La importancia de José de San Martín reside en un rasgo único: en un país siempre agrietado por luchas internas ningún sector en pugna renuncia al prócer. Todos reclaman la propiedad del mismo pero nadie se arroga su monopolio.

Buceemos entonces en esa vida apasionante que retornó al país el 13 de marzo de 1812. Así lo registra el diario La Gaceta de Buenos Aires en su última página de aquel día: la fragata George Canning procedente de Londres traía personas dispuestas a servir al proceso revolucionario surgido en mayo de 1810. Entre los voluntarios se citaba a un Teniente Coronel de Caballería: José de San Martín.

Había nacido en Yapeyú en 1778, ocho años después partió junto a su padre a España para ingresar al Seminario de Nobles de Madrid y en 1789 ingresó a la carrera militar en Murcia. Su primera batalla fue en el norte de África aunque al grado de Teniente Coronel lo alcanzo tras una destacada actuación en la batalla de Baylén en julio de 1808, cuando las tropas de Napoleón que habían invadido España sufrieron el primer revés en la península ibérica.

Los servicios a España no le impidieron ingresar a logias que desde Inglaterra complotaban por la independencia en América del Sur y fue esto lo que posibilitó su viaje a Inglaterra en 1811 en donde relacionándose con futuros próceres nacionales, preparó el viaje de 50 días que la Gaceta del 13 de marzo de 1812 terminó informando.

Después, la historia es más conocida. Un Triunvirato le encomendó crear un escuadrón devenido en los Granaderos a Caballo al que formó en las técnicas de caballería. Su bautismo bélico en estas tierras fue en San Lorenzo, donde un soldado de apellido Cabral lo salvó de una muerte segura.

Partió al norte para encontrase con el ejército de Belgrano al que encontró diezmado. Ese ejército debía quedar a su cargo aunque convencido de que una guerra definitiva con los españoles era imposible por el norte, diseño un Plan que asegurara la independencia peleando en Chile y Perú. Vino entonces el cruce de los Andes y los triunfos en Chile; luego el viaje por mar hacia Perú donde declaró la independencia en julio de 1821.

Desde entonces los sinsabores políticos se repitieron aunque el principal fue el fracaso de unir fuerzas con el venezolano Simón Bolívar para terminar de una vez con los realistas. La tradición oral devenida en historia, sugirió siempre que ninguno estaba a gusto con el otro y que San Martín se convenció de que Bolívar y su ejército no entrarían al Perú mientras él estuviera allí. Convocó entonces a un Congreso que consolidará la independencia peruana y abandonó el país de los Incas en 1823.

Mientras volvía presencio las disputas internas que asolaban a Chile y que presagiaron el escenario que encontraría en Argentina donde las guerras civiles entre unitarios y federales ya habían comenzado. Como se negó a reprimir a los segundos, fue acusado de conspirador por los primeros y así, tras poco más de una década desde su arribo en 1812 partió a Francia para dedicarle tiempo a una hija que ya había perdido a su madre. En 1829 intentó volver pero los años no habían atemperado las disputas y prefirió permanecer en Montevideo desde donde zarpó definitivamente a Francia: había prometido no ensuciar su sable con la sangre de hermanos.

Moriría 21 años después: el 17 de agosto de 1850. Desde entonces su figura ha quedado asociado a batallas, posicionamientos políticos claros y contundentes, sentencias morales, títulos honoríficos de todo tipo y un cruce de los Andes que sintetiza como pocas cosas una condición enteramente humana: sólo quienes tienen grandes objetivos se encontraran con una cordillera a la que deberán atravesar para ir en búsqueda de la Gloria, esa que sólo se alcanza cuando una persona se ha convertido para los otros en lo que ya eran para sí mismas.