En Salta, un juicio revela cómo contadores y profesionales de la economía se transformaron en los cerebros de una compleja estafa tributaria. A través de facturas falsas y otras estrategias, el grupo delictivo logró evadir millones en impuestos, poniendo en evidencia cómo la falta de ética se esconde tras la apariencia de profesionales respetables. Un caso que demuestra que no todos los criminales operan desde las sombras; algunos lo hacen desde las oficinas más formales.
En Salta, el Tribunal Oral Federal N°2 inició el juicio de uno de esos casos que hace que las líneas entre el crimen organizado y la economía formal se difuminen hasta el punto del absurdo. En esta historia -como en tantas otras- los contadores y otros presuntos cráneos de las finanzas, parecen más cerca de los delincuentes comunes que de los guardianes de la ley tributaria.
Estamos hablando de un juicio que involucra a un grupo de individuos que, con la astucia de quienes manejan números y papeles, orquestaron una estafa a gran escala que generó un agujero millonario en las arcas del Estado.
Los acusados en este caso no son los tradicionales delincuentes de a pie, esos que saltan la cerca de alguna casa para llevarse un televisor. En esta historia, los protagonistas tienen títulos universitarios, oficinas elegantes, y el tipo de carisma que se espera de quienes mueven los hilos en el sistema económico. El contador público Héctor Luis Palópoli, el comerciante Arnaldo Nelson Roldán y el carpintero Christian Marcelo Jardín se encuentran sentados en el banquillo acusados de formar parte de una “asociación ilícita tributaria”. Una trama de facturación apócrifa que hizo que empresas evadieran millones de pesos en impuestos al Valor Agregado (IVA) y a las Ganancias, un plan delictivo al estilo de las “usinas” de facturación falsa.
La ingeniería de la evasión
El modus operandi de estos sujetos parecía salido de una novela de suspenso económico. Según la acusación, los implicados no solo idearon una trama para eludir impuestos, sino que lograron meterla dentro del sistema, engañando a la misma AFIP, el ente recaudador del gobierno. El objetivo: generar facturas falsas para empresas que necesitaban inflar sus balances y escapar de sus obligaciones fiscales.
A lo largo de la investigación, el Ministerio Público Fiscal, a cargo de los fiscales Carlos Martín Amad y Soledad Cabezas, identificó que estos “genios de la evasión” fabricaron facturas electrónicas apócrifas por un total de $143.701.499, con un IVA evadido de $24.772.903. Lo que permitió a las empresas involucradas obtener un crédito fiscal ficticio, logrando disminuir su base imponible en el IVA y en el Impuesto a las Ganancias. Los beneficiarios de estas maniobras se ahorraron una fortuna en impuestos que nunca fueron a parar al fisco, y mientras tanto, el Estado se encontraba con el “rostro lavado” por una serie de documentos falsificados con destreza profesional.
En un ejemplo clarísimo de cómo la falta de ética puede convivir con el más alto profesionalismo, Palópoli, un contador matriculado (y de apellido conocido en la provincia, por cierto), facilitaba la emisión de facturas electrónicas a terceros, recurriendo para ello a personas vulnerables que les cedían sus datos fiscales. Entre las víctimas de esta ingeniería fiscal se encontraban incluso individuos de bajos recursos, utilizados como “prestanombres” para inscribir empresas fantasma en la AFIP.
A la par, Christian Jardín, un carpintero con nulo expertise en contabilidad, cumplía la función de buscar clientes para Palópoli. Por otro lado, Arnaldo Roldán, el comerciante, operaba como intermediario entre las empresas de facturación y las empresas “compradoras” de las facturas falsas.
En conjunto, estos individuos lograron lo que a primera vista parece un delito menor, pero que a escala se convirtió en una evasión masiva de impuestos que causó un daño económico importante al fisco. Es aquí donde la clave del crimen reside: detrás de una sonrisa amigable, un cuaderno de contabilidad, y un par de números en una hoja de Excel, un crimen fiscal de grandes proporciones podía estar gestándose, sin que nadie sospechara del modus operandi de los delincuentes de calculadora y guante blanco.
El rastro del delito
La investigación comenzó en mayo de 2017, cuando la División Investigación de la Dirección Regional Salta de la AFIP detectó que un grupo de contribuyentes estaba emitiendo facturas electrónicas con montos relevantes. La conexión entre esos contribuyentes era evidente: usaban una misma dirección IP para la emisión de las facturas, lo que llevó a los investigadores a sospechar de una operación fraudulenta. El análisis de las facturas emitidas mostró que entre los años 2016 y 2017, se habían emitido facturas por un monto total de $143.701.499, lo que implicaba un desfalco considerable.
Al analizar los movimientos de los acusados, la fiscalía detectó que estos operaban como si estuvieran en una red bien estructurada. Un “delito de guante blanco” que no solo consistía en evadir impuestos, sino también en comercializar el crédito fiscal de esas facturas, haciendo que empresas legítimas adquirieran documentos falsificados para inflar su balance. Las facturas, que en realidad no correspondían a ningún bien o servicio real, se vendían a un precio que rondaba el 20% de su valor real.
La investigación de la AFIP se complementó con intervenciones telefónicas que revelaron detalles cruciales de la operación. En conversaciones interceptadas, se escucharon a los imputados hablar sobre cómo “conseguir prestanombres”, es decir, personas dispuestas a ceder su CUIT y clave fiscal a cambio de una pequeña recompensa económica, o cómo eludir a la AFIP en caso de que las facturas fueran rebotadas.
En una de las intervenciones, Palópoli y Jardín se referían a un cliente que necesitaba “un chango” para completar los trámites de inscripción en AFIP, utilizando términos como “papel” y “besitos” para referirse a los trámites ilegales que realizaban. Estas expresiones no solo ponen de manifiesto la falta de escrúpulos de los implicados, sino también su capacidad para operar en un sistema que debería garantizar la transparencia fiscal.
La profesión al servicio del crimen
Lo que este caso pone en evidencia es que, en el mundo de la economía, también existen “genios” que no dudan en pervertir el sistema con tal de hacer dinero fácil. Mientras que algunos se jactan de su habilidad para realizar malabares con las finanzas, hay otros que usan el mismo conocimiento para construir un fraude de enormes dimensiones, sin preocuparse por las consecuencias sociales de sus actos. Los contadores, economistas y otros profesionales de las finanzas, cuya vocación debería ser la de asegurar el cumplimiento de la ley, terminan siendo los protagonistas de una maniobra que no solo afecta a la economía, sino que también roza con la impunidad política.
En este caso, Héctor Luis Palópoli, quien era un contador público habilitado y había formado varias sociedades, utilizó su conocimiento en contabilidad para elaborar facturas falsas, mientras que Alfredo Camacho, un gestor, se encargaba de reclutar a personas de bajos recursos para que cedieran sus datos fiscales. A su vez, Christian Jardín, un carpintero que posiblemente nunca imaginó que terminaría involucrado en una red de evasión tributaria, también desempeñó su papel en la distribución de las facturas falsas.
Lo más irónico es que estos delincuentes no solo han burlado al sistema fiscal, sino que han logrado hacerlo en un ámbito que se considera altamente profesional, en el que la confianza pública debería ser inquebrantable. ¿Cuántas veces hemos oído hablar de estos operadores del sistema financiero sin que nadie se dé cuenta de lo que está pasando? El juicio en ciernes nos recuerda que el crimen organizado puede presentarse con la apariencia de un contador honesto o un comerciante con corbata, y que la corrupción puede estar al acecho en los mismos espacios donde se protege el dinero de todos.
El delito tiene su “arte”
Al final del día, la cuestión no es sólo cuántos millones de pesos se evaporaron por el camino. La cuestión es cómo esta historia pone en evidencia que el delito, cuando se comete con la inteligencia y la sofisticación de quienes entienden cómo funcionan los números y las leyes, puede quedar bajo el radar de la sociedad. El crimen de guante blanco, lejos de ser una excepción, está cada vez más presente en el paisaje económico y político. Más que nunca, es necesario que las instituciones estatales redoblen sus esfuerzos para evitar que esta “industria” del fraude siga creciendo.
A veces, los criminales no solo están tras las rejas, sino también en las oficinas de los contadores, en las mesas de los gestores y entre los asesores financieros que, con la excusa de optimizar recursos, terminan esquivando el pago de impuestos.