Al cumplirse 39 años de la muerte de Juan Domingo Perón, Cuarto Poder reproduce una nota de Daniel Avalos publicada en el libro “Cincuenta editoriales y ninguna flor…” que analiza la gestión provincial a la luz del libro de Perón “La comunidad organizada” y el concepto que allí se manejaba sobre el buen gobierno.

El estado actual de la gestión “U” puede entenderse mejor recurriendo a una obra central del justicialismo: “La comunidad organizada”, de Perón. Prescindamos aquí de las valoraciones teóricas e ideológicas que sobre ese libro se tengan, para ver si lo que allí se define como “buen gobierno” se condice con una gestión local que, por momentos, hace un uso desmesurado de la liturgia peronista a la que dice pertenecer. Realizada la aclaración, vamos entonces al grano: nada de lo que Perón pregonaba en 1949 caracteriza a la Salta urtubeicista. Recuperemos la definición de comunidad organizada difundida por el fundador del justicialismo para confirmarlo: “…un gobierno, un estado y un pueblo que orgánicamente deben cumplir una misión común. Para que ello suceda, es menester primero establecer la misión, luego ordenarse adecuadamente para cumplirla”. Reconozcámoslo: Perón era de esos grandes dirigentes que, con una economía de palabras asombrosa, podía sintetizar a la perfección dos aspectos claves de la teoría política. El aspecto crítico filosófico que aporta una concepción sobre la naturaleza de los hombres y las sociedades que incluye, a su vez, la reflexión sobre qué tipo de sociedad es la deseable (la misión); y su aspecto políticos y de gestión que es el que arroja a los humanos a pensar sobre la múltiple variedad de pasos y movimientos a realizar para lograr la sociedad entendida como deseable.

Detengámonos ahora en lo segundo. Y de lo segundo -dado el desmanejo provincial en lo que a la administración de lo público se refiere- concentrémonos en eso que generalmente se denomina la “gestión gubernamental”. Volvamos para ello otra vez a Perón y a su idea de “comunidad organizada”. Allí se puede leer que, para el fundador del justicialismo, el logro de la misión dependía de ciertas dimensiones que, aunque existen en Salta -gobierno, Estado y pueblo- deben poseer ciertas características que en Salta no existen: “…el gobierno como el órgano de la concepción y planificación, y por eso es centralizado; al estado como organismo de ejecución, y por eso es descentralizado; y al pueblo como el elemento de acción, y para ello debe también estar organizado”. He aquí, entonces, los puntos de referencia para constatar que aquello de lo que la opinión pública salteña habla es verosímil: Urtubey carece de objetivos de gobierno claros; el aparato estatal es incapaz de realizar adecuadamente tareas que garanticen resultados óptimos, y el pueblo padece valerosamente el descontrol resultante de esas carencias. Una aclaración se impone. Tiene que ver con lo que se ha reseñado al último: la apatía ciudadana que Perón explicaría como el resultado lógico de la no correspondencia entre los anhelos del pueblo y los objetivos perseguidos por quienes gobiernan. Debemos reconocer que en ese punto el urtubeicismo podría argumentar, con autoridad, que tal anemia de entusiasmo es parte de un fenómeno que trasciende a su gobierno y alcanza a muchos otros.

Lo incuestionable, en cambio, es que Urtubey debería admitir que su gobierno no aparece como el órgano de la concepción y planificación de una misión, tal como se arrogaba el Perón de mediados del siglo XX y el kirchnerismo de ahora. Que esa carencia es menos universal que la crisis de representación que divorcia a los pueblos de los gobiernos y que, por ello mismo, el Estado salteño tampoco es percibido como el ejecutor eficaz de planes preconcebidos. La realidad local visibiliza de manera brutal lo último. Dramas de alto impacto público como los suicidios, las torturas y las muertes evitables en los hospitales, desnudaron que cada ministerio o secretaría reacciona espasmódicamente sólo cuando un problema les estalla en la cara. Que esa reacción está repleta de medidas desarticuladas que, intentando resolver una parte del todo, resuelve casi siempre mal lo parcial, sin resolver nunca el todo. Ante ello, la preocupación de los funcionarios parece reducirse a una sola cosa: mantener el lugar que ocupa en la estructura del Estado en medio de evidentes internas en las que determinadas facciones o personalidades colaboran en activar una bomba que dañe a las facciones o personalidades adversarias. Prueba de ello son los videos sobre torturas que aparecen en momentos determinados; o los audios grabados clandestinamente que pretenden un final de cuentas rápido que atempere a una opinión pública escandalizada por la muerte de niños en los hospitales. Y ante ello, una certeza alarmante termina imponiéndose: anida en esos funcionarios una intencionalidad perversa que convierte la pérdida de vidas humanas en parte de maniobras políticas. Lo escandaloso de la situación explica, también, la nueva actitud de los cuadros técnicos y políticos involucrados en esos hechos fatales. Dueños hasta hace pocos meses de un discurso poético en torno a las bondades de la Salta “U”, ahora se llaman a un silencio prefabricado en la Justicia, la Cámara de Diputados y hasta en los medios de comunicación cuando estos van en busca de explicaciones. La ecuación es tremendamente injusta: la muerte irrecuperable de salteños, a cambio de la muerte banal de una locuacidad casi siempre vacía.

Justamente allí, conviene retomar ese otro aspecto de los escritos de Perón que acá anunciamos, pero no hemos desarrollado: la misión colectiva que debe ordenar al gobierno y al Estado para cumplirla. La misión declarada por Perón para el justicialismo era la “felicidad del pueblo y la grandeza de la nación” (ver Bosquejo de la comunidad organizada en www.redvertice.com). Trató de cumplirla corrigiendo las injusticias y las desigualdades que el modelo liberal de entonces generaba en el país. Para ello hizo intervenir decididamente al Estado en la economía, asegurando salarios altos, generando empresas estatales que absorbieran mano de obra y desarrollando un Estado Benefactor que contuviera a los sectores más vulnerados. Un pasado del que ya casi nada queda en esta Salta porque personalidades como Urtubey consideraron “…que cada época precisa de su política particular para poder arribar a soluciones también propias de cada tiempo. En eso el peronismo se diferencia de las ideologías y de los partidos políticos de cuño ideológico” (J. M. Urtubey: Sembrando Progreso. Edic. Víctor Manuel Hanne. 1999, pág. 64). Una interpretación “U” doblemente conveniente. Primero, porque la plasmó en ese libro de los 90, en el cual se atrevió a decir que Juan Carlos Romero era un “restaurador” y un “conductor” aun cuando hubiera enterrado las grandes líneas de orientación doctrinaria del peronismo. Y ahora, porque esa misma interpretación le permite seguir un modelo de sociedad que el mismo Romero había fundado y consolidado en sus doce años de gobierno: una ingeniería legal que promueve el saqueo de los recursos naturales cuyos beneficios se privatizan y concentran; una burocracia estatal repleta de cuadros políticos y técnicos formados en la gestión anterior; y valores que proclaman que el motor del desarrollo es el agente privado al cual no hay que incomodar con las artificiales normas de la política y del Estado. He allí también otro de los rasgos sobresalientes de esta gestión: nadie se agrupa para sostener un principio o una doctrina. No importa si los funcionarios son conservadores, radicales, neoliberales, justicialistas, kirchneristas o lo que sea, porque lo único que aglutina es este o aquel personaje cuya idea rectora es administrar lo que entre 1995 y el 2007 se convirtió en proyecto: desmantelar el Estado, hacerlo funcionar al menor costo posible y garantizar el mayor beneficio a los agentes privados que, adueñándose de las empresas estatales de antaño, ahora lucran mercantilizando lo que alguna vez fue un derecho.