Cuenta la leyenda de una tribu que vivía en las orillas del Paraná, que vivía una mujer muy especial, con notables atributos artísticos para el canto. Es que las canciones de amor que componía para los dioses conjugaban perfectamente con la belleza singular e inmensa de la naturaleza y llegaba a estremecer y a templar el carácter de  los más fríos guerreros. Emilia Molina.
Anahí era su nombre. Cuentan que tenía rasgos duros, autóctonos, cabello oscuro casi como la noche,  piel morena y curtida que se acentuaba cuando la tarde moría y el sol apenas la acariciaba; dueña de una particular beldad que, lejos de pertenecer a parámetros estéticos, se fundía con su sensibilidad artística. Tan llamativa composición podía ser comparable con el vasto río Paraná.
Una tarde de verano, llegaron ellos, los invasores, gente blanca y ambiciosa que agresivamente despojaron a todos los habitantes originarios de su tierra y les arrebataron todo, hasta su cultura.
Anahí fue capturada y encerrada, lloraba desconsoladamente día y noche, esperaba con ansias poder salir. Ese día finalmente llegó; una noche un vigía se rindió contra el sueño y se durmió. La joven se dirigió hacia el centinela, le arrebato su puñal y clavándoselo en el pecho, también le robó la vida.
Al otro día, los españoles lo encontraron muerto al vigía, pero Anahí ya estaba en el bosque; aun así lograron acorralarla y la ataron a un árbol para que muera en la hoguera; así la dejaron el resto de la noche, ardiendo en las llamas. A la mañana siguiente, donde debía estar el cuerpo de Anahí encontraron un árbol con hojas aterciopeladas que en la primavera daría unas  flores rojas con un suave y delicioso perfume que nacen sólo de las ramas nuevas y atraería a colibríes y abejas. Según dicen, los dioses le otorgaron una bella eternidad como muestra de agradecimiento a tan hermosas alabanzas.