La ultraderecha no se envalentona. Por el contrario, la arremetida anti-woke del gobierno libertario expone su impotencia ante el fracaso del modelo económico. ¿Qué hay detrás del interés del mileísmo en que la batalla cultural cope la agenda pública y por qué es conveniente evitar la tentación de entrar en ella?
Nicolás Bignante
En el experimento libertario de Javier Milei, donde las promesas de un paraíso de libre mercado se tambalean al compás de un modelo económico sin combustible, el discurso político ha optado por refugiarse en un recurso ya conocido: desempolvar debates ideológicos y agitar las aguas de la moralidad pública. Pero, ¿qué pasa cuando los resultados económicos no llegan y la paciencia del electorado se agota? Simple: se enciende la máquina del ruido. Y Milei, como buen engendro de la polarización, lo hace con la precisión de un reloj suizo, aunque con la discreción de un elefante en un bazar.
Mientras tanto, en el plano material, esta semana cuatro titulares sintetizaron la realidad económica del primer año del gobierno libertario:
“El dólar blend se comió todo el superávit del primer año de Milei”: Esa quimera de unir los dólares financieros con los comerciales terminó siendo un agujero negro que engulló las pocas reservas disponibles.
“El gobierno ya se gastó el préstamo Repo que consiguió hace dos semanas”: El dinero prestado para calmar las aguas del mercado cambiario duró menos que un suspiro.
“Sigue la emisión: la base monetaria se duplicó durante el primer año de Milei”: Contradiciendo todo dogma libertario, la impresora de billetes no ha dejado de funcionar.
“Se negocia con el FMI un cronograma de desembolsos que permita acelerar la salida del cepo”: Lejos de romper con el status quo, Milei busca apurar desembolsos para evitar un colapso mayor.
Es decir, recesión, endeudamiento y atraso cambiario componen la triada de un modelo que naufraga sin rumbo. Sin embargo, en lugar de enfrentar estas verdades económicas, el gobierno elige desviar la mirada hacia los laberintos de la batalla cultural.
Woke vs. anti-woke
En Argentina y en buena parte del mundo la batalla que se está librando no es precisamente cultural, sino material. Cuando Milei tomó el escenario en Davos y cargó contra la “agenda woke”, su discurso no fue más que una pálida reproducción de los asuntos que polarizan a las sociedades occidentales. El “woke” y el “anti-woke” son, al final, dos caras de una misma moneda que opera desviando el foco de la derrota económica cada vez más evidente y propiciando fragmentaciones en el seno de la clase trabajadora.
Los ecos de sus declaraciones se concatenan con dos episodios internacionales de alto impacto: el saludo nazi de Elon Musk en la asunción de Donald Trump y la afirmación de este último de que su país solo reconocerá dos géneros. Lo que queda claro es que estas cuestiones no son más que factoides diseñados para movilizar y polarizar. No son debates reales; son cápsulas emocionales que invitan a tomar partido, independientemente de cuán formado se esté en la materia.
Recetas viejas para problemas nuevos
La estrategia de Milei no es novedosa. Antes la ensayaron Mauricio Macri y Alberto Fernández, cada uno apuntando a sus respectivas tribunas. El actual presidente, sin embargo, ha llevado la táctica al extremo. Esta semana, en un movimiento calculado, el gobierno anticipó la eliminación de la figura de femicidio del Código Penal, el cupo trans y el DNI para personas no binarias. Propuestas que anticipan acalorados debates en las redes sociales y en los medios, aunque carecen de impacto real en el bolsillo del electorado.
La explicación es sencilla: es mucho más fácil polarizar en torno a debates de índole moral que explicar cómo se dilapidaron los fondos del préstamo Repo o por qué la emisión sigue descontrolada. Como bien señala Žižek, las ideologías modernas no buscan representar la realidad, sino estructurar la percepción de esta. Y en este caso, la percepción que Milei desea construir es clara: un combate épico entre el “bien” y el “mal” cultural.
Según el sociólogo David Sulmont, la polarización florece en un contexto de desconfianza hacia los partidos tradicionales, donde se exige clarificar posturas, se desdibujan las opciones moderadas y crecen los discursos extremos. De este fenómeno no solo se nutre el gobierno, sino también la oposición que se muestra incapaz de salir del juego que el oficialismo propone.
El problema es que mientras los detractores de Milei se enredan en debates inconducentes entre “progres” y “anti-progres”, el gobierno avanza en sus políticas económicas, dejando a la mayoría sin herramientas para cuestionarlas en profundidad.
Cuestión de pesos y centavos
En última instancia, la estrategia de Milei refleja una verdad incómoda: la economía, ese ámbito complejo y lleno de aristas, rara vez se presta al sentido común. En cambio, cualquier individuo con acceso a datos móviles se siente habilitado para opinar sobre moralidad, género o cultura. Por eso, el poder prefiere empujar la discusión hacia ese terreno.
El contexto internacional también alimenta este tipo de maniobras. Las tensiones globales por los discursos polarizantes no hacen más que reforzar esta tendencia. De hecho, el caso de Elon Musk, mencionado previamente, es paradigmático. El magnate devenido en showman de la ultraderecha utiliza su plataforma para amplificar discursos radicales y captar la atención mediática, desviando así cualquier cuestionamiento sobre la conducción de sus propios negocios o decisiones corporativas. En un paralelismo inquietante, Milei parece seguir esa misma hoja de ruta.
Por otro lado, la oposición tampoco se muestra capaz de romper este ciclo. En lugar de cuestionar las políticas económicas del gobierno con argumentos claros y precisos, buena parte de la discusión pública termina girando en torno a la agenda cultural propuesta desde el oficialismo. Esto no hace más que reforzar la narrativa del gobierno y perpetuar la polarización.
La incapacidad para construir una agenda alternativa, centrada en los problemas materiales que afectan a la mayoría de la clase trabajadora, se traduce en un vacío que el oficialismo llena con discursos ideológicos vacíos. Es una situación preocupante que, de no revertirse, condena a los trabajadores a un debate público estéril y desconectado de las necesidades reales.
El peso de la historia
Históricamente, la Argentina ha oscilado entre periodos de experimentación económica y ciclos de crisis recurrentes. La promesa libertaria de Milei se basó en la idea de romper con ese pasado, pero los hechos indican lo contrario. Las recetas aplicadas no sólo no han sido innovadoras, sino que han profundizado los desequilibrios existentes.
En este contexto, el papel de la ciudadanía es crucial. Resistir la tentación de entrar en los debates triviales propuestos desde el poder y exigir explicaciones concretas sobre las políticas económicas y sus resultados es el primer paso hacia una discusión pública más saludable.
El gobierno libertario, lejos de revolucionar la política o la economía, parece condenado a repetir los mismos dogmas y los mismos errores. En ese mix de batallas culturales y discursos polarizantes, la ironía máxima es que el cambio prometido no ha sido más que una continuidad maquillada. El desafío, tanto para la oposición como para la opinión pública, es no caer en la trampa de los debates fáciles. Porque si hay algo que el poder teme, es una resistencia que se atreva a poner el foco en aquello que sustenta cualquier avance en materia de derechos: las contradicciones materiales que marcan el devenir de la historia.