar de trabajar sobre las consecuencias y avanzar en solucionar las causas que la originan. Controles de precios, anclaje del tipo de cambio, congelamiento de tarifas, etcétera, son medidas con efectos de corto plazo, que pueden servir para generar expectativas hasta que las reformas se encaren y comiencen a brindar sus frutos, pero están lejos de corregir el problema, sólo lo prorrogan, generando a su vez presiones futuras para adecuar los precios relativos de manera más abrupta.

La pregunta, entonces, es si bajará la inflación en 2021 en comparación con el año pasado. A esta altura parece que no, al menos de manera duradera y sustentable.

Se podrán contener algunos precios, con presión para el mediano plazo. Se podrá avanzar con paliativos para mejorar de manera puntual el poder de compra de la gente, pero no se ve, y menos en un año electoral, que el Gobierno esté decidido a avanzar en reformas estructurales que resultan necesarias y menos aún que esté dispuesto a sugerirlas a una sociedad que permanente reniega de la desmejora sistemática de la economía y de las crisis recurrentes, pero que difícilmente avale la praxis que las ciencias económicas han encontrado hasta ahora para este problema.

Es como en temas de salud: muchas veces al paciente no le gusta enfrentar un tratamiento necesario, pero cuando el médico le explica que lo ayudará a disminuir los riesgos de tener que enfrentar problemas más graves y, en definitiva, que va a mejorar su calidad de vida y la de la familia, el paciente accede y al tiempo agradece el resultado obtenido, más allá del camino que debió recorrer.

Esto es lo que está faltando, aceptar lo que hay que hacer, lograr los consensos para hacerlo, explicarlo de manera clara y avalarlo con profesionales que brinden respaldo y seguridad, porque de lo contrario difícilmente se cumplirá lo que se anuncia. Y, seguramente, seguiremos viendo que nuestro avance es mucho más lento que el del resto y, por ende, en términos relativos, seguiremos desmejorando en el contexto internacional

El arte autóctono de desvalorizar la propia moneda

En abril próximo se cumplirán 30 años del régimen de convertibilidad que apareó al peso argentino con el dólar y apagó las llamas del infierno inflacionario.

El billete de máxima denominación era el de 100 pesos, que se mantuvo al tope de la familia por 25 años. Durante ese período, viajamos por la montaña rusa.

Primero la estabilidad, pero sin curar el déficit fiscal. Luego la convertibilidad chocó contra su propio dogma, hasta quedar sepultada en 2002, presionada por la depreciación del real brasileño y con graves secuelas socioeconómicas.

Fue nuestra propia pandemia: los recuerdos de ese año, cuando la actividad se desplomó 10,9 % en caída libre, silbaron en 2020, con un retroceso casi similar (-10 %).

La devaluación de hace dos décadas hizo borrón y cuenta nueva. La economía reaccionó rápido y creció a tasas “chinas”, montada sobre el boom de los precios internacionales de las materias primas y con superávit gemelo (fiscal y comercial). Toda una rareza.

Duró poco. Los fundamentalistas del Estado se cebaron, el gasto público se disparó y la dupla más dañina–déficit e inflación–volvió recargada, con atraso cambiario y con el juego de “vivir con lo nuestro”.

Después, la arquitectura gradualista, sostenida en una nube de deuda, fue un truco demasiado burdo para los prestamistas de un país que se gastaba los dólares que le daban. Cuando soplaron y tiraron todo, la recesión se terminó de acomodar como en su casa. Pedido de auxilio al Fondo Monetario Internacional y a rezar para que duren las reservas del Banco Central. Crisis sobre crisis, ¿qué más podía pasar?

Pues pasó la pandemia, que no se ha ido y que obligó al Estado a intensificar la emisión. ¿Adivinen cuál fue el billete que más creció en circulación en el último año en cantidad de unidades? Sí, el de 100.

Hay 3.180 millones de billetes de esa denominación dando vueltas. El 25 % se sumó en los últimos 12 meses (resultado neto), es decir, 764,8 millones de unidades nuevas. Esa cantidad explica la mitad del aumento de todos los billetes que circulan en el país.

Habría aquí una explicación: evitar imprimir papel moneda de más valor para reducir la presión sobre la inflación. El volumen de unidades de 1.000 pesos, por ejemplo, creció en 520 millones, aunque en términos relativos marcó un salto interanual de 141,5 %.

En el circuito bancario se comenta que las bóvedas están tapizadas de unidades de 100 y que parte de ese fenómeno es la resaca de un año en el que se volcaron más de esos papeles para pagar el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE).

Cuando nació, el billete de 100 era la máxima estrella de nuestro cielo monetario: equivalía a 100 dólares. Hoy, si lo dejan, apenas puede comprar 1,06 dólares a cotización oficial o 65 centavos del “solidario”. En casi 30 años, perdió el 99 % de su capacidad de compra frente al dólar. Ya está en el museo de piezas que recorren el arte autóctono de desvalorizar la propia moneda.