Curas franciscanos y dirigentes de la comunidad que trabajan en la Misión San Francisco del cruce en Pichanal, aseguran que el paso de droga por el lugar que gobierna el intendente Jalit es un problema irrecuperable en un escenario de pobreza, marginación y violencia.

La revista de la ciudad de Orán “Estado de Cosas” reprodujo un artículo del diario La Nación que habla del problema del narcotráfico en el norte y del rol de Pichanal en esa red. Reproducimos íntegramente el mismo:

“Pichanal ya no es un lugar de paso. Es la ruta del negociado y de la muerte: el que pasa, pasa a eso. Hasta la policía es cómplice”, dice Leticia Quispe, presidenta de la comunidad aborigen Ava Guaraní en un reciente artículo publicado por el diario La Nación. “Pichanal, es una zona oscura en donde se entrelazan miserias: contrabando, trata de personas y hasta un casino que se levanta a centímetros de las vías del ferrocarril por donde debería circular, alguna vez, el Belgrano Cargas. Por aquí transitan contrabandistas rasos, pequeños y medianos narcotraficantes”, relata el cronista del diario nacional.

“En Pichanal, los adolescentes se drogan y roban por aburrimiento, y las niñas se prostituyen desde los 11 años para alimentar a sus hermanos más pequeños. Sus padres, muchos de ellos alcohólicos, no conocen otra forma de empleo que no sea el informal. Trabajan en negro y de manera temporal en las fincas de la zona por 120 pesos al día. Lo hacen de lunes a sábado, casi siempre bajo un sol canicular. Los lugareños dicen que la radiografía social empeoró en los últimos años. Desde que el pueblo comprendió que está ubicado en una arteria clave del circuito del narcotráfico.

`El cruce´ es la puerta de acceso a Pichanal. Por aquí pasó fugazmente hace un mes el cura Juan Carlos Molina, jefe de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar). Y aquí mismo, hace unos días, intervino el secretario de Seguridad, Sergio Berni, en un operativo en el que se incautaron de 179 kilos de cocaína. Es considerada una zona caliente. Lo es por su proximidad a dos de los cinco pasos fronterizos con Bolivia y por ser el primer empalme a la ruta nacional 34, cuyo recorrido finaliza en la ciudad de Rosario.

Cae droga del cielo. Los cargamentos mayores a los 30 kilos suelen ingresar al país por aire, casi siempre desde Bolivia, uno de los tres grandes productores mundiales de coca. Avionetas de vuelo bajo arrojan la mercancía del otro lado de la frontera, en campos abiertos donde un grupo de personas, por lo general argentinos, ataja los bultos y los carga para trasladarlos por tierra. En caso de burlar los primeros controles, el tráfico aéreo llegaría como máximo hasta Santiago del Estero, donde se continúa con el traslado vía terrestre, en una suerte de posta hasta penetrar en las grandes urbes o llegar a la boca de salida de los puertos de Rosario o Buenos Aires.

Las postas no son casuales. Tampoco son una simple estrategia de los narcotraficantes para intentar engañar los controles de las fuerzas de seguridad. El cargamento tiene un costo estimativo de acuerdo con dónde es entregado. El kilo de cocaína puede valer 2.000 dólares, en la boliviana Bermejo, y 3.000 en Aguas Blancas, según los rastrillajes de gendarmes y personal de la justicia federal que actúan en esta zona. El valor sube a medida que se aleja de su origen: 4.000 dólares en Salta; 7.000 u 8.000 en Buenos Aires, y 20.000 en la primera escala europea, que suele ser España. El precio puede triplicarse en algún punto de Europa del Este, donde los controles son muchísimo más rígidos.

Dejó de ser un lugar de paso. “Antes la droga pasaba, ahora se queda”, dice preocupado Cristian Isla Casares, un porteño que vive en Pichanal desde 2007. Cristian es fraile y encabeza allí la misión San Francisco de Asís, junto con Martín Caserta, otro párroco que también llegó desde Buenos Aires. Cristian y Martín tomaron la posta de la misión del padre José Roque Chielli. Se integraron a la comunidad aborigen Ava Guaraní y pusieron en marcha una serie de proyectos educativos, nutricionales y de higiene en el que participan ad honórem hombres y mujeres del pueblo. La comunidad, que es un tercio de los habitantes de Pichanal, sucumbe en la pobreza y en la exclusión social, generada, entre otras cosas, por un alto nivel de desempleo o subocupación.

“Hay hambre, pero no tanto como antes. Hoy todos tienen que comer gracias a los planes sociales. No hay nadie que no tenga un plan. La ayuda del Estado les permite comer unos días más, aunque deben trabajar. Pero lo peor es que acá el único trabajo que hay es en negro. No se conoce otra cosa”, argumenta el fray Cristian. A su lado, Martín, que es más joven, lanza una inquietud que tiene anidada en el estómago: “Si en 2015 viene un presidente antiplanes, Pichanal sería Hiroshima”.

Desde hace un tiempo que a la comunidad guaraní, que significa guerrero, se le abrió otro frente de tormenta. A su lucha por no caer en la marginalidad e intentar satisfacer las necesidades básicas de sus pobladores, le surgió otro desafío: sumar adhesiones para reclamar al poder político una reacción para contener el avance de las drogas, el alcoholismo, el juego y la prostitución. El mensaje está destinado tanto al intendente de Pichanal, Julio Jalit, como al gobernador salteño, Juan Manuel Urtubey, y a la presidenta Cristina Kirchner. A todos.

“La entrada al lugar en donde vivimos se convirtió en un nudo de adicción al juego, narcotráfico, drogadicción, prostitución de menores y alcoholismo”, dice el primer párrafo de la carta que es distribuida entre los vecinos. Los frailes Cristian y Martín llevan un conteo sobre la cantidad de adherentes. La iniciativa también es impulsada por la cúpula de la comunidad guaraní, que se reúne periódicamente en una sala que a veces funciona como centro de adictos y desnutridos.

Leticia Quispe, la presidenta de la comunidad, abre uno de esos encuentros periódicos con una preocupación: los robos. Matilde la interrumpe y dice desde la cabecera: “Hay robos y violaciones”. La charla se extiende hasta casi la medianoche, y los asistentes giran sobre sus dramas y la falta de soluciones.

Con la voz quebrada, Leticia confiesa que le cuesta imaginar el futuro. Siente que asiste impotente al dolor de tantas familias que ven acabar a sus hijos miserablemente como víctimas del consumo de drogas y alcohol, o como peonadas de organizaciones vinculadas al narcotráfico o al “bagallerismo”.