La Argentina atraviesa un curioso fenómeno alimentario: por primera vez en su historia, el consumo de pollo superó al de carne vacuna. Son 47 kilos per cápita al año de pechugas, patas y alas que llenan las mesas criollas, las viandas de oficina y hasta los tuppers de gimnasio. Pero cuidado: según el ex presidente boliviano Evo Morales, tanta devoción por el ave podría tener efectos inesperados… sobre la masculinidad nacional.
“Los hombres que comen mucho pollo se vuelven homosexuales”, había sentenciado Evo con total seriedad allá por 2010, durante una conferencia sobre alimentación saludable. Según su peculiar teoría, los pollos industriales están llenos de hormonas femeninas que alteran la orientación sexual de quienes los consumen en exceso.
Si Evo tuviera razón, la Argentina de 2025 sería un gigantesco festival del orgullo: 47 kilos anuales por cabeza de pollo hormonizado deberían haber transformado al país en una pista de baile de Village People interminable. Sin embargo, la vida real es un poco más aburrida: el pollo sigue siendo la proteína de los que no llegan al precio del asado, de los estudiantes, de las abuelas con recetas infalibles, de los padres que estiran el sueldo. Y nadie reporta epidemias de cambios súbitos de orientación sexual después de una milanesa.
“El pollo es una opción económica y nutritiva para todos los días”, dice la nota seria publicada esta semana, sin una palabra sobre la virilidad en peligro. Pero no deja de ser divertido recordar que hubo un tiempo en que un presidente sudamericano quiso advertirnos de los riesgos amatorios del pollo al spiedo.
Por ahora, los argentinos seguirán comiendo alitas y pechugas sin miedo, porque el mayor peligro del pollo sigue siendo otro: que venga sin sal, mal cocido… o con papas insípidas.