El sábado pasado nos dimos una vuelta por La Ventolera para escuchar a Libre Cuarteto, una mescolanza sonora que incluía además de un charango y un vestido de nena, visuales, un mantel de terciopelo, intervenciones deseducativas performáticas y la poca onda del cronista que llegó tarde. (Rodrigo España)

Hace un par de años, a estas alturas del invierno, Salta era un paisaje postapocalíptico lleno de humo y ceniza porque el fuego se comía los cerros alrededor. Los últimos agostos han sido demasiado calurosos, sobre todo a finales del mes, será por el cambio climático o el calentamiento global o el uso desmedido del HAARP o producto de la desaparición paulatina de la abejas o porque la soja amenaza con recubrir todo el valle y entonces sí vendrá el apocalipsis monsantiano al que seguramente llegaremos dentro de no mucho. Cualquiera de estas razones puede ser válida. O simplemente es que hace mucho calor y punto. Lo importante es que la noche del sábado estaba ideal para salir a escuchar un poco de música con una luna que parecía la sonrisa del gato de Chesire subiendo por los cerros que hace unos años ardían y ahora eran pura oscuridad con una medialuna amarillenta ascendiendo; entonces ir hasta La Ventolera a ver a los Libre Cuarteto, parecía la mejor opción. La banda es nueva, por decirlo de alguna manera, la formación original era bata, teclado y bajo (Soto, Rossi, Zanardi) luego sumaron al que completaría el cuarteto: Burgos en la viola. Tres de los cuatro ya se conocían, musicalmente hablando, porque tocaron más de una vez con El Transcurso en la Ubre, un rejunte de gente adepta al ruiderío y la improvisación. Esta iba a ser su segunda presentación, en la primera, hace unas semanas, a falta de bajista, se mandaron con el guitarrista que agarró la viola y para no dejar en banda al dúo le hizo pierna y pegó tan bien que los changos decidieron seguir con el nuevo integrante.

Respetando la metodología del horario salteño (cuya ecuación es más o menos la siguiente: a la hora exacta que se anuncia un evento debe sumársele al menos una hora para tener la verdadera hora a la que uno debe asistir para no comerse los minutos muertos de la espera, ver cómo acomodan las sillas o perder la “magia” observando a la banda probar el sonido, entonces, tenemos los siguiente: Hr(verd) = H(anunc) + 1Hr) llegamos con algunos minutos de retraso, es decir, llegamos temprano según el estándar de este valle, pero la banda comenzó puntual y nos perdimos al menos dos canciones y la primera intervención de Cecilia Morales.

La Ventolera tiene un par de salas y un patiecito, el tamaño no es muy impresionante, pero basta y sobra para hacer de todo, desde teatro hasta tener una biblioteca, además es uno de los pocos lugares que se mantiene con los años. Son varios los centros culturales que han ido y venido, así como los reductos donde se mueve parte de lo que se hace actualmente en Salta, generalmente lugares autogestionados que no aguantan mucho. Desconozco cuál es el secreto de la gente que labura en la casa de la O’Higgins antes de la vía.

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En la puerta de la sala donde se estaba dando riendo suelta a la música había gente parada, adentro estaba casi todo ocupado, salvo por un par de sillas. La pregunta era evidente: ¿Hace mucho que comenzó?, sí -me responde mi interlocutor en la puerta- hicieron algo con una flauta y luego algo como un reggae, también una chica flaquita participaba. Esa era toda la información con la que contaba. En el patio había un par de personas tomando una birra, hago la misma pregunta, me responden con menos precisión. Era mejor entrar y escuchar. Luego me dirían que las dos primeras canciones fueron un par de covers: Tiquié River, un tema de Philip Glass, parte de una serie de grabaciones inspiradas en distintos ríos amazónicos, que en este caso, seguramente la versión estaba inspirada en nuestro querido río Arenales, a falta de otro más caudaloso que lo grafique. La segunda canción era una versión reggae de una de las Gnossiennes, de Erik Satie. Estos changos no andan con cagadas y si tiran un cover lo hacen de compositores contemporáneos no tan relacionados con el rock. Pero a estas alturas, todo vale.

A la tercera entramos tarde, pero de todos modos el ritmo de canción de cuna  todavía estaba presente. Era el tercer cover de la noche, esta vez retomando un tema de Leo Brower. Todo muy tranquilo hasta ahí, el lugar no daba para el pogo, la música tal vez. Un ratón Mickey aparecía en la pantalla y le crecían tetas al ritmo de la música, luego se convertía en algo parecido al hombre araña. El vestido de nena colgado de un micrófono era toda una incertidumbre.

Entonces es que entra el jazz a la noche, de una y sin adelanto. Jazz de la enana de Pecas, para ser más exactos. Cuál puede ser la relación entre el jazz, el boliche Pecas y una enana, es una pregunta que haría las delicias de una juntada con vinos de por medio. Tal vez uno de los beneficios de la música instrumental sea ese: no tener necesariamente ligado un sentido lingüístico al sonido, cosa que no sucede cuando irrumpe la voz (en la mayoría de los casos) porque tiende a cerrar el mensaje, una letra triste, por más que vaya con una cumbiancha al palo, va a dar como resultado una canción triste. En cambio en las versiones instrumentales el sentido se dispara hacia los lugares más insospechados, es más, a veces no hay que buscarle un sentido más allá de la sonoridad que se plantea de entrada. Los títulos funcionan como comodines, o en todo caso son para hinchar las bolas nomás.

Una vez acomodado al lado del mantel de terciopelo que tenía la mesa sobre la que se apoyaba el teclado todos cambian los instrumentos: teclado y bajo por dos clarinetes, bata por una flauta de bambú y guitarra por charango. Todo dirigido casi por prestidigitación. Ante los movimientos de la mano de Rossi la banda subía y bajaba el volumen, tomaba preponderancia uno u otro instrumento. La mano indicaba y el sonido seguía a la mano. Luego me explicarían que todo era parte de una composición en tiempo real titulada Pricoidéa. Era algo así como una improvisación, pero un poco más académica. Al menos el movimiento de la mano le daba ese toque culturoso.

Después vendría la parte más espesa de la noche, el momento en el que todo se conjugaba: visuales con plantas que crecen infinitamente y vuelven al origen, música casi minimalista, de videojuego y la intervención de Cecilia convertida en un ente repetitivo que ingresaba al sonido del bajo por el pasillo hasta casi el escenario, arrastrando dos zapatillas atadas a sus pies, una cola de caballo sobre la cara y los movimientos entrecortados, robóticos. La secuencia se cerraba con una llave que le caía de la boca cuando se abría el cabello y se libraba del pelo que llevaba en el rostro. Luego de vuelta hacia el fondo y comenzaba todo de nuevo. Una especie de loop con muchas llaves en el piso.

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Ese parecía el cierre oficial de la noche, más de uno había quedado mambeado con la última performance. Los changos de la banda anunciaban que era todo. Pero el público pedía más y fue ahí cuando el desconche carnavalero se hizo sonido. Zanardi en el bajo tiraba las primeras notas de Cumbanchero, el tema ochentoso de Las Minifaldas, la bata se prendía al ritmo y las miradas cómplices del resto de la banda indicaban que no quedaba otra más que darle rienda suelta a la zapada. Entonces, a toda cumbia, finalizaba la tocada.

La libertad cada vez es más parecida a una sensación, como la inseguridad. Todos hablamos de ella, sabemos qué significa, más o menos, pero nos es difícil saber si la poseemos o nos posee. La libertad de movimiento en una ciudad llena de canas y cámaras, no está garantizada. La libertad de pensamiento en una ciudad de moral tajante y que mira por sobre el hombro, no está garantizada. No queda otra que apelar a la música.

Fotos: Ela Nunes