No es la política la que cambió a la sociedad, sino la sociedad la que cambió a la política. Ese es el nuevo dato que Cristina rechaza, incrustada en conceptos antiguos.
Los tramos más cautivantes de la historia son los que cuentan la caída de las personas que alguna vez tuvieron todo el poder en sus manos. Interesan más que la descripción de la gloria. La imagen de Julio De Vido, solo, avejentado, mirando con aturdimiento a una imprecisa cámara fotográfica, mientras se sometía a un juicio público que podría condenarlo a 11 años de prisión, fue una crónica perfecta de la decadencia de una estirpe política. El próximo martes estará en esa misma posición Amado Boudou, quien fue en su momento el superministro de Economía de Cristina Kirchner y su poderoso vicepresidente (aunque lo de poderoso le duró poco). De Vido fue el ministro más omnipotente de los tres gobiernos Kirchner, y Boudou fue el único hallazgo personal que Cristina le aportó a la política.
Los dramas de De Vido y Boudou son símbolos de lo que está sucediendo en la Justicia. Los tribunales orales no le permitieron a ninguno de los dos las habituales tretas para dilatar los juicios públicos. Los empujaron al temido banquillo de los acusados, de donde se levantarán probablemente condenados. La propia Corte Suprema les está cerrando a los ex funcionarios las habituales rendijas para huir de los juicios. La Cámara Federal (ya sin Eduardo Freiler) ha fijado un nuevo principio para juzgar a los que fueron poderosos: deben ir presos si todavía tienen algún poder y pueden influir en las investigaciones abiertas. Es predecible que en algún momento la Justicia pida el desafuero y la prisión de Máximo Kirchner por la manifiesta inconsistencia de sus declaraciones juradas y porque, al fin y al cabo, fue él quien firmó gran parte de los zafarranchos de Hotesur y Los Sauces, las dos empresas que la familia Kirchner utilizó para lavar dinero. Dentro de pocos meses, la propia Cristina Kirchner deberá enfrentar un juicio público por el despilfarro de la obra pública en manos de Lázaro Báez. También por Hotesur y Los Sauces, porque en estas empresas lavaban el dinero que Báez le sacaba al Estado. Será, seguramente, un megajuicio por la corrupción que ocurrió cuando esa estirpe política controló el Estado. No falta mucho, además, para que sea procesada por presuntos hechos de corrupción Alejandra Gils Carbó, la jefa de los fiscales y militante kirchnerista. El fiscal Gerardo Pollicita podría pedirle dentro de poco al juez Claudio Bonadio la detención de Luis D’Elía y de Fernando Esteche por la denuncia de Nisman sobre el memorándum con Irán.
Son los nombres del primer nivel de la nomenklatura del poder kirchnerista. De todos modos, nunca hubo tantos ex funcionarios, asesores e influyentes del poder presos como hay ahora. La cárcel de Ezeiza se parece, a la hora de la comida, a una reunión de gabinete kirchnerista de segunda línea. Dos jerarcas sindicales de enorme peso en la estructura gremial ya están presos: Juan Pablo «el Pata» Medina, del sindicato de la construcción, y Omar «el Caballo» Suárez, de los marítimos. Seguidores del dinero y cultores de la violencia, los dos resultan una advertencia clara al resto del sindicalismo: la Justicia también puede caer sobre el único sector de la dirigencia argentina que precede a la dictadura. Varios dirigentes gremiales actuales ya lo eran antes del golpe de Estado de 1976.
¿Hay una Justicia nueva? No. Son los mismos jueces. ¿Hay un Código Procesal Penal nuevo? Tampoco. Podrían cambiarlo el próximo año, pero sigue vigente el mismo que rige hace más de 25 años. No hay un elemento solo que haya provocado una modificación tan sustancial en la Justicia, pero existen varios. El primero de ellos pasó casi inadvertido y fue la presión del Consejo de la Magistratura, que estimuló la caída de seis jueces federales en los casi dos años de gobierno macrista. El más rutilante de todos esos casos fue el del camarista Freiler, pero también renunciaron antes de someterse a un juicio Norberto Oyarbide; los jueces de tribunales orales Carlos Rozansky y Oscar Hergott; el juez federal de Salta Raúl Reynoso (que enfrenta un juicio penal por complicidades con el narcotráfico), y José Charlin, juez federal de La Pampa. Unos y otros advirtieron que el Consejo ya no es lo que era: una covacha donde defendían a los indefendibles. De Macri se pueden decir muchas cosas, menos que no sabe usar el poder.
La próxima que podría caer es la jueza de la Cámara de Casación Ana María Figueroa, cercana al kirchnerismo, porque recibió la «donación» (para llamarla de algún modo) de equipos informáticos y videos de parte de De Vido cuando éste era ministro de Planificación. El Gobierno también conoció con alegría la noticia de que el juez Daniel Rafecas aspira a ser defensor general adjunto de la Nación, un cargo con más categoría pero con menos poder. Rafecas nunca tuvo la confianza del actual oficialismo. El caso de Freiler, suspendido en una maniobra relámpago, fue el que más convenció a los jueces de que nadie estaba a salvo. El propio Daniel Angelici promovía postergar la definición de Freiler, tal vez para ser él quien lo tumbara, pero chocó con el hecho consumado de la suspensión del juez. Si Angelici no pudo salvar a un juez, ¿qué garantías hay para el resto de los jueces federales?
La mirada atónita de De Vido frente a los magistrados se debe, quizás, a que nunca se imaginó en ese lugar. Durante años, colmó de regalos y atenciones (también es una manera de decir) a los jueces federales. Gozaba de impunidad hasta que Elisa Carrió hizo tronar su voz: «¿Qué pasa con De Vido?», se preguntó, y agregó: «Lo están protegiendo los jueces y la política». Se terminó la impunidad. «¿Para qué gasté tanto?», parecía preguntarse De Vido frente al fotógrafo. Carrió no es un elemento menor en la nueva deriva de la Justicia. La enorme cantidad de votos que sacó en las primarias en la Capital, y que el 22 podrían ascender hasta el 55 por ciento, fue un mensaje definitivo a los jueces. No hay nada que los jueces teman más que las denuncias de Carrió, cuando los llama con nombre y apellido y cuenta en público sus vergüenzas. Tampoco pudieron ilusionarse con el otro extremo: la victoria de Cristina en la provincia fue una pobre victoria. Hay excepciones. Bonadio, Julián Ercolini, María Servini, Sergio Ramos, entre pocos más, habían demostrado antes independencia del kirchnerismo.
Muchos jueces federales han perdido lo más preciso que tenían: el olfato político. Frecuentaron a Sergio Massa después de 2013 porque creyeron que sería el próximo presidente. En 2015, confiaron ciegamente en el triunfo de Daniel Scioli. Ahora, creían que Cristina llegaría para moderar al macrismo. Nada fue como previeron.
El juez más respetado por la política es Martín Irurzun, miembro de la Sala II de la Cámara Federal, el mismo que escribió que De Vido debería estar preso porque tiene todavía poder como para entorpecer las decenas de investigaciones en su contra. Pésimo precedente para la estirpe política bajo investigación judicial. Irurzun consiguió un buen aliado en Leopoldo Bruglia, un camarista nuevo que suele acompañarlo en sus decisiones para conformar una mayoría en la Cámara. Hombre de perfil bajo y trabajo metódico, Irurzun fue uno de los primeros que entendieron que el cambio en la política era una consecuencia de profundas mutaciones sociales. No es la política la que cambió a la sociedad, sino la sociedad la que cambió a la política. Ése es el dato nuevo que Cristina rechaza, incrustada en conceptos políticos pasados de moda, para exhibirse sólo como la eterna víctima de inverosímiles conspiraciones.
Fuente: La Nación