Por Elio Daniel Rodríguez

 

Una calurosa mañana de octubre de 2017 me reuní con cierta persona a conversar, mientras tomábamos un café. 

A poco de que comenzáramos a hablar, me contó que había cumplido años hacía pocos días. La felicité y le pregunté cómo lo había pasado. 

–Bien –me respondió con una sonrisa indefinida dibujada en el rostro–. Me enviaron mensajes al teléfono más de doscientas personas… 

–¡Qué lindo! –respondí sorprendido–. A mi escasamente me envían, supongo, unos diez o quince mensajes cada vez que cumplo años. 

–Si… –hizo una pausa, y después de unos segundos prosiguió– Recibí todos esos mensajes. Pero ese día nadie habló conmigo. 

En un mundo híper conectado, la soledad –o quizás mejor sea decir cierta forma de soledad–, paradójicamente, parece encaminarse a fortalecerse y, de alguna manera, a dominar la escena en mayor medida cada vez. Al mismo tiempo que podemos mantener algún tipo de comunicación con una inmensa cantidad de personas, también, en el sentido más estricto de la palabra, posiblemente nunca en la historia humana, como ocurre ahora, hubo la inmensa proporción de personas que ven pasar tantas horas a solas. 

Puede resultar difícil, tal vez, el aceptar que, en medio de la variedad de formas y modos que adquirió la comunicación interpersonal, haya más personas que se sienten solas o que de hecho lo están, sin ni siquiera notarlo, muchas horas del día o, incluso, días enteros. La sensación general parece ser la de una “multitud acompañante”, aunque lo real y concreto para muchos sea el aislamiento. 

El primer significado que brinda el Diccionario de la Real Academia Española (2001) de la palabra “soledad” es el de “carencia voluntaria o involuntaria de compañía”. Desde ese punto de vista, es dable pensar que la compañía puede no ser presencial, físicamente hablando. Pero, aun a riesgo de incurrir en equivocaciones o preconceptos, podría decirse que no debe ser comparable para ninguna persona el contacto físico que se establece entre seres humanos con la vinculación con ellos a través de un artefacto; y que no son equiparables el abrazo, la risa compartida o las miradas directamente entrecruzadas con esa forma de conexión que se genera a partir de pantallas y dispositivos electrónicos. 

En el mundo de la comunicación mediada por la tecnología pueden encontrarse muchas cosas. Hay fotos, mensajes de voz, canciones, íconos emotivos, memes, historias, estados, etc., pero el cuerpo no está. Se reserva para él la indisponibilidad. Es un cuerpo no disponible que, sin embargo, se muestra, se retoca para la foto, para la autofoto, que en muchas ocasiones se somete a cirugías estéticas, al que se le ponen filtros… 

No sería quizás deseable preguntarnos aquí acerca del tipo de sociedad que ha hecho posible esta tecnología. Tampoco, tal vez, sería prudente el interrogarnos sobre la manera en la que la tecnología ha remodelado los modos de relacionamientos sociales. Lo que en este breve escrito me resultaría interesante preguntarme es si la tecnología moderna es hoy constructora de soledad y de distancia. 

Me parece verlas. 

En esa soledad que produce o facilita la tecnología actual, el mundo pierde densidad afectiva. Los lazos que unen a los seres humanos, en cierta medida, se debilitan o se rompen, y van estableciéndose barreras de diversa consideración. 

Las rupturas no son totales, al menos, en la mayoría de los casos: aunque muchos encuentros se transforman en virtuales, se sigue conectado con al otro o los otros, incluso muchas veces más que antes, y con gente que solo los algoritmos pudieron lograr que reencontráramos. Las barreras pueden diluirse o no estar presentes: se establecen encuentros intermediados por la tecnología con gente que habita otras ciudades u otros continentes. Muchas veces, la moderna tecnología acerca lo lejano. 

Tal vez, la combinación de ambos factores ayude a edificar la sensación – ¿una ilusión? – de una mayor compañía. Lo cierto es que, en este marco, los cuerpos, incluso de los que pueden encontrarse cerca nuestro, no están. Y así como lo lejano parece acercarse, ¿no es acaso cierto también que lo cercano se desvanece?

¿Será exagerado entonces hablar de una soledad tecnológica? En Japón y otros países, cientos de miles de jóvenes han disminuido a tal grado su relacionamiento físico con otras personas que llegan a convertirse en ermitaños sociales. Se los llama “hikikomori”. Aunque la influencia que ejerce la tecnología moderna en tal situación todavía genera controversia, se habla insistentemente de la relación que puede unir a ambos mundos. Hay quienes piensan que la tecnología causa el aislamiento y hay quienes dicen que solo lo profundiza. Sea como fuere, la tecnología moderna parece tener una evidente implicancia en el asunto.

Una pregunta posible puede relacionarse con el hecho de si es mala toda forma de soledad. Y a esto se podría responder con Guattarí y Rolnik (2006, p. 58), que se refieren a ella como una de las “dimensiones esenciales de la existencia”, como la muerte, el dolor y el silencio. Pero la soledad inherente a la existencia humana parece verse ahora multiplicada y llevada a tal grado, que podría convertirse, y de hecho lo hace, en una amenaza para la salud mental de muchas personas. Llamativamente, se trata de una soledad vestida con el ropaje de una compañía muy numerosa. 

La imposibilidad de verdadera unión puede devenir en relaciones humanas corteses, pero superficiales, intrascendentes o pasajeras. El amigo pasa a ser contacto; en la mayor parte de los casos, un contacto con el que no se tiene contacto. Porque en nuestras sociedades híper conectadas el contacto funciona solamente a la manera de una metáfora. Es alegórico. 

Sabemos que ahí, habitando algún lugar indefinido, hay alguien… muchos “alguien”. Conversamos con ellos. Intercambiamos experiencias, deseos y logros. El esfuerzo puede hacerse recíproco. Pero, en última instancia, ese “contacto” –llamémosle todavía así a falta de una expresión mejor– tendrá carencias. El contacto físico, verdadero e irremplazable contacto, no existe en la relación mediada por la tecnología moderna mientras ella está operando como puente entre los individuos.

¿Se tratará esta de una nueva manera de estar juntos o, en cambio, de una novedosa forma de soledad? En todo caso, la prescindencia de los cuerpos para la existencia de “contacto” plantea un profundo interrogante: ¿estamos los seres humanos preparados para este escenario? En el nuevo “contacto”, el tacto es imposible. Solo se contacta con la lisa superficie de una pantalla, pero no entre seres humanos. No hay piel, no hay roce, no hay perfumes ni olores. El “con-tacto” muere; nace el “contacto sin con-tacto”. El “no-contacto”. Tocarse es una de las formas de sentirse, y hemos empezado hace ya tiempo a no sentirnos tanto. En realidad, podríamos pensar, incluso, que “contacto” es una palabra robada por la tecnología en procura de disimular, tal vez, sus limitaciones. ¿Hay una expresión, al menos en español, para la nueva experiencia de vínculo que impone lo tecnológico? No hay con-tacto, y entonces ¿qué hay? 

Cuando “las relaciones sociales están mediadas por la conexión, sus reglas y procedimientos se hallan ocultos en el formato técnico de la red” (Berardi, 2017, p. 121). Esto equivale a decir que estamos perdiendo, de la mano de la sofisticación técnica, la capacidad, en última instancia, de entender las relaciones que establecemos con nuestros pares y que ya no lo hacemos de manera natural y espontánea. Este escenario nos condena a la soledad, salvo que se produzca una redefinición de lo que es estar acompañado, y de lo que significa estar solo.

Cabe hacer notar, sin embargo, que el vínculo cada vez más indestructible que se construye con la tecnología y que va aislando al ser humano de lo que lo rodea, por lo general, no se vive con pesar. Por el contrario, cada vez se reclama mayor conexión y para muchos, quedarse sin ella representa un verdadero inconveniente.  Rodríguez (2019, p. 358) recuerda en este sentido que “en 1984, Winston Smith buscaba aquel lugar que estuviera al abrigo de la mirada del Big Brother todopoderoso; hoy, en cambio, quedarse sin cobertura de red despierta una angustia casi insoportable”. En gran medida, el ser humano vive la tecnología como una adicción.

 ¿Representa este nuevo paradigma, verdadera y sana conexión con los demás? En Corea del Sur existe el índice más alto de conectividad y, al mismo tiempo, uno de los índicadores más altos de suicidio en el mundo. Berardi (op. cit., p. 124) señala que “la desertificación del paisaje y la virtualización de la vida emocional provocan sentimientos de soledad y desesperación que resultan difíciles de rechazar de un modo consciente y hacerles frente de manera colectiva”.

 En el marco de esa soledad creciente, se ve favorecida la incomprensión. Lo diferente no llega a ser asimilado. El distinto es sospechoso. Al no haber verdadero roce, todo se transforma en una amenaza acechante en las sombras. Entre los muros que la soledad construye, se alimenta la desconfianza. Y crece. 

Pero, al menos, ¿no hay, sin embargo, en la soledad la posibilidad del encuentro con la singularidad, y eso que nos hace únicos e irrepetibles? ¿No es acaso la soledad la contracara de la conversión en masa? Para Galimbteri (2001, p.11) el mismo concepto de “masa” se ha vuelto obsoleto en relación a su referencia a concentración de muchos, y cobra actualidad el de masificación como cualidad de millones de “singularidades”, que no son más que “soledades”. De este modo, la singularidad se transforma en una ilusión, porque en esencia no hay nada singular en individuos que reciben, producen y consumen lo mismo que todos los otros. La única diferencia es que ahora lo hacen en solitario. No hay verdadera privacidad; no existe un real reconocimiento de la individualidad. Hoy, lo que otrora era la masa se ha convertido en un conjunto de miles de millones de individuos, separados unos de otros, solos, pero igualmente masificados. 

Las redes sociales brindan en este aspecto una ayuda inestimable a la soledad, encerrando a las personas en versiones de “su” mundo hecho a medida. Porque los algoritmos refuerzan nuestras presunciones y gustos, y, al hacerlo, nos vinculan artificiosamente con personas que parecen pensar y sentir lo mismo. El mundo de los “otros” queda envuelto en el misterio y la incomprensión. En el espacio algorítmico, no hay vasos comunicantes que vinculen a los universos distintos. Ser diferente es no ser. Lo diferente deja de existir. O se torna invisible.

 La soledad también es alimentada desde el poder. A la tantas veces declamada integración se le opone la constante presencia de una política de la separación. La segregación es hoy el sustrato en el que se entretejen nuestras relaciones. Si volvemos por un momento al Diccionario de la Lengua Española (op. cit.) veremos allí que el primer significado de segregar es el de “separar o apartar algo de otra u otras cosas”, y en nuestro mundo actual hay mucho de separación que, sin embargo, daría la impresión de mostrarse bajo la apariencia de la unión. En ese muchas veces tenaz aislamiento, vestido de inmensa compañía, el poder mueve los hilos de nuestras emociones.

La versión moderna de la soledad confunde, es fácilmente percibida como otra cosa, básicamente porque no se parece a las anteriores soledades. En todo caso, tenemos el aspecto de estar juntos, pero permanecemos distantes. Nos manifestamos unidos, pero se nos aprecia dispersados. Y eso es, seguramente, funcional a alguien.

 En esa soledad que se construye mientras miramos la lisa superficie de un teléfono celular y sus “novedades” muchas veces pasajeras, está en juego y corre siempre peligro nuestra capacidad de ser un poco más “nosotros mismos” y no tanto los instrumentos de terceros. Porque nos transformamos, muchas veces, casi en “robots, solitarios y angustiados, absorbiendo cada vez más las drogas que el poder les proporciona, dejándose fascinar cada vez más por la publicidad” (Guattari y Rolnik, op. cit., pp. 54-55). 

Nunca como en 2020, al menos en los tiempos recientes y menos aún con el inmenso alcance territorial que adquirió, fue tan grande la sensación global de miedo y abatimiento social. Para muchas personas, también, de inmensa soledad.  En esa solitaria sensación de fin, un mapa negro y rojo mostraba en las pantallas de la TV, las computadoras y los celulares, como si fuesen solo un número, los muertos de cada jornada. Para muchos, la única compañía eran el teléfono y la televisión, donde los presentadores y periodistas –de los pocos trabajadores que podían salir de sus casas a cumplir su labor– se agarraban a veces la cabeza con angustia ante cada nueva mala noticia. Millones permanecieron solos y temerosos; ¿o, tal vez, se buscó dejarlos solos para incrementar su temor? Cabe recordar que Guattari y Rolnik (2006, Ibid., p. 283) señalan que en la sociedad moderna “”la televisión, por ejemplo, desempeña un papel que sustituye en parte al de la madre”. Y la TV nos decía que nos quedemos en casa y que no vayamos a visitar a nuestros seres queridos. Que solos estaban mejor. Y que dejándolos solos, los cuidábamos. Esa “madre” insistía con despiadada dureza que estábamos cerca de la muerte.

Quizás, la soledad tecnológica sea una forma de represión silenciosa, subrepticia. El aislamiento funciona como mecanismo de control, y manipulación. El manipulador sabe o presume que debe alejar a su víctima de los lazos que la contienen, de sus afectos, de sus relaciones. Aislados, separados unos de otros, la comunidad se resiente. 

En el verdadero contacto con los otros se puede cambiar de opinión, enriquecer un punto de vista, comprender una postura diferente. En la soledad tecnológica, expresada como en ningún otro elemento por el teléfono celular conectado a la red, al contrario, se refuerza la idea propia; se consolida una manera de ver las cosas. Los algoritmos mandan, y solo mostrarán lo que confirma gustos y reafirma posiciones. Así, la soledad tecnológica puede ser el caldo de cultivo para el debilitamiento de la democracia. ¿No nos está pasando eso ahora mismo?

Estamos cada vez más apartados unos de otros. Millones y millones, cientos o miles de millones se mantienen enfocados en su aparato de telefonía celular; cada uno, en su pequeño micro-mundo. Esos seres humanos prestan cada vez menos atención al derredor más amplio que se abre a todos, porque el espacio compartido parece no ser del interés de una nueva mayoría que vive sumergida en el pequeño espacio de sus propios gustos, ansiedades, sueños, expectativas, angustias y confusiones. 

 El rectángulo de la pantalla se transforma en una suerte de mirador, como la forma por antonomasia de asomarse al mundo. Vemos la vida y el paisaje a través de bordes lisos y ángulos rectos. La experiencia de la percepción se empobrece. La comunicación humana cara a cara es reemplazada por la interacción digital. La sonrisa o el enfado se vuelven íconos emotivos. La superficie plana y brillante de un aparato suplanta a las rugosidades opacas o a las suavidades traslúcidas de la vida cotidiana, y también mata la posibilidad del encuentro con las maravillas de lo vivo, presente y contiguo. Así, el individuo se aísla y aparece la soledad vestida con el ropaje de la compañía, la amistad, la presencia. Se puede, quizás, no tener a nadie para hacerlo destinatario de un abrazo –incluso, un número creciente de personas no acepta gustoso el contacto físico–, pero el teléfono responde a la caricia de la yema de un dedo abriéndonos ventanas hacia lo deseado. Hay un reemplazo de la experiencia táctil.  

Para Berardi (2017, op, cit., pp. 80-81) existe sentimiento de libertad al caminar por las calles de una ciudad donde nadie nos mira o nos molesta. Pero, por otro lado, se presenta esa sensación de “soledad y empobrecimiento de la sensibilidad compartida”. Como sucede con las redes sociales, que separan a la gente en grupos cada vez más pequeños, lo mismo hacen las emisoras de radio, la moda dirigida a grupos cada vez más pequeños, muchas series de TV, una miríada de restaurantes, un sinfín de espectáculos. Cada vez hay menos oportunidades para reunirnos como pueblo alrededor de un fuego común. El espíritu de lo tribal cobra fuerza y sentido en un mundo que no se abre con mirada abarcadora. Pero, como tribus, los conjuntos reducidos de personas que las integran también sufren de soledad, y dentro de cada tribu hay seres solos viviendo el espejismo de estar unidos a otros a través de pantallas y puertos USB. Se llaman puertos, pero es obvio que no se embarcan personas ni parten naves cargadas con sueños e ilusiones; llegan y parten datos. 

La virtualización de la vida cotidiana podría, posiblemente, ser equivalente al reemplazo de campos naturales por superficies de monocultivo.  En la vida virtual el reinado de los algoritmos pre diseña las respuestas, las amistades y hasta la búsqueda de parejas en función de variables que hasta el mismo interesado en entablar una relación desconoce. La sorpresa, lo contingente, lo incierto, esa terra incognita, en gran medida desaparecen, lo que conlleva a la domesticación del futuro en cuanto espacio a construir y a descubrir.  Lo convierte en escenario predecible, desnaturalizándolo o, directamente, aniquilándolo. En esa pérdida también se acentúa la sensación de soledad. 

En el ómnibus, en un bar con dos personas sentadas a la mesa, después de un partido de futbol disputado por jóvenes o no tanto, en una fiesta, frente al mostrador del almacén o en la escuela, a escondidas del profesor o delante de sus ojos, millones de personas se sumergen todos los días en una frenética marea de tuits, me gusta, fotos y juegos electrónicos. Mientras lo hacen, están solos, pero podrían estar desarrollando acciones y teniendo actitudes que reflejan, contradictoriamente, el miedo a la soledad. Porque la construcción misma del “perfil” de una persona “se basa tanto en el culto a la personalidad –alejado de los ribetes fascistas de antaño– como en el pánico a la soledad” (Rodríguez, op. cit., p.464). Curiosamente, hay multitudes que buscan escapar a la soledad, quedándose solos. 

 En opinión de Franco Berardi (op. cit., p. 10) la actual “mutación digital” afecta nuestra “sensibilidad y sensitividad”, es decir, no solamente la manera en que sentimos el mundo sino la forma en la que lo que sentimos nos sensibiliza. A propósito, es llamativo el fenómeno de una notoria cantidad de personas, que se muestran en las redes sociales, fotografiadas solas, sentadas frente a una torta o un pastel con una bengala encendida, festejando su cumpleaños; al menos, en esos casos sabemos que alguien tomó la foto, pero también se supo de cumpleaños en soledad celebrados con otros por videoconferencia. 

¿Cuál es el costo de reemplazar las risas, las carcajadas, los enojos o los abrazos por íconos emotivos? Hemos puesto en el lugar de nuestras naturales reacciones emocionales a dibujos hechos a la medida de nuestra situación de no-contacto. Sin embargo, aunque estos dibujos se refieren a nuestro estado de ánimo o a la intención con que queremos expresar algo, ¿lograrán generar en nosotros los procesos fisiológicos que se producen cuando abrazamos realmente o reírnos a carcajadas de verdad?  

El teléfono celular demanda atención. Reclama, podría decirse que todavía más que un niño, que se esté atento a él, que se responda, que se vea, que se llame, que se envíe, que se comparte, que se reaccione, que estemos al tanto, que no nos olvidemos. Va tomando partes crecientes de nuestros espacios de tranquilidad, se va insertando en nuestro tiempo de trabajo o de estudio, y va convirtiéndose tanto y tan rápidamente en una prolongación de nuestro cuerpo que comienza a ser parte del cuerpo mismo. 

Pero la soledad que se hace fuerte desde la tecnología, también parece contagiarse y se corporiza con vigor en el deseo competitivo inoculado indisimulada y constantemente desde una concepción absolutamente productivista de la vida. Si quiero ser siempre el primero, ¿quién estará a mi lado? Los vencedores llegan primero, aunque solos. La marcada competencia en el área de las relaciones personales se relaciona, a juicio de Berrardi (Ibid., p. 52) con un sufrimiento mental que se ha convertido en epidemia social, que se expresa en estrés constante de la atención, reducción del tiempo para los afectos, soledad, miseria existencial, y luego angustia, pánico y depresión. 

En buena medida, estamos atrapados. No podemos elegir prescindir de la tecnología ni de los nuevos modos que ella construye o potencia. Con Galimberti (op. cit., p. 2) podemos afirmar que la técnica no es nuestra elección sino el ambiente en el que habitamos. La técnica crea un mundo determinado, con ciertas características, un mundo que no podemos dejar de habitar, pero habitándolo nos volvemos, como el mundo, también objeto de transformación. 

¿Nos está alejando la tecnología de eso que nos hace seres humanos? ¿Están empezando a ser cosa del pasado el encuentro corporal y el contacto físico? ¿Hasta qué punto tenemos herramientas para enfrentar los imperativos de la distancia, de la separación, de la compañía lejana, de la emoción sin rostro? ¿Qué puede hacerse para reencauzar a la tecnología como herramienta de comunicación y no alimentarla como fábrica de escisión? Tal vez, si no se logra revertir el actual proceso, en el mundo imperará definitivamente un día la soledad tecnológica y en nuestros cumpleaños, recibiremos muchos más de nosotros doscientos mensajes de felicitaciones, pero no podremos abrazar a nadie. 

Bibliografía:

Berardi, Franco (2017) Fenomenología del fin: sensibilidad y mutación conectiva. 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Caja Negra.

Galimberti, U. (2001). Psiché y techné (Introducción). Artefacto. Pensamientos sobre la técnica. Buenos Aires. 

Guattari, F. & Rolnik, S. (2006) Micropolítica. Cartografías del deseo. Madrid: Traficantes de Sueños. 

Real Academia Española (2001) Diccionario de la lengua española (22da. edición). Buenos Aires: Grupo Editorial Planeta. 

Rodríguez, Pablo Esteban (2019) Las palabras en las cosas: saber, poder y subjetivación entre algoritmos y biomoléculas / Pablo Esteban Rodríguez; editado por Sebastián Puente – 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Cactus.