La nueva novela de Mario Flores (Tartagal, 1990), autor de Hikaru (2018), Necrópolis (2019) y Cacería (2022), se presentará el viernes 3 de noviembre en la Carpa Auditorio de la XIII Feria del Libro de Salta que se lleva a cabo en la Usina Cultural, junto a La felicidad de los normales, de Daniel Medina.
Una sinfonía de sapos a la orilla de la ruta
tormenta, los truenos
abrieron la noche de par en par
cambió el mundo y la tierra del sueño
para siempre, en los baldíos
amanecen velas encendidas
le rezan a una así llamada madre
madre monstruosidad.
Hacía varios días que llovía sin parar: la ciudad estaba hecha un asco, flotaban los gatos muertos en las lagunas de aguas cloacales, las calles estaban cubiertas de barro verde radioactivo y en cada pantano miles de anfibios croaban al unísono. Ese sonido que se extiende y en cuyas membranas se convierte en un millar de voces que traspasan el lodo de las heces. Así debe sonar el infierno, todo el día.
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Después de cuatro días de lluvia torrencial, finalmente llegó el aluvión: una marea furiosa de barro y troncos apareció en lo lejano de la quebrada como un paisaje desmoronándose. La palizada se llevó medio pueblo por delante: derribó un puente ferroviario, devoró decenas de autos y las vidas de treinta familias, ya sepultadas bajo una gigantesca masa de lodo y árboles arrancados. Las ancianas en cuero que estaban sobre las chapas, haciendo lo posible por abrazar la copa de los lapachos secos para que la marea espesa no las chupara, oraban para no hundirse en el lecho del río.
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Cuando finalmente amainó la tormenta, los sobrevivientes salieron a embarrarse caminando por las avenidas del pueblo, la obligada excursión por la necrópolis con fresco hedor humano, los cadáveres cimentando el fondo de todas las cosas.
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Empezó a cundir la noticia de que un niño santo había rezado con mucha fe para que la catástrofe se detuviera, para que el cielo tuviera piedad de ese pequeño pueblo polvoriento que hacía décadas vivía en verano permanente. Y en aquel estado de fiebre colectiva, la ciudad dengue, la ciudad pantano, ya recibía la visita de los turistas de siempre: cronistas y camarógrafos de TN y otros medios nacionales que únicamente se acordaban de aquel lugar cuando ocurría alguna desgracia producida por la furia de la naturaleza o cuando un comisario era atado y amordazado sobre un tanque de petróleo por los piqueteros. Los sobrevivientes aceptaron su destino: eran una comarca llena de gente ignorante y mediocre, necesitaban creer urgentemente en algo que les devolviera la certeza de que, si todavía estaban del lado de los vivos, era sin duda gracias a algún milagro inexplicable. Y a la par de esa urgencia venían el hambre, la peste y el sida. La oscuridad absoluta: el pueblo vivía en un apagón total, dentro del que no era posible ni siquiera leerse la palma de las manos.En una de las muchas y largas filas que los jubilados hacían para recibir sus medicamentos vencidos del PAMI, un perro no dejaba de ladrarle a un viejo con una furia insistente: le amaga mordiscos que el viejo ahuyenta con el bastón. Pero el perro sigue, le ladra con más fuerza. Todos en la fila chistan y se quejan, dan palmas para que el animal se retire. Bicho callejero. Pero el viejo siente que las miradas se dirigen a él, por algo el perro le está ladrando desde hace un montón, y la fila que no avanza, y este sol tremendo, y este pueblo de mierda que nos trata como basura humana, como si fuéramos indios o peor que los indios, todos lo observan con el ceño fruncido. El viejo saca el revólver que lo acompaña a diario en toda hora y lugar y le pega un tiro al callejerito. Cada viejo y vieja de la fila vuelve a mirar al horizonte, la fila no avanza, se abanican con sus radiografías y formularios. El perro queda ahí: un charco de sangre empieza a crecer lentamente. La rabia está en la sangre.
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El niño santo vivía en una vivienda de la zona sur, entre un montón de otras casillas y prefabricadas enclenques que también habían sufrido las lluvias eternas, pero el aluvión no había llegado hasta allí. Se trataba de un par de asentamientos en canchas de fútbol y terrenos baldíos que años después se convirtieron en cuatro cuadras de pura pasta base y techos de cartón, lona de pelopincho y zinc. Junto al asentamiento, ya saliendo del pueblo y en medio de la oscuridad total, había un cementerio toba.
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A veces, se oían cajas y tambores en medio de la noche: en aquel cementerio con cruces de carnaval, se amanecía un círculo de hombres con los rostros cubiertos.
Mario Flores nació en Tartagal, Salta, en 1990. Es escritor, editor y DJ de música electrónica. Publicó Hikaru: El poder de los elementos (novela, Editorial Nudista, 2018 / 2022), Necrópolis (cuentos, Fondo Editorial de Salta, 2019), Tu fuerza primitiva (poesía, Gerania Editora, 2021), Cacería (novela, Editorial Nudista, 2022), Queridos terrícolas (novela, Kala Ediciones, 2022) y Paisajes radioactivos (no ficción, Fondo Ciudadano de Desarrollo Cultural de Salta, 2023). Participó en la residencia ENCIENDE de la Bienal de Arte Joven (Centro Cultural Recoleta, 2017) y en el Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires (Centro Cultural Kirchner, 2018). Recibió el Premio Literario Provincial de Salta (2018) y la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes (2019, 2021 y 2022).