Este texto corresponde al libro “El Oficio del Árbol” la obra que reúne la obra periodística de Manuel J. Castilla entre 1940 – 1960. Fue publicado originalmente en el diario El Intransigente, el 25 de agosto de 1940.
Era día domingo. Recién comenzaba a ensayar sus pasos traviesos por la ciudad dormida, la niña rubia de la siesta. La quietud corría por las calles de un extremo a otro de la villa. En la plaza, un par de conscriptos, ambulaba como buscando un fotógrafo para retratarse. El sol caía a plomo y la luz se destrozaba en las palmeras y en los molles y se ensartaba en los pararrayos de las torres. Un bombero que hacía la guardia frente a la cárcel, se cobijaba bajo la sombrilla plateada de la garita.
***
La cárcel frente a la plaza era un contraste. Increíble; pero allí estaba. La belleza y la vida a un paso de la rigidez, de la dureza. Era día de visita. Un grupo de mujeres y de hombres esperaba frente a la puerta de hierro la hora determinada para entrar.
Entramos. No habíamos avanzado dos metros cuando una voz áspera nos detiene. –Un momento señores. La indecisión se enrosca en nosotros. Otra voz nos espeta. Es un oficial de bomberos que sentado frente a una mesa escribe. -¿A quién van a ver? ¿Cómo se llaman? Anota en el libro y ordena sin mirarnos: Pasen.
Cruzamos un corredor corto, luego un patio donde dos palmeras miran al cielo desde hace mucho tiempo. Pensamos que quieren evadirse. Otro uniformado con ademán elocuente se acerca hasta nosotros para palparnos de armas; a su vez, un bombero nos abre una reja, mudo. Tal vez su voz no se hubiera oído. La habría ahogado el ruido de los hierros. Avanzamos por un corredor estrecho. El piso es ya de portland. Seis metros y otra reja corta nuestro paso. Esperamos turno. Contra las paredes, media docena de presos exhiben, procurando su venta, el fruto de su obligada paciencia: mates de madera, vasos de asta, costureros y víboras de madera, rebenques, cintos de cuero sobado, etcétera. A un costado, en una habitación larga varias mujeres esperan turno para ser revisadas, antes de pasar. Un civil nos abre la reja. Hay como una docena de personas dando sus nombres. El alcaide, a un lado, mira todo indiferente, en tanto un hombre escribe y escribe en un libro de mal aspecto. Damos nuestros nombres, mientras un procesado trasmite con un grito estentóreo el apelativo del que va a ser visitado. Avanzamos diez metros. Otro penado apostado en un extremo del corredor, repite el nombre con la satisfacción del que es portador de una buena nueva. El eco queda rebotando en las paredes por algunos segundos.
***
Diez y ocho celdas clausuradas adornan la dureza de las altas paredes del corredor pintadas de rosa y celeste. El piso de portland parece encogerse o hacerse más duro. Un claro del techo de tejuela y cinc deja mirar un poco de cielo. Las puertas macizas pintadas de gris, tienen encima unas rejillas por donde se cuela el aire y más arriba, cerca del techo, unas banderolas con forma de ojos regalan un poco de sol que aclara la pared opuesta. Los presos han colocado bancos de tabla contra los muros y allí están sentados juntos a sus visitantes.
Charlan animadamente pero en voz algo baja. El procesado sigue gritando nombres y tras el ruido de una reja que se abre, aparece el llamado. Le sigue el celador uniformado y serio llevando en una mano un llavero enorme. Como un rumor de colmenar, las charlas. Los guardianes se mueven sin articular palabra. Algunos presos andan con suecos de madera muy alta. Otros vestidos de gauchos aparecen con las botas lustradas. Los más, de alpargatas. Aquí uno que acaricia la melena rubia de una niña. Allá, otro que tiene entre las suyas las manos de una anciana que lo mira y lo mira. La luz que penetra por la banderola como un fugitivo, le abrillanta los ojos. La mirada se nos va al fondo, hasta un patio cerrado. Desde el techo, cuelga una campana con su borde roto. Imaginamos: si se moviera el badajo se rompería del todo. Está muda junto a las telarañas hollinadas. Un caballo blanco, de juguete, que tiene encima un gaucho con sombrero alón está sobre un armario viejo. Un paisaje de tierras italianas -dos enamorados mirando el mar- hace pensar en la libertad y en la vida plena dentro de la cárcel. No hay reloj visible. Un bombero lo reemplaza y haciendo las veces de péndulo, con la carabina al hombro va y vuelve. El rumor de las charlas sigue, como el de un colmenar, mientras la niña inocente se ha sentado en el piso frío a jugar con una naranja. El sol está aclarando el tinte rosado de la pared opuesta.
***
Salimos. No existe ya la estrictez de cuando entramos. Por dos veces oímos el ruido de las rejas que se abren. Y por último en el patio de lajas, vemos al par de palmeras que quieren evadirse.
Afuera, en la plaza, la luz se desparramaba sobre los molles y los canteros y se ensartaba en los pararrayos de las torres…