Este sentido hoy se despersonalizó a punto de ser el más postergado de todos. El gusto, del latín Gustus, refiere al sabor que tienen las cosas pero, también, al placer o deleite que se experimenta.
Los autos pasan incesantemente mientras en la vereda de un cafetín converso con un abogado amigo, con quien comparto el amor por la geometría y el ritual de fumar pipa, entre otras cosas.
Surgen y desaparecen tantos temas pero hay uno que queda flotando en el aire: los sentidos. Mientras que la vista y el oído se erigen como sentidos elevados, el tacto, el olfato y el gusto quedaron relegados a sentidos menores. Voy a tratar de explicarme mejor.
Al oído nos susurran los dioses, por tanto, es el sentido de la fe; por la vista entra la sabiduría y la belleza, la iluminación. Estos sentidos traen consigo, además, la seguridad que puede aportarnos la distancia.
El tacto es directo, necesitamos estar en la proximidad que nos permita el largo de nuestros brazos; el olfato se haya en medio (haciendo alusión a esta resultante de sentidos sobre distancias) y el más carnal de todos: el gusto.
Sólo saboreamos lo que ingresa a nuestro cuerpo. El sentido del diablo, hermoso, terrenal y peligroso. La manzana de Eva se convierte en pecado cuando entra a su boca, no importaba si la ve, la toca o le siente el aroma.
Este sentido hoy se despersonalizó a punto de ser el más postergado de todos. El gusto, del latín Gustus, refiere al sabor que tienen las cosas pero, también, al placer o deleite que se experimenta.
¿Qué pasa hoy con la construcción semántica del gusto? Me pregunto esto en un momento de la sociedad en que se asocia el sabor con otros elementos. Una pizza parece rica cuando tiene mucho queso, una milanesa de bodegón genera salivaciones cuando sobresale del plato y para la carne se asocia su terneza con su sazón. El sabor se alejó del gusto y estamos en problemas.
Gentileza del Árbol Pastas
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