Igualdad, desigualdad y expansión: El imperialismo racializado de EE UU

 

Mto. Eduardo Fernández Muiños

 

Desde sus orígenes, los Estados Unidos se han presentado como un proyecto político fundado en los principios universales de libertad, igualdad y democracia. Sin embargo, una lectura detenida de su historia institucional y de sus praxis específicas revela la coexistencia de esos ideales con formas persistentes de exclusión racial, articuladas con una dinámica sostenida de expansión territorial. Lejos de constituir una contradicción accidental, esta tensión ha estructurado un régimen de poder que, bajo la retórica legitimadora del universalismo, ha implementado mecanismos de subordinación hacia poblaciones racializadas tanto dentro como fuera de sus fronteras.

Si bien esta experiencia responde a coordenadas históricas y culturales específicas, su análisis resulta pertinente para abordar, desde una perspectiva crítica, procesos análogos que han configurado los órdenes sociales y políticos en diversas regiones del continente americano. Estados Unidos no solo consolidó su hegemonía mediante la acumulación económica y militar, sino también a través de una arquitectura simbólica que naturalizó jerarquías raciales y proyectó un modelo de civilización excluyente, frecuentemente replicado en otras latitudes.

Una primera aproximación a esta problemática puede observarse en los documentos fundacionales del país. La Declaración de Independencia de 1776 afirma que “todos los hombres son creados iguales”, pero al mismo tiempo califica a los pueblos indígenas como “salvajes despiadados” en su Queja N.º 27 . Esta aporía se dilucida si se comprende que los ideales de igualdad estaban reservados a una comunidad restringida, excluyendo explícitamente a quienes eran percibidos como ajenos al canon civilizatorio dominante. Por su parte, la Constitución de 1787 introdujo la llamada cláusula de los “tres quintos”, que contabilizaba parcialmente a las personas esclavizadas para efectos de representación, negándoles reconocimiento como sujetos plenos de derechos. Aunque el término “esclavitud” no figura de manera literal, su institucionalización resulta innegable.

Como señala Mignolo, “la expansión territorial de los Estados Unidos no puede entenderse sin su articulación con un proyecto de colonialismo interno hacia los pueblos indígenas y afrodescendientes” . Se configura así una matriz de poder donde el discurso igualitario convive con una práctica estructural de exclusión racializada, moldeando las bases del orden político y social estadounidense.

Durante el siglo XIX, la ideología del Destino Manifiesto se erigió como narrativa legitimadora de la expansión geográfica. Bajo la premisa de una misión providencial, el avance sobre nuevos territorios fue representado como un acto civilizador y benéfico. La Guerra contra México (1846–1848), que culminó con la anexión de Texas, California y Nuevo México, constituye un ejemplo paradigmático de esta lógica. Como observa Galeano, “Estados Unidos creció con la ley del más fuerte: su expansión se hizo a costa de los pueblos indígenas exterminados y los mexicanos despojados” . Estas no fueron decisiones tácticas circunstanciales, sino expresiones de un patrón estructural donde la dominación territorial se combinaba con una jerarquización racial funcional al proyecto nacional.

En efecto, lo que se consolidó fue un modelo de acumulación geopolítica que combinó ambiciones estratégicas con una epistemología racista, reforzada por mecanismos de producción simbólica. Como sostiene Carlos Alberto Torres, ese modelo incluyó un “racismo institucionalizado que se internaliza a través del sistema educativo, los medios de comunicación y las relaciones internacionales” . A través de estos dispositivos, se impuso una matriz cultural que no solo legitimó el liderazgo moral de Estados Unidos, sino que desplazó e invisibilizó otras formas de vida, saber y organización social, particularmente en América Latina.

Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, la dimensión imperial del poder estadounidense se expresó con mayor claridad mediante la Guerra Hispano-Estadounidense y las ocupaciones militares en el Caribe y Asia. La anexión de Puerto Rico, Guam y Filipinas se realizó bajo el imperativo de llevar la civilización a pueblos considerados incapaces de autogobierno. La ocupación de Haití (1915–1934), en particular, se sustentó en una narrativa de estabilización que encubría una mirada racializada: se atribuía al pueblo haitiano una supuesta inferioridad inherente que imposibilitaba su autonomía. Como advierte Selser, “las tropas estadounidenses desembarcaban para ‘restaurar el orden’, pero en realidad respondían a intereses económicos y a una visión del mundo donde los latinoamericanos eran considerados inferiores” .

Estas intervenciones no se agotan en su dimensión geopolítica. Wallerstein subraya que el racismo cumple una función sistémica al institucionalizar jerarquías que naturalizan la desigualdad global. En sus palabras: “Estados Unidos emerge como potencia hegemónica articulando expansión territorial, explotación laboral y exclusión racial tanto dentro como fuera de sus fronteras” . De este modo, el imperialismo racializado estadounidense no debe comprenderse como un fenómeno doméstico, sino como parte constitutiva del capitalismo global. Este enfoque resulta clave para interpretar cómo diversas naciones latinoamericanas ingresaron al sistema-mundo desde posiciones estructuralmente subordinadas, en muchos casos internalizando formas de dominación racial impuestas por el centro hegemónico.

Ahora bien, esta mirada no desconoce la existencia de resistencias y luchas antirracistas al interior de la propia sociedad estadounidense. Sin embargo, sí señala con claridad los límites constitutivos del modelo, que ha reproducido desigualdades bajo el ropaje de una supuesta igualdad formal. Como indica Mignolo, “es urgente decolonizar el saber y el poder que legitima este orden racializado y geopolítico” . En sintonía, Marvin Harris sostiene que las desigualdades raciales en EE UU. no derivan de diferencias biológicas ni culturales, sino de una estructura económica que ha condicionado históricamente la asignación de trabajo según el color de piel . Desde su enfoque materialista cultural, Harris afirma que los fenómenos atribuidos a “herencias africanas” —como la baja escolarización o la fragmentación familiar— son en realidad consecuencias de la exclusión estructural, no causas. Señala, además, que la cultura dominante blanca ha diseñado mecanismos ideológicos y políticos para sostener su control sobre el mercado laboral, etiquetando como “inferiores” a otros grupos para justificar su marginación. Instituciones como la escuela, los sindicatos, las políticas migratorias y la fuerza pública han operado como engranajes en la reproducción de este orden desigual.

Para lograr una lectura crítica sobre América Latina, deviene indispensable considerar el aporte específico del proceso histórico de los Estados Unidos, no como simple antecedente externo, sino como clave estructurante del orden global contemporáneo. Obvio es que lejos de circunscribirse a su contexto nacional, dicha experiencia permite iluminar el origen de ciertas desigualdades globales y, al mismo tiempo, invita a interrogar las formas de subordinación que han sido aceptadas, imitadas o incluso reforzadas por nuestras propias estructuras sociales y estatales. Reconocer estas genealogías de poder y sus persistencias estructurales constituye un paso ineludible si se aspira a construir futuros verdaderamente emancipatorios sustentados en principios de justicia, pluralidad y autodeterminación, que no reproduzcan formas encubiertas de desigualdad bajo el ropaje de una igualdad meramente declarativa.

Bibliografía:

* Galeano, E. (1971). Las venas abiertas de América Latina. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.

* Harris, M. (1971). Patrones de la cultura. Buenos Aires: Amorrortu.

* Mignolo, W. (2007). La idea de América Latina. Barcelona: Gedisa.

* Selser, G. (1987). Cronología de las intervenciones extranjeras en América Latina (1776–1986). México: UNAM.

* Torres, C. A. (1991). Los muros invisibles: La guerra contra los inmigrantes latinos en los Estados Unidos. Buenos Aires: CLACSO.

* Wallerstein, I. (2006). El moderno sistema mundial II: El mercantilismo y la consolidación de la economía-mundo europea, 1600–1750. México: Siglo XXI Editores.