POR ALEJANDRO SARAVIA


“Lo de ustedes no fue una guerra, sino una cacería”, le manifestó al dictador Galtieri nada menos que Alexander Haig, Secretario de Estado del presidente Reagan, en ocasión del conflicto bélico de Malvinas. Pero eso, que fue verdad, debe ser completado con aquello de que tanto montoneros como erpianos fueron terroristas. Y que, como tales, fueron delincuentes porque mataron gente, como delincuentes son todos los que cometen delitos. Por ello se los condenó, a estos terroristas y a los militares, que también fueron terroristas aunque esta vez de Estado, es decir, utilizaron al Estado como máquina de terror y persiguieron, torturaron y mataron a cuantos se les antojó, sean 30 mil u 8 mil, lo mismo da. Por eso se los condenó, a unos y otros, durante el gobierno inaugural de Raúl Alfonsín y se los indultó, a ambos, en el de Carlos Menem. Esa es la verdad. Pero hay otra parte de la verdad.
No me gusta “la celebración” del 24 de marzo con el aire festivo con que se lo quiere hacer. Es un día trágico por lo que significó. No hay ningún motivo de celebración. Sí, si se quiere, de conmemoración, de recuerdo colectivo para no volver a reiterar viejos errores. Para detener el péndulo de una buena vez. Ese golpe de Estado, que abriría la etapa más absurdamente sangrienta de nuestra sangrienta historia, sin embargo, paradójicamente, fue un día de triunfo para la estrategia montonera y su lema de “cuanto peor, mejor”. En su imberbe estupidez pensaron que el golpe militar, para cuya producción trabajaron, habría de entrañar una sublevación popular que concluiría en una revolución, no sé si socialista o de alguna otra especie ya que la ideología montonera era un tanto difusa y daba para cualquier cosa. Por eso es que lo vivieron como un triunfo, pero, eso sí, los jefes exiliados todos. Es decir, la miraron cómodamente desde afuera.


Por ello es que no vale en este caso ninguna reivindicación. Ni de un lado ni del otro. Ambos fueron delincuentes y lo mejor que podemos hacer es cerrar de una vez por todas ese capítulo, pero, eso sí, con memoria y con verdad. Sino, no sirve.


A los radicales habría que recordarles que ellos tienen otro día para festejar, pero no lo hacen. Se acostumbraron tanto a hacer seguidismo que ni siquiera aprovechan lo que tienen en su propio coleto: el 10 de diciembre, día universal de los derechos humanos y día en el que, en el año 1983, asumió como presidente de los argentinos, Raúl Alfonsín. Quien debió afrontar, a pulmón, los desastres que legó la dictadura militar: una economía desecha; una deuda externa en default, que nos condiciona y de la que aún no pudimos salir; el desastre de Malvinas, única derrota en una guerra internacional que debimos soportar; el drama de la violencia estatal, de los desaparecidos y de los derechos humanos vulnerados; un peronismo por primera vez derrotado en las urnas y, como tal, a la espera de alguna manifestación de debilidad para hacer pagar cara esa derrota, como en definitiva hizo. Ese es el momento en que los correligionarios de Alfonsín deberían festejar sin colarse en fiestas ajenas y enorgulleciéndose de su propia historia. Cosa que no pueden hacer, a fuerza de mediocridad, hasta hoy.