Eduardo Van Der Kooy, columnista político de Clarín, se refirió al desorden que provocó en el macrismo el amplio apoyo que tuvo en senado la ley antidespidos y la demostración de fuerzas que realizo el sindicalismo el viernes pasado.
Quizás Mauricio Macri haya pretendido con sus palabras públicas de ayer reponer en el Gobierno un poco del orden político perdido en las últimas semanas. Ese extravío de una noción básica para cualquier actividad pareció reconocer dos hitos. La votación en el Senado de la ley antidespidos que la oposición aprobó con una mayoría amplísima. El desafío sindical del viernes pasado que, amén de una desmostración objetiva de poder, repuso como eje de la agenda pública las dos cuestiones de mayor inquietud social: el desempleo y la inflación.
Aquel desorden pudo haberse originado, a lo mejor, en una propia impericia del Presidente. Transformó la ley antidespidos en una cruzada que obsequió a la oposición la posibilidad de aplicarle un correctivo. Incluso amenazó con un veto en caso que resulte aprobada, como salió del Senado, en la Cámara de Diputados. Un incentivo adicional para que los opositores se froten las manos. Aquella supuesta demostración de autoridad se le podría volver peligrosamente en contra.
Si Macri tenía pensado desempolvar esa herramienta debía guardar el secreto hasta el último minuto. Nunca azuzar el estado de ánimo de la oposición que, hasta ahora, acompañó sus propuestas parlamentarias. Bastaría con revisar a cuantos de los Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU) que dictó en los primeros meses de gestión la Comisión Bicameral le concedió vía libre. Tampoco pareció calibrar adecuadamente algo que ocurrió en el escenario: la aparición de Cristina Fernández forzó el endurecimiento de casi todos los actores ajenos al oficialismo.
Macri está convencido -lo repitió ayer en el rueda de prensa- que la ley antidespidos no favorecerá ni a la economía ni a la creación genuina de trabajo. Probablemente tenga razón. Pero detrás de esa batalla temporaria, que a lo sumo podría tener una vigencia de seis meses, pareció colocar en juego una ardua construcción que había logrado con éxito. En especial, cuando se aprobó el acuerdo con los fondos buitre. Las señales de gobernabilidad con la interacción en el Congreso con las fuerzas opositoras.
Las primeras pruebas estarían a la vista. Sergio Massa, el líder del Frente Renovador, venía basculando entre los apoyos y las críticas al Gobierno. Pero no había actuado nunca en sociedad con el Frente para la Victoria. En suma, el kirchnerismo. Ahora estaría dispuesto a hacerlo en Diputados respaldando la ley antidespidos. Aunque pedirá ciertas modificaciones. Si cuajaran, podrían convertirse en un escape para el anunciado veto presidencial. La excusa podría ser, en ese caso, que no se trataría del mismo texto que aprobó el Senado.
La ley antidespidos podría ser una señal incoveniente para los sectores empresarios. También, tal vez, para los inversores con que sueña el macrismo para reanimar una economía aplanada. Pero al mismo tiempo podrían brotar otros interrogantes. ¿No sería nocivo para atraer capitales productivos un divorcio con sectores de la oposición a los cuales necesita para gobernar? ¿No lo sería además la resistencia del sindicalismo que, aunque en un contexto muy distinto, fue también el que lanzó la primera bala en épocas de Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa?
Macri se exhibió abierto con los sindicalistas. Tal vez para reparar algunos roces que surgieron en las últimas horas con Hugo Moyano. Chicanas, antes que roces de fondo. El líder camionero no había tenido un mensaje demasiado encendido contra el Presidente en la concentración del jueves. Fue incluso más prudente cuando se sentó a almorzar con Mirtha Legrand. Quizás el contexto, más cerca del perfume de los ricos que del sudor de los pobres con el que verdaderamente se motiva –según reveló en el acto cegetista–, terminó por amansarlo.
La otra parte de la tarea para reponer el orden correspondería ahora a Emilio Monzó. El titular de la Cámara de Diputados tiene en sus oficinas tres proyectos diferentes sobre despidos que estaban dando vueltas en el viejo Palacio. Verá como se las ingenia para que alguno de sus artículos puedan conciliar con el proyecto del Senado. ¿Reducir el plazo de vigencia? Sería una variante. Si eso sucede, la ley volvería a la Cámara Alta, demoraría el trámite y permitiría a Macri correrse de su amenaza de veto.
Macri debió haber escuchado en los últimos días ciertas reflexiones de María Eugenia Vidal. La gobernadora de Buenos Aires, la geografía social mas inestable y caliente, viene insistiendo con que el Presidente debe encargarse de abordar de modo personal cada cuestión que signifique un beneficio para la gente. El ingeniero le solicitó al Congreso que apure la ley que prevé la devolución del IVA de los alimentos de la canasta básica. Vidal había aconsejado que ese dinero fuera devuelto de un modo mas expeditivo. Macri también anunció una ampliación en $500 millones del presupuesto de las Universidades. La semana pasada los estudiantes hicieron actos y cortes en la Ciudad y el interior demandando esa medida. Ahora dicen que la novedad es un simple parche. El Gobierno parece tener un ritmo distinto a la realidad, sobre todo en cuestiones que suenan cantadas.
Macri colocó énfasis, sobre todo, en su lucha contra la inflación. Un mal que con formato de bomba oculta heredó de Cristina. El diagnóstico presidencial resultaría correcto e irrefutable. Pero no serían igual de nítidas las líneas directrices trazadas para desinflarla. Coexistirían problemas de metodología y de palabra. El Gobierno, después de la devaluación, produjo un fuerte ajuste de tarifas y prometió que a partir del segundo semestre (ya empezó el mes cinco del año) la población tendría evidencias de que el flagelo comenzaría a ser neutralizado. Pero no hay semana que no se conozcan aumentos. Así será difícil.
Alfonso Prat-Gay, para tranquilizar las aguas, había afirmado el 5 de abril que durante el 2016 no se producirían nuevos incrementos de tarifas. No especificó de cuáles aunque representó un mensaje sosegador. El fin de semana, el ministerio de Energía autorizó otro aumento de la nafta del orden del 10%. El cuarto en lo que va del año. Los anteriores habían rondado el 6%. ¿No atenta esa escalada en los combustibles, acaso, contra el plan macrista para desacelerar la inflación?. El sentido común indicaría que si.
Tan irritativo podría ser el alza como su modo de transmisión a la sociedad. En esa tarea, las unidades del equipo económico parecieran carecer de coordinación y tacto. En algunos casos la coordinación habría sido corregida. Luego de algunos despistes, los ministros de Agricultura, Ricardo Buryaile, y de Transporte, Gustavo Dietrich, ordenaron líneas. Pero nadie podría aún con Juan José Aranguren.
El ministro de Energía explicó el aumento de la nafta como si estuviera en el plenario del directorio de una empresa. No como si existiera delante suyo una sociedad que atisba temerosa. Antes que entrara en vigencia el nuevo aumento no descartó la chance de otro posible ajuste cercano. Y tuvo a mano una argumentación tan sensible como un trozo de plástico. Sostuvo que si los consumidores no pueden pagar comprarán menos combustible. O directamente dejarán de consumir. Listo el pollo.
A Aranguren no lograrían sujetarlo ni Gustavo Lopetegui ni Mario Quintana, los coordinadores del gabinete económico. Sus irrupciones desatan espanto en los macristas que hacen de las formas de comunicación un culto. Para ellos sus apariciones en la TV se asemejarían demasiado a las de Frankestein.
Fuente: Clarín