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Retrato del aventurero

A veces, muy de vez en cuando, ciertos titulares periodísticos sintetizan en una, dos o tres palabras, lo que un hombre representó para un periodo histórico determinado. Eso ocurrió un 27 de octubre de 2010 cuando, sorpresivamente, los medios anunciaron la muerte de Kirchner. (Daniel Avalos)

Clarín, incluso, reconoció con su titular del jueves 28 de octubre que ese hombre al que odiaba había marcado la década. ¿Por qué Kirchner “marcó una década”? ¿Por qué su muerte provocó “conmoción”, tal como titularon El Tribuno o el diario deportivo Olé en sus ediciones del mismo día? ¿Por qué Página/12, el día miércoles, cuando actualizó su página web informó de su muerte con el título “Dolor”, tal como el diario Noticias informara la muerte de Perón en julio de 1974? Habría que prestar atención a este último detalle. Aquel titular y aquel copete de ocho líneas que informaban la muerte de Perón habían sido escritos por el mismísimo Rodolfo Walsh, compañero de redacción en el diario Noticias y de militancia de Horacio Verbistky, de enorme influencia en el Página/12 del 2010 y de hoy. Un titular que asumía así la enorme audacia de informar en su titular que la muerte de Néstor Kirchner había significado para muchos, casi tanto como al peronista de 1974 le había significado la muerte de Perón.

Y la pregunta vuelve, ¿por qué? Este medio trató de responder la pregunta en medio de esos congojosos momentos de los que hablaba Página/12. Y a exactos tres años de esos días, uno cree que lo escrito aquella vez trascendió la conmoción de entonces. Que por ello mismo es posible encontrar en aquella contratapa del viernes 29 de octubre de 2010 algunas claves que ayudan a explicar por qué la muerte de Kirchner había provocado lo que finalmente provocó. Admitamos rápido lo que entonces era evidente: esa contratapa estaba redactada desde la certeza según la cual efectivamente Kirchner había marcado una época pero, fundamentalmente, desde el sentimiento de dolencia que atravesaba a millones de argentinos. Y lo que dijimos aquella vez era que, para responder la pregunta, no alcanzaba con enumerar las muchas medidas que caracterizaron y caracterizan al ciclo kirchnerista; que la simple enumeración haría perder de vista lo central: que la trascendencia de esas medidas podía medirse por el hecho de que las mismas habían obligado a cada una de las fuerzas políticas y sociales del país a sentar posición sobre las mismas con el entusiasmo y la pasión de quienes están seguros de protagonizar o ser testigos de un proceso trascendental. Decíamos también que enumerar y valorar esas medidas no sólo era redundante, sino que implicaba abortar la posibilidad, tras una catarata de información, de indagar el rol que Kirchner quiso darse en el periodo histórico que protagonizó y la enorme voluntad que desplegó para lograrlo.

Para aproximarse a esa dimensión, no alcanzaba con las herramientas que proveen las crónicas y los análisis periodísticos. Había que echar mano a categorías de otro tipo, más cercanas a la filosofía y la teoría política. Esas que ayudaban a ver en Kirchner la personalización de un acontecimiento. Apurémonos a precisar el concepto que, según las corrientes, posee acepciones distintas. La izquierda que cree en la dialéctica marxista, esa que tanto abunda en la Argentina y que usó algunas de sus muchas simplificaciones para caracterizar a Kirchner – un “bonapartista” que se montaba en los conflictos sociales para restaurar lo viejo -, ve en el acontecimiento un suceso menor, algo que al no estar inscripto en la trama de la Historia (cuyo sentido inexorable es la revolución) es insignificante y está destinado a evaporarse. No entiende lo mismo la izquierda no dialéctica, esa que niega la linealidad de la Historia y su avance hacia una única y necesaria dirección. Para esta corriente el acontecimiento es un corte radical que no puede explicarse por ninguna de las reglas que habían existido hasta antes de ese corte y que abre, además, un área de indeterminación sobre el futuro del proceso, impidiendo tener certezas inmediatas en cuanto a la dirección que va a tomar la direccionalidad de las cosas. En ese marco, aquella vez habíamos escrito que la muerte de Kirchner era tan sentida porque moría la personalización de un acontecimiento político surgido en el año 2003. Un corte que cambió la dirección de la política tal como venía desplegándose hasta entonces. La conmoción causada por su muerte en la sociedad se debía a que, de las múltiples direcciones que en aquel 2003 nuestro país podía tomar, Kirchner personalizó la dirección que la mayoría no poderosa del país deseaba tomar. Algunos identifican ese corte en el nombramiento de la nueva Corte de Justicia; otros, en la renegociación de la deuda; unos cuantos más, en el acto de la ESMA, en donde ordenó retirar el cuadro de Videla; algunos otros en esa apuesta por lo latinoamericano tan bien ilustrada por esas fotos de cumbres presidenciales, en donde el patagónico estrábico y desalineado andaba a los abrazos con un presidente brasileño mestizo y sindicalista, un indio aymara que se paseaba de zapatillas por las plazas de su país, un economista ecuatoriano dispuesto a movilizar tropas cuando la llamada lucha contra el terrorismo comandada por los yankees invadió su territorio, más ese mulato venezolano locuaz y pintoresco como Chávez que, además de estar siempre listo para el pistoletazo verbal, se mostraba siempre dispuesto a agitar para que los límites de la realidad latinoamericana se expandan aún más en esa dirección.

Los ejemplos son muchos, porque cada persona que se conmocionó por la muerte de Kirchner identificó en hechos distintos aquello de lo que no dudaba: el antes y el después de él. A algunos, incluso, nos sorprendió tempranamente con el discurso del 25 de mayo de 2003 cuando asumió la presidencia. Dijo algo que muchos ya creíamos un imposible: no había llegado al Poder para dejar sus ideas en las puertas de la Casa Rosada. Palabras que el sentido común indicaría como básicas y elementales. Pero no… porque la linealidad de nuestra historia democrática nos había habituado exactamente a lo contrario: resignarnos a que todo político, antes de llegar al Poder, nos dijera que muchísimas cosas eran posibles, para que, una vez asumido el Poder, nos dijera que no, que se había equivocado y que lo que creía posible en realidad no lo era, que otras cosas eran lo realmente posible, otras cosas que eran, precisamente, lo que originalmente no queríamos. Es cierto… había matices. Muchos creíamos que el alfonsinismo realmente quería lo que decía querer, pero cargaba con una crónica incapacidad para conseguirlo. El menemismo era otra cosa: sabía lo que la sociedad quería escuchar y empleaba como método prometerlo todo para finalmente transformarse en un proctólogo político brutal que convirtió a la mayoría de la sociedad en una colectividad de culos ultrajados por la traición y la mentira. Pero la lógica en ambos era la misma, y a esa lógica Kirchner, el primer día de su mandato, venía a contradecirla. Ese día sólo lo dijo, pero el discurso era ya toda una sorpresa. Ese era un primer acontecimiento. La apertura de un área indeterminada que el que la había protagonizado podía transformar en traición o simple simulacro. Pero no: lo posterior evidenció que la promesa se había desplegado en una catarata de hechos consecuentes que para algunos podían no ser como lo habíamos soñado, pero se parecía. Sigamos prescindiendo del recuento de las medidas puntuales. Concentrémonos en identificar las concepciones profundas que las impulsaron: fortalecer al Estado como herramienta para defender a los que padecían y padecen impotentes la voracidad de los poderosos agentes del mercado, y revalorizar la política como práctica y discurso capaz de anteponer a las razones, argumentos y fuerza de los poderosos, las razones, argumentos y fuerzas de los no poderosos. He allí el gran legado: el Estado y la política sí importan. El para qué conquistar el Estado y el con quién y cómo hacerlo era discutible. Algunos queríamos más porque lo creíamos posible como en otras tierras de esta América, y algunos de esos algunos creemos, aún más, que la presencia de muchos aliados indeseables amenazaban los objetivos mismos de las banderas originalmente levantadas. Los acuerdos de Kirchner con parte importante de lo viejo para así ir por algo nuevo pudieron frustrarnos a algunos que, sin embargo, nunca hemos dejado de identificar al enemigo letal en otro lado.

Y luego, de manera súbita, Kirchner moría. Y de repente descubríamos que millones lo lloraban. Y que los que creían que resultaba una exageración llorarlo se solidarizaban con esos que sí lo lloraban. La conclusión era sólo una: el recuerdo afectuoso de millones a una figura a la que entonces y ahora se la siente tan cerca como en aquel año 2003, cuando tomó las riendas de un país que se deshilachaba y lleno de fantasmas. Un Kirchner que, a pesar de las polémicas que lo envolvieron en una década que él configuró, se había convertido en un líder excepcional y que al morir fue despedido de una manera que muchos creímos imposible en este país: como a un héroe. Millones de argentinos lo despidieron así. Entre esos millones se encontraban los sin recursos y desamparados, aquellos que, aun padeciendo muchas necesidades, sintieron que con Kirchner se había abierto un horizonte de progreso que hacía diez años era inexistente. Millones que sintieron que el héroe lo era porque había abandonado parte de sí en beneficio de ellos. Millones, en definitiva, que se hicieron una imagen de Kirchner que no era otra que la que Kirchner tenía de sí mismo. Eso, decía Jean Paul Sartre, es la gloria que buscan los héroes, “ese instante infinitesimal (en donde) aún vivos y ya muertos, se sentirán convertidos para los otros en lo que ya eran para sí mismos” (Sartre: “Retrato del aventurero”): un militante, alguien que ha buscado entregar lo más importante de sí, que optó por encarnar un cambio que él creyó auténtico poniendo, hasta el final, su propio cuerpo.