A 84 años de la muerte del pintor, recordamos y celebramos su obra: una de las más importantes y amadas por coleccionistas del arte argentino, y de las pocas que supo retratar, de forma íntima y personal, la atmósfera de los paisajes de nuestra tierra.

Solo unos pocos meses de vida. Y que el aire de las sierras cordobesas le harían mejor a sus pulmones, para pasar aquel breve tiempo lo mejor posible. Ese fue el consejo de sus médicos, luego de haber sido diagnosticado de tuberculosis. Apenas era un treintañero que había vuelto hace unos años de Europa, donde había estudiado a los grandes maestros de la pintura. También era el menor de seis hermanos y en quien recayó el negocio familiar, luego de la muerte de su padre.

No fue lo suyo: perdió la fortuna heredada y, finalmente, se fue a la provincia de Córdoba para respirar el aire puro recomendado. Vivió veinte años más, pintó casi 800 obras –en las que retrató distintos lugares del paisaje nacional– y se convirtió en uno de los artistas más buscados por los coleccionistas del arte argentino. El treintañero moribundo se convirtió en el genial Fernando Fader.


(Caballos, de Fernando Fader, 1904. Óleo sobre tela, 90 x 130 cm)

El comienzo

Había nacido el 11 de abril de 1882, en la ciudad de Burdeos, Francia. De padre alemán y madre francesa, a sus tres años, llegaron a la provincia de Mendoza. Los Fader fueron una familia pionera en el desarrollo de la industria petrolera en el país. Se dice que crearon el primer oleoducto en la Argentina, el cual contaba con 42 kilómetros entre la ciudad de Cacheuta y la capital de Mendoza. Tuvieron varios proyectos hidroeléctricos y de energía. Supieron crecer y llevar adelante muchos de ellos. Sin embargo, el destino del pequeño de los Fader no estaba en la ingeniería ni los números, sino en los pinceles, los colores y las imágenes.

Fernando, a los veintitantos, ya había realizado varias pinturas y dibujos, y una primera exposición en Buenos Aires, que fue elogiada por Cupertino del Campo, director del Museo Nacional de Bellas Artes durante veinte años y también pintor. Esto le abrió ciertas puertas en el escenario artístico local. Pero no fue hasta su estadía de recuperación, cuando en 1915 conoció al galerista y marchante alemán, Federico Müller, que le ofreció un contrato para que continuara con su carrera pictórica y, sobre todo, para solventar sus gastos.

Era el momento de la Primera Guerra Mundial. Nadie compraba arte y había que sobrevivir. Gracias a los contacto de Müller, Fader vendió más de 160 piezas de su producción a precios más que considerables. Así, logró posicionarlo como uno de los pintores más destacados y requeridos de la época.


(El pellón negro, de Fernando Fader. Oleo sobre tela. 70 x 90 cm)

“Retiro mi obra”

En 1914, Fernando se presentó en el Salón Nacional con una de sus obras: La mantilla, que luego fue conocida como Los mantones de Manila. Por decisión unánime del jurado, fue seleccionada para el Premio Adquisición. Esta pieza, según cuentan los historiadores, estaba tasada en $ 6000, pero esa distinción del Salón Nacional constaba de solo $ 3000. Fader lo rechazó y retiró su obra. Algunos dicen que tomó esta decisión por el embargo que tenía sobre sus bienes, luego de la deuda adquirida por la quiebra de la empresa familiar. Sin embargo, otros lo atribuyen a las convicciones del pintor por el valor genuino que le entregaba a cada una de sus piezas y, a su vez, en pos de la necesidad de profesionalizar la actividad artística.

Luego de la muerte de Fader, el 28 de febrero de 1935, Müller finalmente le vendió Los mantones de Manila al MNBA, a $ 20.000. Cupertino del Campo, entonces ya director del Museo, había adquirido también La comida de los cerdos: una obra que había sido premiada en Munich, diez años antes. La institución argentina cuenta con varias obras del pintor, en las que sobresale toda la maestría de un artista nunca más olvidado.


(Los mantones de Manila, de Fernando Fader, 1914. Óleo sobre tela, 116 x 140 cm).

Pintura y legado

“Yo no miro sino como pintor; mis ojos no disponen de otro procedimiento, como si fatalmente tuviese ante ellos un prisma que todo lo rinde en tonos, valores, pinceladas, expresiones. Cuando miro la naturaleza, una piedra, un tronco de árbol, una vaca o un cerdo, lo miro ya pintado, tamizado por mi espíritu pictórico”, expresó Fader en una entrevista para la revista Caras y Caretas.

Así lo hizo, demostrando su destreza y talento en sus pinturas de género y costumbristas, como Caballos (1904); Fin de invierno(1918); Al solcito (1922); Pocho (Córdoba) (1930). Quizá, la pincelada rápida y esa factura veloz para componer las diferentes escenas hagan tildar el estilo de Fader como impresionista.


(Las playas de Guasapampa, de Fernando Fader, 1930. Óleo sobre tela, 81 x 100 cm).

Al respecto, Ignacio Gutiérrez Zaldivar, uno de los mayores expertos en su obra, expresó hace unos años: Erróneamente, a mi criterio, se le pone a Fader la etiqueta de pintor impresionista, cuando era un realista preocupado por los efectos de la luz sobre los objetos. Era capaz de terminar un óleo en tres horas pintando al aire libre, pero su técnica no tenía nada de improvisación. Había estudiado en la Academia de Bellas Artes de Munich y preparaba sus modelos durante meses”.

Y agregó:Es el pintor de la soledad y el silencio. Tenía una personalidad muy especial, él creía ser un músico y un escritor frustrado, era un hombre que hablaba seis idiomas y se había recluido en Córdoba para sobrevivir. Nadie quería alquilarle una casa porque se creía, en esos tiempos, que la tuberculosis era contagiosa. Entonces, él se hizo su propia casa, desde cero. Hay muchas anécdotas que lo retratan”, como el rechazo al Salón Nacional aunque, durante esos años, estuviera quebrado.


(Últimas hojas o Cuidando las cabras, de Fernando Fader, circa 1926. Óleo sobre tela, 111 x 182 cm).

Además de ciertas galerías y colecciones privadas, la casa de Fader –el Museo Guiñazú en Luján de Cuyo (Córdoba)– tiene la mayor cantidad de piezas de su producción. Y otras tantas están en el Museo Castagnino de Rosario. Sin embargo, y según Gutiérrez Zaldivar, la de mayor calidad está en el Museo Nacional de Bellas Artes. Es por eso que, más allá de todas las cosas que puedan decirse acerca de las obras de Fader, queda, sobre todo, ir a visitarlas y mirarlas, observarlas y sentirlas. Tal vez, la única forma de ser parte de un legado público, de todos y, por supuesto, siempre extraordinario.