Ejercicio contrafáctico

 

ALEJANDRO SARAVIA

Una pregunta recurrente es si el famoso ataúd de Herminio Iglesias es equivalente al que Milei le dedicara al kirchnerismo con Cristina adentro. Quizás no lo sea porque son etapas diferentes de nuestra historia contemporánea, son personajes distintos y el ánimo social también es diverso. No estamos en los momentos fundantes de nuestra democracia reconquistada. Ésta, como diría su artífice Raúl Alfonsín, ya ha sido adquirida para los tiempos. Es tan fuerte nuestro sistema político-institucional que llama la atención afuera que soporte las recurrentes crisis económicas que atravesamos y que soporte, también, energúmenos como Milei y sus marginales secuaces. No sólo no estamos en aquellos momentos fundantes, sino que el ataúd que el actual presidente dedicara a Cristina forma parte de esa saga contemporánea de dirigentes producto de la ira y los algoritmos, como con agudeza lo señalara Giuliano da Empoli, autor de “Los ingenieros del caos” y de “El mago del Kremlin” que tanto gustan al asesor estrella Santiago Caputo, el monotributista irresponsable.

Si bien ambos ataúdes no son lo mismo es interesante dejar pasear la imaginación y contestar la pregunta: ¿Qué hubiera pasado si hace ٤١ años en lugar de Raúl Alfonsín hubiese triunfado Ítalo Luder? Claro que es imposible responder a ese interrogante contrafáctico, pero es claro también que se pueden hacer ejercicios de imaginación: Las Fuerzas Armadas habrían seguido disfrutando de su autoamnistía; Herminio Iglesias habría sido gobernador de la provincia de Buenos Aires; habrían nuevos desaparecidos, ahora en democracia como en tiempos de López Rega. Ésta, la democracia, volvería a ser tutelada por los cuarteles, con el repudio de gran parte de los argentinos y, fundamentalmente, el de la sociedad de naciones democráticas. El descrédito de nuestro país se habría intensificado y éste se habría convertido en un paria internacional. En definitiva, estaríamos al borde de una guerra civil, sino inmersos en ella, con los dos bandos que fueron condenados y presos con Alfonsín e indultados por Menem, el prócer de Milei.

La democracia recuperada entonces, nos pacificó y nos destinó para la vida, como se cantaba en aquellos momentos inaugurales.

Milei, claro está, no habría llegado a donde está y seguiría asesorando capitalistas prebendarios, como hizo durante tanto tiempo, y ni siquiera habría sido un panelista exitoso porque los mandamás uniformados o bien civiles gerenciadores de un poder ajeno, no habrían tolerado ese tipo de programas. Debe, entonces, agradecerle a Raúl Alfonsín el estar donde está a pesar de sus consabidos desvaríos. Estos desvaríos, o bien canalladas, como los producidos en la ciudad de Córdoba días pasados, son por un lado un síntoma de sus propios desequilibrios, pero son también la estratagema impuesta por la moderna pareja de la ira y algoritmos, pareja que induce las grietas, las polarizaciones y la ausencia de verdad. No en vano, Moisés Naim, en su libro “La revancha de los poderosos” habla directamente de esta era como la del populismo, la de la polarización y la de la posverdad, las tres “P”.

Hay muchas formas o maneras de faltar a la verdad. La posverdad es una de ellas, quizás la más grave. Va más allá de la simple mentira. Con ella, con la posverdad, según Naím, los líderes no se limitan a decir mentiras sino que se trata de enturbiar tanto las aguas que los límites entre una y otra, entre la verdad y la falsedad, se hagan difusos. Como lo dijo ya hace tiempo Hanna Arendt, son mecanismos de dominación al debilitar las sociedades, desorientándolas.

Esa ira y los algoritmos son los que encumbraron a Milei en una sociedad encabronada. Como lo dijo en estos días el escritor Javier Cercas, no es que ahora se mienta más que nunca, aunque a veces lo parezca, lo que sí es verdad es que gracias a internet y las redes sociales, la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca. Si la verdad importa poco, continúa Cercas, la libertad importa poco. Y si la libertad ya importa poco nos encaminamos hacia un lugar sucio, oscuro e insalubre donde no apetece nada vivir.

El coreano, del sur, claro, Byung-Chul Han, en su trabajo sobre la Infocracia, lo dice claramente: “Las Infowars con fakenews y teorías de la conspiración indican el estado de la democracia actual, donde la verdad y la veracidad ya no importan”.

En la antigua monarquía romana que precedió a la república, como ésta al imperio, hubo una saga de siete reyes en la que los cuatro primeros tuvieron diferentes roles. Rómulo, el fundador gemelo de Remo, los de la loba, fueron eso, fundadores. Numa Pompilio fue el que creó las normas con las que se iba a gobernar ese incipiente pueblerío. Tulio Hostilio fue, precisamente, el hostil, el guerrero que habría de conquistar las áreas circundantes y, al fin, Anco Marcio fue el que habría de pacificar nuevamente la convivencia con los vecinos.

En un singular paralelismo, siguiendo el ejemplo de la Roma monárquica, nuestros presidentes, desde 1983 a la fecha, tuvieron sucesivos y diversos mandatos. Alfonsín, obviamente, fue el encargado de recrear las condiciones para que nuestra convivencia democrática fuera posible. La dictadura militar no sólo había dictado su propia autoamnistía, sino que había dejado un país sumamente endeudado y en default; con una gran desprestigio internacional por el drama de los derechos humanos, por ese mismo default y por la aventura de las Malvinas que marchitó toda posibilidad de su recuperación inmediata. Según Carlos Waisman, sociólogo y catedrático argentino radicado en Estados Unidos, precisamente esa deuda externa es una hipoteca dejada por los militares que imposibilita la indispensable acumulación de capital para sostener una etapa de desarrollo. El mandato primigenio de Alfonsín, tal como fue expuesto en sus diversas exposiciones preelectorales, fue “la democracia para siempre”. Cumplió con ese mandato tan satisfactoriamente que nuestra democracia soporta los desaguisados que los sucesivos mandatarios cometieron, como lo dijimos antes.

Los sucesivos gobiernos, por ejemplo el que prometía salariazos y revolución productiva, no sólo no resolvieron la cuestión económica, sino que generó la desocupación y pobreza estructural que seguimos soportando. La posterior etapa kirchnerista que duró 16 años, desperdició la mejor oportunidad objetiva que tuvo nuestro país desde 1810 para lograr su desarrollo autosostenido por los virtuosos términos de intercambio. No sólo no solucionó el drama estructural dejado por Menem, sino que completó su obra al desarticular al Estado colonizándolo para aprovechar sus numerosas cajas. Pasamos de un 25% histórico del PBI en gasto público al 45% sin que mejoraran en nada las prestaciones estatales, por el contrario. Tan desastrosa fue esa gestión que explica la irrupción de la actual, que promete solucionar el desequilibrio fiscal heredado y la consiguiente inflación, pero a costa de vulnerar, con peligro de destrucción, todo el sistema institucional que posibilita nuestra convivencia pacífica. En conclusión, entonces, hasta ahora el único presidente que cumplió el mandato de las urnas fue Raúl Alfonsín, mal que le pese a Milei.

Si el mandato que tiene la actual gestión es lograr el equilibrio fiscal y derrotar la inflación, debe concentrarse en ello pero sin alterar el sistema institucional que tanto nos costó conseguir. Ya todos nos dimos cuenta de la dinámica moderna de la ira más algoritmos, de que la verdad no cuenta y que las mentiras -las fakenews- circulan a mayor velocidad e intensidad que las noticias verídicas y que las fronteras entre unas y otras son intencionadamente difusas y que de lo que se trata es el de multiplicarlas al costo que sea. Por eso mismo, porque ya descubrimos la jugarreta, la actual gestión debería limitarse a aquello para lo que fue elegido cuidando de que su cometido no sea a costa de condenarnos a vivir en un desolado páramo distópico.