Emile Nadra, de 94 años, le expropiaron tres ingenios azucareros en Tucumán durante el gobierno de Onganía. Tiene que cobrar $350 millones. A pesar de que tiene sentencia favorable de la Corte Suprema desde 1989 el Estado dilató los pagos.
«Yo doy por sentado que estoy preso en todos lados», dice Emile Nadra, mientras amaga una tímida sonrisa. Su vida se divide en dos. Hasta los 48 años fue un poderoso empresario de Tucumán. Después le expropiaron la empresa. Y esperó. No un día. No dos. No un mes. 36 años. Mientras vive en un departamento alquilado de 60 metros en Belgrano, con su mujer, una hija y la señora que lo cuida, lucha contra el tiempo para cobrar 350 millones de pesos.
En la casa de los Nadra no hay día que no se hable de lo mismo: la causa judicial por los tres ingenios azucareros que el gobierno de Onganía les quitó el 21 de mayo de 1970 y nunca les pagó, más otros dos que intervino y condujo a la quiebra. Entre todos empleaban a 10 mil obreros. La historia diría luego, según datos del censo oficial, que fueron expulsados 11 mil pequeños productores cañeros y 250 mil tucumanos (un poco más del 20% de la población de entonces) emigraron cuando en la provincia lo único que quedó fue pobreza.
«Yo era la figura más importante en el mundo empresario tucumano, empleaba a miles de obreros. Tenía cinco ingenios. La provincia estaba pendiente de lo que podíamos hacer y de pronto aparezco sin nada, despojado de todos los bienes. Fue muy duro», dice Emile, de 94 años, con los ojos bien abiertos. Cuando recuerda se enoja y habla más rápido. Aunque a veces se le mezclan algunas fechas, no olvida.
Los ingenios La Trinidad, La Florida, y Santa Rosa fueron intervenidos en 1966 al poco tiempo que asumió el gobierno de facto. Todos ellos, más las destilerías en conjunto formaban la Compañía Azucarera Tucumana (C.A.T). «Con un deficiente manejo y sin posibilidad que Nadra pudiese controlar su empresa, la intervención convirtió a la compañía cuatro años después en un elefante blanco deficitario. En 1970, una vez saqueada por completo, Onganía mediante el decreto 18.686 estableció que los ingenios eran de utilidad pública y procedió a su expropiación, sin cumplir con el recaudo esencial de pago. Literalmente despojó a Nadra de toda su empresa», explica Gerardo Rigiroli, uno de los abogados que lo representa.
Eran tiempos difíciles. Su papá, Nallib, sufría, su mamá lloraba, y su hermano Fernando se tuvo que ocultar porque pertenecía al Partido Comunista. El azar (si es que existe) quiso que los Nadra se dedicaran al negocio del azúcar. En la década del ’20 Nallib llegó al país y se convirtió en comerciante de telas. En la crisis del ’30 perdió todo. Entonces un amigo lo ayudó: le dio un préstamo de 100 bolsas de azúcar. Así empezó todo.
Cuenta la historia que Nallib no aguantaba verlo triste a su hijo. «Angustia, de eso se murió. Unos meses después de la expropiación le agarró un fuerte estrés», afirma Emile y se remonta a aquellos años cuando le tocó atravesar uno de los momentos más duros. Estaba prófugo del gobierno de facto- lo acusaban de comunista aunque él jura que nunca militó en la política- y no pudo ir al velatorio.
En su vida todo fue vertiginoso. Se recibió de ingeniero geógrafo en Córdoba (puede hablar horas y horas sobre su tesis si alguien le pide), en 1950 volvió a Tucumán para ayudar en el negocio familiar y logró hacer crecer la empresa en forma exponencial. En el ’62 adquirió la CAT que era de los Torquinst junto a José Ber Gelbarg (empresario y activista comunista que llegó a ser ministro de Economía durante la tercera presidencia de Perón) y Simón Duschatzky.
El sector atravesaba entonces una fuerte crisis. En el ’66 el precio internacional del azúcar se derrumbó: pasó de costar US$ 8,48 la libra en 1963 a US$ 1,86, tres años después, de acuerdo a los datos de la Dirección de Estadística de Tucumán. Pero además ese fue el año del récord de producción con la elaboración de 756 mil toneladas (en el ’61 para tener referencia se habían producido 374 mil toneladas) y se hacía casi imposible poder exportar el excedente.
Aunque las deudas que tenían no eran mayores a las de otros ingenios y su nivel de rendimiento tampoco era menor, la «ineficiencia» fue una de las causas esgrimidas para la expropiación. Durante el gobierno de Onganía se impuso el cierre forzado de 11 de los 27 ingenios que había en la provincia, muchos de los cuales fueron desmantelados.
«Tras la expropiación, Nadra inició la acción de ‘expropiación inversa’. Es decir, que el Estado le devuelva sus bienes, o que le pague por ellos. A poco de iniciada la acción, el Estado Nacional derogó en 1970 el decreto de ley 18.866 que establecía la expropiación, pero no cesó la intervención de las empresas ni devolvió los bienes expropiados», dice Rigiroli.
Según explica el letrado ese ardid le dio fundamento a la Justicia para rechazar el pedido indemnizatorio, al sostener que al no existir a la fecha la sentencia de ningún decreto expropiatorio, la causa devenía en abstracta. En otras palabras: si no había decreto expropiatorio, no se podía hablar de expropiación, por lo tanto no se podía hacer lugar a la demanda.
Así la sentencia de primera instancia rechazó el pedido de indemnización. Igual suerte corrió Nadra cuando apeló la decisión. A esas alturas ya se había decretado la quiebra de la CAT por mal manejo durante la intervención. Era otro golpe más. Ante ese escenario, Emile acudió a la Corte Suprema que recién en 1989 se pronunció al respecto: su veredicto no sólo hizo lugar al pedido sino que además fijó los montos indemnizatorios para cada uno de los ingenios, como así también el sistema de cálculo para su liquidación.
Fue un momento de festejo. «Ya cobramos», pensó Emile y sus cuatro hijos que habían sufrido la suerte de la empresa empezaron a ser optimistas. Sin embargo, no sería así. «Durante el menemismo y el gobierno de De la Rúa y los Kirchner, el Estado planteó trabas para el pago. El sistema de aplicación de intereses, el tipo de tasa, la consolidación de la deuda. Esos fueron algunos de los puntos que demoraron todo el proceso», señala el otro abogado representante de la familia, Leandro Rizicman.
El tiempo corría. Hubo momentos en que Emile ya no tuvo más fuerzas y lo invadió la tristeza. Llegó a tener 11 propiedades en total entre Tucumán, Minamar y Buenos Aires. En Sucre y Washington tenían un caserío de 1800 metros cuadrados. Difícil de imaginar. De eso ya no queda nada.
«Era un Lázaro Báez, pero no corrupto», dice para graficar el poder que llegó a tener. «Cuando uno sube mucho, las caídas duelen más», le había advertido su madre, siempre intuitiva. Cuando cierra los ojos Emile a veces sueña que cobra lo que le deben. A veces se conforma con pensar en tiempos pasados. Él, uno de los dueños de Tucumán, amante del cine, que viajó por el mundo, ahora sobrevive gracias al aporte de familiares que le pagan el alquiler del departamento de Belgrano. Pero no se rinde… Los ingenios son todavía su vida y se aferra a la ilusión.
Cómo sigue hoy el juicio
Aunque Emile escucha cada vez menos y su visión está afectada a raíz de una maculopatía avanzada, no hay día que no le pregunte a sus hijos y abogados si hay novedades en el caso. «Estoy viviendo con la ayuda de amigos y familiares, y sólo espero dejar a los míos los residuos de un patrimonio que me fuera confiscado hace medio siglo», dice.
El monto del juicio hoy es por $ 840 millones, cifra muy menor a la reconocida en el ’89 por la Corte Suprema y de ese monto le corresponden $350 millones a Nadra. En los últimos seis meses hubo muchos avances en la causa. En marzo la Sala A falló a favor de Emile, pero el 16 de mayo el Estado volvió a presentar un recurso extraordinario. Otra vez se demora el pago y el tiempo, como si fuese una cuenta regresiva, es cada vez menor.
«Yo me acostumbré tanto al dolor y al sufrimiento que ya me parece natural. Mire donde he venido a parar, a un departamentito chiquito que parece un gallinero, una cuevita. He tenido que vender todas mis propiedades, inclusive las de mi mujer. He pasado situaciones muy tristes», expresa Emile. De la gloria de otros tiempos queda poco, y en la heladera de la cocina hay un papel que lo resume todo. «Listado de comidas: papas como sea, pescado merluza frito, arroz como sea. Hay que adaptarse. A veces la ironía es la única manera».
«Si tenés fe esto es como un Dios. Sabés que está ahí, pero no lo ves nunca», resume uno de los abogados.
Fuente: La Nación