En la era de la autorreferencia general y los (no recientes ni inocentes) debacles económicos de la industria editorial, aparecen cada vez más títulos prepagos de dudosa calidad gráfica y literaria. ¿Cómo no repetir los mismos errores de lectura?
Por Mario Flores
En medio del fragor nasal que el establishment encara como zona de confort y plataforma de consumo, la producción bibliográfica en los lejanos territorios de la no centralidad deja, a veces, mucho que desear: “errores de lectura” ejemplifica (y de manera claramente contraria) un modelo que no establece un “error de escritura” (el juicio moral -vía justificación biográfica, lejos de todo contenido u obra- de pensar que tal autora o autor escribe mal de por sí, o que sencillamente no gusta -como si el gusto personal fuera una vara lo suficientemente válida con la cual se mide la calidad o funcionalidad del producto en términos estéticos- y que eso bastaría para concretar una aproximación analítica del texto). (El puto texto, acabo de decir, no la persona que está en la foto de solapa). Por lo tanto, una lectura no complaciente de una escena tentativa o circuito editorial no solo es necesaria sino también escasa: lejos de una lectura dispuesta a lo inesperado -entendiendo lo inesperado como la posibilidad de arrepentimiento, decepción o incluso el reniego de atender a la tentativa de una obra apenas como un emprendimiento unipersonal, privado y pagado, sin un sostén literario y editorial que le permita a tal dispositivo textual valerse por su propia inventiva, sin necesidad del chantaje emocional biográfico de la intención personal-, el lector se convierte en un agente consumidor de lo esperado y fórmulas ya probadas de antemano. Por tanto, toda lectura comprometida y con un verdadero interés de análisis se revela como un tratamiento no complaciente: lo que vale no es la intención ni las “caricias al alma” que el autor propone a través de su singularidad autorreferencial, casi la anécdota precaria de su opinión o su discurso; pensar que buscar / comprar / leer un libro es, en última instancia, una felicitación a la persona, un aplauso a la persona, un respaldo ideológico o ético a la persona. ¿Y el texto? ¿A dónde va a parar el texto cuando la afectación moral manda -como en toda estructura imperial, el mandato que deviene de la corrección política y las operaciones mediáticas del poder, al frente del coaching en vez de la salud mental, a favor de la estafa piramidal en vez de la gestión independiente, promocionando la ignorancia conveniente en lugar del ejercicio del cuestionamiento-, quién te manda a leer con ingenuo optimismo hipócrita y ciego cualquier bazofia que se publica con errores de ortografía? Teniendo en cuenta el costoso, largo y complejo proceso que resulta la edición de un libro, pareciera que la postura general del lector promedio se instala decididamente inofensivo, incapaz, inhabilitado a toda consideración de análisis, acrítico y por siempre mimoso para con el oficio de la escritura, aunque ésta sea construida a partir de la referencia masturbatoria y catártica de quien confunde la creación de un texto literario con el posicionamiento ególatra de su emoción personal (para el autor, parece que su juicio es el único válido y verdadero, su conocimiento y formación la única autorizada, y su creación la primera cosa original que se hizo en la historia). Como si eso no fuera lo suficientemente preocupante, diversas autoras y autores salteños se empeñan, justamente, en NO LEER: no buscar otros sellos editoriales ni investigar otros catálogos (menos si son coterráneos, revelando lo embelesados que están con la cultura de masas, el cánon retro y la incidencia rioplatense), no adquirir títulos de otros autores contemporáneos a propósito (o esperar que vengan de regalo, optando por no otorgar valor alguno a la obra del otro, a menos que ese otro sea un compadre ideológico, un cómplice generacional o alguien que viene a reafirmar su posición), y por supuesto no admitir jamás que su libro ha salido defectuoso o mal editado, impidiendo así que la accesibilidad a ese libro se mantenga funcional y apropiada a futuro. Futuro, esa es la palabra más extraña: mientras los poetas se preocupan por la ocurrencia fantasiosa de que la inteligencia artificial escribirá mejores poemas que ellos, no se detienen a ver que, ayer nomás, en su poema pusieron azahar sin hache intermedia.
LOS QUE PAGAN PARA PERTENECER. El problema de pagar no es la decisión de encarar un proyecto privado (actualmente, con el término emprendedurismo a flor de piel, cualquier actividad artística prefiere olvidarse del proceso creativo y centrarse en la relación personal del artista con sus seguidores digitales: se convierte el hecho artístico en una operación demagógica de la figura de autor, sin importar lo que sea que escriba siempre será bien recibido porque el hecho de que “le salió del corazón” ya pretende hacerlo legítimo), el problema es que pagar garantiza la producción de obras literarias con dudosa calidad. Imprentas que se dicen editoriales, docentes venidos a menos que se dicen editores, menemistas que se dicen libertarios, público general que se dice público lector, disque bohemios sin registro alguno que se dicen poetas, talleres de autoayuda que se dicen talleres literarios, negociantes de la tinta y el papel que se dicen artífices de “el sueño de publicar tu libro”. A nadie le interesa tu sueño; es ley. Menos aún a quienes presiden asociaciones, personerías jurídicas o grupos conservadores prominentes que, en afán de la ilusión de representatividad (o, en todo caso, esgrimen la idea de que sí existe UNA forma correcta de representar lo literariamente salteño) lanzan producciones bibliográficas compuestas en base a la compilación general sin escrúpulos (sin selección, sin curaduría, sin definición de catálogo, sin corrección, donde entra cualquiera que pague la cuota o porción del costo de imprenta). Ejemplos: antologías financiadas por dinero de socios que, en la ingenuidad o desconocimiento, creen que la validación o reconocimiento como autores -o numerarios- viene de dicho trámite burocrático y comercial; no se trata de una tarea editorial, sino puramente mercantil; talleres literarios que publican antologías a fin de año con textos de sus miembros -que ya han depositado esperanzas y dinero- con imprentas prepagas, promocionando el volumen en supermercados rioplatenses que se dicen ferias de libros (donde no existe lector ni comprador ni interesados ni semblanzas ni reseñas ni distribución, pero sí existe la foto en el predio como única evidencia de que “se ha llegado” al sitio donde, al parecer, se debe aspirar a llegar); imprentas que desconocen lo que es una prueba de galera y terminan publicando libros con más de quinientos errores ortotipográficos. Al que se dice editor no le importa el autor que, total, ya pagó y siempre sonreirá con desaforada alegría adolescente al encontrarse con sus ejemplares; y al autor parece no importarle el lector (no porque tenga que importarle en medio de su proceso creativo o etapa de escritura, ya que no existe ningún “lector imaginario” como dicen por ahí, pero sí cuando el proceso de publicación requiere el mínimo respeto por quien más tarde o más temprano irá a adquirir ese libro, para encontrarse con todas las ineficiencias e inoperancias ya impresas en tinta) (ineficiencias e inoperancias que los otros miembros de su grupo no notan o eligen no notar, como una clara complicidad redundante y mezquina para con el lector). Si el lector no es sagrado, y pocas cosas en este mundo lo son, cabrá preguntarse si el libro dejó de serlo por ineficacia o por la intención de fingir que hasta los equívocos son deliberados.
Esta especie de incesto artístico, lo endogámico como una propuesta de contención y defensa contra la anomalía de todo sector cultural (el poeta que parece sentirse ofendido cuando no lo incluyen en tal festival o tal ciclo de lectura, y por tanto decide no ir, no atender, no aprender, sino despotricar desde la ausencia contra esa falta de respeto de no haberlos incluido) (¿?), ejerce lo despótico desde lo grupal, la validación desde el compañerismo, la legitimación desde el amiguismo preferencial. Otra vez: ¿y el texto? La pregunta se repite porque, en este mecanismo prepago de la circunscripción y el coleccionismo de certificados de participación (así sea de un congreso académico oficial o de un corso comunitario de invierno por el día del abuelo), la dinámica se basa en incluir a todos, aplaudir a todos, felicitar a todos, no cuestionar nada ni a nadie, y nunca analizar de más (no vaya a ser que la persona detrás de la página escrita sienta que la atacan). La circunscripción y el sentido de identificación como principio indiscutible genera sociedades embrutecidas por el positivismo materialista, desesperados por ser y estar (quieren ser escritores pero no quieren sentarse a escribir, quieren ser reconocidos como tal pero sin el arduo trabajo de editar, corregir y erigir un montaje preciso de obra o de búsqueda de obra), y el resultado siempre será en beneficio de quien cobra y nunca en beneficio del autor-miembro. Estos grupos, que como una suerte de PAMI cultural, ofician de plataforma iniciática para autores que, incluso siendo de avanzada edad, nunca publicaron nada ni pueden confeccionar una reseña biográfica con trayectoria comprobable ni están inmersos en un circuito editorial (un circuito que propicie posibilidades de lectura y reflexión, no solamente garantizar que el libro estará juntando polvo en la vidriera), y así puedan “cumplir su sueño” de ver su nombre en una portada (o en su defecto, en una larga lista con otros pobres ilusos antologados indiscriminadamente). Acá aparecen ciertas palabras clave: NUESTRA comunidad, NUESTRA familia editorial, NUESTRA misión, ilusión, alma, sentimiento, cooperación, colaboración. Más ejemplos: convocatorias abiertas de páginas amateur de difusión (es decir, no concursos ni certámenes oficiales) que seleccionan (sic) un conjunto de cuentos (pueden ser de terror, o policiales, o folklóricos, o sobre TEA, o fantástico retro), pero el autor debe comprometerse a comprar cierta cantidad de ejemplares -como medio de pago, que nunca se le dice medio de pago-, y si no lo hace su cuento finalmente no es incluido; cursos y talleres que tienen como propósito final el utilitarismo: cómo hacer que tu libro venda, cómo hacer que las escuelas asignen tu libro (o la ilusión cavernícola de querer ser material asignado en el terreno de lo institucional, es decir, no escribir literatura sino material de consulta), cómo escribir cosas que sí sean elegidas por tal público y tal sector social, cómo generar contenido escolar en términos editoriales aunque no lo sea, cómo conseguir el prólogo de alguien más conocido, cómo hacer un libro “atractivo” (¿?). Situaciones similares las hay de a montones, y todas son pagas, negocios diversificados a distancia del chantaje cultural o la autoayuda, el ansía por figurar y el lavaje de cerebro: no importa lo que escribas, te vamos a alabar siempre y cuando pagues.
LOS QUE PAGAN PARA SER. En “Un poco demasiado: notas sobre el chantaje del presente”, Maximiliano Crespi nota que “la obra ya no es como otrora la prueba de la virtud técnica del autor; son sus intenciones, su voluntad y su entereza personal las que se imponen como validación de la obra. En tal contexto, a los autores se los reconoce más por el coraje que por el talento con que cuentan sus ‘dramas personales’”. Esta saturación, esta perspectiva de la escritura como simple ornamento del yo, hace que el libro deje de ser un bien cultural, un producto artístico o un proyecto de trama y experimentación, y pase a ser apenas un testimonio parcial que pretende valer porque sí: porque el acto de autopercepción de la voz propia grita por encima de la invención, lloriquea por encima de la teoría, el autor se conmueve consigo mismo y termina odiando a todo aquel que no responda afirmativamente a su concepción sentimental y no simbólica, emocional y no filosófica, celebratoria y no pensante. Y esto es, no porque lo personal carezca de importancia, sino porque la mano que firma necesita posicionarse por delante de la obra. Y sí, cuando un libro tiene errores de ortografía ya impresos (tal vez la prueba de galera es algo desconocido para aquellos a quienes les pagó por materializar su “sueño” o “hijo”) es probable que el autor tenga que adelantarse a justificarse, explicar la trama, hacer discurso del spoiler o autodefensa de la errata. Otra nota: “La tendencia a la complacencia se asienta, por supuesto, sobre un mullido colchón de creencia en la propia superioridad moral”; esta transacción comercial (y reduccionista, ya que solamente CIERTA literatura estaría en condiciones de representar o sentirse identitaria de “lo nuestro”, con todo lo que el posesivo implica) depara el mismo destino para toda producción: la no lectura. Docentes de primaria que afirman que ningún autor tiene por qué evaluar o analizar el libro de otro (algo que puede entenderse como un mandato de no análisis, o sea, no leer o leer tan solo pacíficamente, sin criterio teórico ni técnico); licenciados en algo (o en cosas) que entienden la tarea de investigación como el hecho básico de preguntar “¿alguien sabe?” en una red social (hacer del chusmerío una metodología); docentes que asignan a sus alumnos esos mismos libros publicados con errores, revelando que ni siquiera ellos han leído previamente el material; periodistas (o gente que le encaja un celular en la cara a las personas que no han accedido a ser filmadas aún) que reproducen las mismas preguntas básicas e idiotas una y otra vez: lo primigenio (¿cuándo comenzaste a escribir?), lo genealógico (¿en tu familia alguien escribía?), lo tradicional costumbrista (¿quiénes son tus mayores influencias?), y lo platónico (¿de dónde surge tu inspiración?). Otra vez: ¿y el texto? Parece que no importa; lo que importa es mostrarse. Y por si acaso, ya que el prejuicio es siempre infame e incrustado a la fuerza, aclarar: la autopublicación no es un pecado; es una modalidad más de producir y editar, siempre y cuando el autor comparezca en todas las etapas del proceso, controlando que lo que abonó se hace de acuerdo a los estándares legales que contrató. Pero los ángeles custodios de tu poemario, probablemente, son espectros que ni leyeron tu poesía.
DE FRAUDES Y FRAUDULENTOS. Este espíritu de la carencia intelectual ya materializado en libro publicado, al mismo tiempo que propugna un mercado en común donde tales producciones bibliográficas -como orquídeas de invernadero que no sobreviven fuera de su propio ambiente- no tengan posibilidad de lectura fuera de sus estamentos conocidos, y permite preguntarnos si da lo mismo o si se trata de un indicio de en qué nivel de reflexión y lectura se encuentra una comunidad. Una comunidad que se siente orgullosa de su propia ignorancia, de su propia mediocridad pueblerina y colonial, que se retira del recinto agitando el pañuelo para no oír la larga lista de errores que debió corregir. No se trata de un capricho anacrónico, mucho menos de sentir placer humillando a quien no pudo resolver ciertos aspectos estéticos o gráficos en su proyecto de publicación: al contrario, se trata de proteger a los autores que, coaccionados por el desconocimiento y los negociantes de la gestión cultural prepaga, terminan funcionando como prestamistas del ego, conscientes de que el autor estará dispuesto a hacer lo que sea (pagar publicidad, hacer preventa, vender un electrodoméstico para juntar la suma, pedir un préstamo, entregar el alma al diablo o rogar por la aceptación de su manuscrito), para concretar esta transacción muy lejana a lo literario. Si verdaderamente existe un catálogo pensado, una selección curada y pensada según términos literarios, los sellos editoriales independientes (o incluso los monopolios del mainstream y los sellos de gran rotación) financian la obra. ¿Por qué una editorial legítima, si es que lo es, querría sacarte plata si se supone que están “apostando” por tu obra, por tu creación, por tu trabajo? Porque no son editoriales, porque no les importa. Habrá ciertamente un momento en el que el enojo deberá dirigirse hacia el sitio que corresponde: no a quien te señaló un inconveniente textual, sino a quien ya le pagaste y no supo anteponerse profesionalmente a ello. El proceso editorial consta de lectura y relectura, evaluación y corrección, montaje y maquetación, diseño y registro, accesibilidad y disposición, diagramación y distribución, promoción y catalogación. Pero para quienes apenas se involucran en esto, parece que los signos de puntuación desaparecen de los textos cuando (obviamente) copian y pegan de un software a otro y listo. Total, el autor sonreirá al ver su nombre plasmado en el fetiche ingenuo de la búsqueda de trascendencia. Cada quien puede prenderle velas al santo literario que prefiera, pero ¿qué revela cuando estos graves errores provienen de gente profesional, educada y formada en la universidad, jubilados docentes de larga trayectoria y poco seso, doctos escribientes con mucho currículum y poca imaginación? Mientras que los grandes medios monopólicos efectivizan un consumo trivial de amantes presidenciales, los libros continúan imprimiéndose como venga, nada más lejano eso de una sociedad que se ocupa del acceso democrático a los bienes culturales y la apropiada difusión de las letras que conforman el acervo de una provincia cuyos referentes de su literatura no dejan de estar ausentes en otros espacios: fronteras culturales y dialécticas que, encimado en su torre de marfil, el poeta salteño acusa de que lo ignoran, que no lo valoran, que lo discriminan, pero no se fijó que en la primera página de su libro la palabra intención la puso con s, y que el poema que escribió a favor de la vida dándole voz al feto que implora no ser abortado ya había sido vendida la idea en la cumbia zaparrastrosa (y testimonial, oh literatura del yo) de Agrupación Marilyn. No se paga para ser escritor, y ningún escritor debe pagar para publicar su libro, nadie debe dilapidar ahorros ni vender órganos: son las editoriales, las de verdad, quienes se la juegan por un contenido que vale la pena, una obra que va más allá de los tres metros de la zona de confort, un texto que se mantendrá vigente cuando ya no estemos en este mundo. Quienes no se preocupan por ello sino por el pago a cambio de visibilizar lo que hace cualquiera que lo pague, en una dinámica canallesca de lo inverosímil y lo alegórico, no son más que eslabones en una cadena prepaga de productos repetidos, con las mismas deficiencias y los mismos alcances (generalmente, limitados a la cofradía de ese mercado en común). No hay nada peor que una persona que entra a una librería y sale con las manos vacías y el ceño fruncido, al ver los altos costos que tienen los libros hoy en día. Ahora, imaginar el cuadro previo: no hay nada peor para un autor que su libro esté en manos de lectores que aplauden sin leer, editores que cobran para hacerles creer que lo que importa es la imagen de portada, libreros que dejan la literatura regional y federal en el último estante porque lo que vende es el libro del horóscopo o programación neurolingüística, y colegas que se complacen en la camaradería analfabeta por pura conveniencia. Hace muchos años, en una feria del libro de Salta, que por ese entonces se realizaba en la Biblioteca Provincial Victorino de la Plaza, un hombre, mirando y hojeando libros por los stands, preguntó: “¿Cuánto cuesta publicar con ustedes? Mi nuera tiene un libro, ella escribe cuentos para niños, los escribió para mi nietita”, “Nosotros somos una editorial de poesía, no hacemos trabajos por encargo ni recibimos manuscritos no solicitados, elegimos lo que publicamos y no le cobramos al autor, nos hacemos cargo de la obra”, “Ahh… ¿Y cómo puede hacer ella? Mirá que es muy buena, es maestra, ¿vos no le podés colaborar publicándole su libro? Ella sueña hace años con publicar su libro”, “Para dedicarse a esto es mejor no enfrascarse en puros sueños y hay que estar, preferentemente, bien despierto”.