El Congreso nacional del PJ culminó con un empate múltiple, de esos que dejan a todos en carrera. Urtubey, sin embargo, saborea más el resultado porque el cónclave no le quitó ni le agregó nada a sus pretensiones de cara a 2019. (Daniel Avalos)
Ya sabía que su voluntad no se impondría sobre el conjunto y tal vez por ello evitó los discursos y ser parte en la operatoria de lo resuelto el día miércoles, pero disfrutó relajadamente el hecho de que nadie se mostrarse dispuesto a imponerle condiciones. No es poca cosa para quien hace de la muerte política de Cristina y de las relaciones carnales con Macri dos eslóganes de campaña interna. Ejercitemos aquí una digresión, la cual servirá sólo para recordar que la arremetida K contra Urtubey que muchos esperaban no se concretó. Centralmente porque la furia K se concentró en quien ejecutó la ruptura del bloque del Frente para la Victoria en el congreso nacional con claro apoyo del mandatario salteño: Diego Bossio. Es lógico. A Bossio, después de todo, el kirchnerismo lo consideraba de una manera que nunca consideró al salteño: miembro de un colectivo K con objetivos juramentados que no se podían violar.
Mientras tanto, decíamos, Urtubey salió airoso del congreso partidario. Por eso partió al Vaticano junto a Macri con la actitud triunfal y provocativa propia de quienes nunca dejan una copa vacía porque quieren dejar en claro que van al fondo de las cosas. Y lo que es aún más importante: la iniciativa K para que todos los legisladores peronistas no den quorum al macrismo cuando se trate la derogación de las leyes que impiden acordar con los fondos buitres, quedó en la nada aun cuando estaba direccionada al bloque de 15 diputados nacionales que Urtubey apadrina. Es cierto, de haberse aprobado, la iniciativa hubiera sido ineficaz porque con un partido sin conducción nítida son los legisladores quienes mejor desobedecen las órdenes partidarias. Mucho más en el caso de los tres diputados salteños que saben bien que Urtubey es de los más interesados en resolver ese tema por posicionamientos ideológicos, pero también por urgencias prácticas: acceder a préstamos internacionales que permitan dinamizar a una obra pública provincial en franca caída y a una gestión somnolienta que sólo parece estar ahí, esperando que el tiempo arregle los problemas que la inacción humana potencian.
Como confían a este medio experimentados operadores nacionales, he ahí la contradicción de la política y la sociedad argentina: Urtubey es de esas personas que puede seducir a sectores medios por su estética, su habilidad para desplegar un discurso distinto, resolver con claridad intervenciones mediáticas, problemas de la coyuntura política y hasta presentarse como un hacedor de grandes hechos y orador de grandes palabras aun cuando comande una gestión con rasgos de abierto abandono. Los mismos operadores aclaran: “En una sociedad que abandonó el pensamiento y la reflexión, si la situación interna social y administrativa de la provincia no le interesa ni a los propios salteños, como se puede ver en los resultados electorales, por qué deberían interesarles a un habitante de Buenos Aires habido de encontrar nuevas figuras”.
Y entonces Urtubey sigue. Precisar la estrategia que despliega en su autoproclamada carrera presidencial 2019 es algo difícil. No sólo porque carecemos de testimonios o documentos que prueben la existencia de una; también porque tal como muchos analistas ven, Urtubey se parece mucho a un candidato sin equipo de operadores nacionales y provinciales que gobernadores de otras provincias chicas como Menem o Kirchner, sí supieron desplegar años antes de ir por la Casa Rosada. Por ahora, entonces, sólo puede aventurarse sobre eso que Urtubey parece querer emular: los movimientos de Carlos Menem para llegar a la presidencia en 1989. Una historia que el mandatario salteño puede conocer no sólo porque haya leído una serie de libros que relatan ese proceso como un flujo de acontecimientos políticos; sino, fundamentalmente, porque un protagonista central de ese proceso fue su tío y mentor político: Julio Mera Figueroa.
Conviene detenerse un poco en esa figura olvidada de la política nacional. Bien recordado por algunos guerrilleros encarcelados de la década del 60 y 70 en Salta y diputado de la Juventud Peronista radicalizada en los 70, vivió tres años encarcelado durante la última dictadura militar. Tras un breve exilio en Uruguay, se afincó en Catamarca donde se vinculó al caudillo de esa provincia, Vicente Saadi, quien lo relacionó con Carlos Menem cuando éste empezaba a soñar con la presidencia. Que Mera Figueroa sabía mucho del proceso que al riojano protagonizó hacia a la presidencia, lo prueban varios libros y artículos periodísticos que en los 90 analizaron el fenómeno. Era parte de los denominados 12 apóstoles de Menem, fue el coordinador del equipo de campaña “Menem “89”, se encargó de desarrollar argumentos para que la calle digiriera los acuerdos que el entonces candidato tejía con grandes grupos empresarios, militares encarcelados por delitos de lesa humanidad y hasta montoneros exiliados dispuestos a aportar a la campaña de Menem a cambio de indultos. Ya con Carlos Saúl en la Casa Rosada, Julio Mera Figueroa fue el encargado de convencer a legisladores peronistas que había llegado el momento de impulsar lo que nunca el peronismo había defendido: un programa privatizador de las empresas públicas.
El tío Julio, en definitiva, estuvo lejos de ocupar un lugar secundario en esa historia reciente. Una que empezó cuando Menem asumió conductas que hoy parecen reeditarse con los movimientos de Urtubey en un contexto similar: la derrota electoral del justicialismo en las presidenciales. Veamos: siendo gobernador de La Rioja, Menem fue el primer gobernador peronista que se acercó a Alfonsín en los comienzos del gobierno radical, tal como hoy hace Urtubey con Macri; por ello mismo Menem soportó estoicamente los insultos con que el peronismo lo recibió en un congreso partidario de 1985 en el Odeón, tal como se suponía que Urtubey iba ser recibido en Obras Sanitarias el pasado miércoles aunque, como vimos, el que recibió minuciosamente los insultos fue Diego Bossio; a Menem le importaba poco la ascendencia que Antonio Cafiero adquiría siendo gobernador de Buenos Aires enarbolando la bandera de la renovación peronista de la que el riojano formo porte durante unos meses, tal como ahora el propio Urtubey se muestra indiferente a las maniobras de un Sergio Massa que a diferencia de Cafiero no es gobernador, pero que sí pavonea de sus cinco millones de votos en octubre. Mientras todo eso pasaba, Menem se juntaba con la gente y aparecía en las revistas de espectáculos; tal como hoy hace el mandatario salteño en los programas y diarios de los medios hegemónicos donde logra dos objetivos simultáneos: acceso a los hogares de clase media y legitimación en el establishment.
Hay una diferencia importante entre el Menen en campaña del ayer y el Urtubey en campaña del hoy: el primero debía pensar en una estrategia que lo amigara con el poder real que por entonces lo miraba con una desconfianza cercana al pánico, mientras al salteño ese establishment parece decidido a resguardarlo. La conducta amable de Menem con Alfonsín duró hasta 1987 cuando intuyó que el radicalismo empezaba un declive electoral sin retorno. Fue entonces cuando el “Turco” decidió convertir a Alfonsín en blanco privilegiado de sus ataques. En fin, aspectos de la política del pasado que aquellos que buscan la gloria personal siempre salvan del olvido. No porque les guste la historia sino porque pueden servirle para beneficios personales aun cuando sepan que los escenarios nunca son del todo iguales y los actores no representan siempre lo mismo. Lo que siempre es igual es otra cosa: que todos los actores saben que para ganar deben imponerse a muchas voluntades; que saben que el azar juega y juega mucho; y que en la mesa de juego todos tratan de engañarse uno a otros.
Y los que hoy están en carrera son varios. Por ahora, todos se muestran con blasones mayores a los del salteño. Sergio Massa es uno de ellos y está seguro que el juego que quiere hacer Urtubey le saldrá mejor a él por instalación de su figura en la nación, caudal de votos y equipos técnicos y políticos que lo diferencian de esa imagen de un Urtubey errante que a veces parece deambular por la arena nacional sin sostén organizativo.
Mauricio Macri obviamente es otro. Sabe que no es Alfonsín en lo que a bloque de poder se refiere y como todo presidente argentino aspira a ocho y no a cuatro años de gobierno. El principal obstáculo a sus pretensiones es el propio peronismo, una fuerza siempre sedienta de Poder, que suele no admitir gobiernos no peronistas y que rápidamente procura unirse al efecto de ir por la Casa Rosada nuevamente. Por ahora la estrategia de Urtubey y Massa le sirven a Macri para mantener atomizado a ese peronismo, aunque ya la prensa hegemónica le hace saber dos cosas: si su popularidad decae el peronismo se junta más rápido y la popularidad con la que cuenta difícilmente sobreviva a un tipo de gestión que avanza desnudando un enorme inexperiencia y siguiendo a pie juntillas un “Plan Barak Obama”: ese que sólo se contenta con montar un sistema comunicacional y publicitario propio de campaña.
Finalmente: Cristina Kirchner. Es la otra pieza de un escenario. La dirigente que tras ocho años de gobierno y tres meses de ausencia mediática, sigue manteniendo centralidad política. La mujer que uno imagina ordenando movimientos a los suyos, aunque hasta ahora se haya mostrado prescindente de todo. Como esperando encontrar el escenario y el momento adecuado para dar inicio a disputas importantes en donde el discurso puede adivinarse: aunque perfectible, el periodo K es ideológicamente reconocible, políticamente localizable y supone una serie de ventajas sociales prácticas que el macrismo y sus medidas vinieron a erradicar en nombre de una herencia caótica que la población nunca vivenció como tal.