«Esa clase social privilegiada creyéndose venir de la divinidad, con derechos intocables para mandar y gobernar…”. 

(Estanislao Paulino Wayar)

Por: Karla.Lobos

 

Salta fue una de las primeras provincias argentinas en censar su población, cuatro años antes que el primero nacional, en 1869. Fue la primera herramienta de medición y clasificación poblacional usada por la provincia durante la etapa independiente.

El censo de 1865 tomó como criterio para tipificar a la población salteña el color de la piel. Esta clasificación se mantuvo un largo período y fue una forma de dividir a la población, ubicando a cada persona en un lugar social determinado.

El censo contabilizó en Salta 13.649 habitantes “blancos” y 87.494 “de color” y dejó en claro que los salteños blancos y propietarios pertenecían a la “clase decente”, que era minoría, mientras la mayoría pertenecía a la “clase mestiza”. Estábamos frente a la dominación étnica y a un racismo explícito que tenía sus orígenes en el catolicismo intolerante de los conquistadores y en el proceso de dominación colonial en sí. Una clasificación que no sólo contabilizaba sino que asignaba también identidades y expresaba quién era quién en el conjunto social, con jerarquías de un lado y límites del otro. En el informe censal se describía: “El habitante de la Provincia es robusto y poco laborioso, de estatura generalmente mediana y rara vez gordo. El color de la clase decente es blanco y pertenece a la raza Española ó Caucasiana. La otra clase es mestiza y es parte de la raza Africana ó Indiana… Las Salteñas, las de la clase decente, pertenecen a la misma raza Caucasiana y son muy blancas y hermosas y se distinguen por los lindos ojos y cabellos negros. La otra clase es mestiza y bastante fea y se parece mucho al tipo Indiano, con pocas excepciones”.

Este ordenamiento, centrado en el color de la piel siguió imperando un cuarto de siglo después. Manuel Solá, de los sectores más progresistas de la dirigencia de la época, indicó en 1889 que en la ciudad de Salta existían 10.000 salteños “blancos” y 7.200 “de color”, además de bolivianos, chilenos, italianos, españoles, franceses, alemanes e ingleses. Solá reprodujo en su “Memoria” la descripción de Woodbine Parish, quien en 1853 había diferenciado dos grupos: uno al que denominaba la “sociedad culta” y otro al que llamaba la “clase baja”. Afirmando que los usos y costumbres de la sociedad culta eran más o menos los mismos de España.La clase baja conservaba todavía gran parte de sus hábitos indígenas, entre los que descollaban mil preocupaciones absurdas, respecto a creencias religiosas y a una general inclinación al uso de las bebidas fermentadas. “Aquí el culto á San Lunes está en todo su esplendor”, ironizaba el británico, refiriendose a la ausencia masiva al trabajo de los lunes, despues de un domingo bebiendo. Periodistas e historiadores pertenecientes al círculo eran los que producían y reproducían esta clasificación que incluía y ubicaba a unos y excluían a otros.

Bernardo Frías, el primer historiador profesional salteño, en su obra, gestada en las primeras décadas del siglo XX, sostuvo que la situación social de las castas, las costumbres y respetos personales eran el resultado de una cultura de siglos. Identificó en la Salta de la primera mitad del siglo XIX una sociedad culta, de un lado y una plebe, tres veces superior, del otro. Entendía que se trataba de una “mezcla grosera” de todas las razas que entraron en la formación de la sociedad colonial, con preeminencia de lo que calificó como una “casta de mulatos” que arrastraba “todos los vicios del esclavo”. De aquel grupo destacó que “ejercían todos los oficios viles, vivían descalzos, en una lastimosa miseria, porque viciosos como eran y generalmente cargados de familias, no conocían las virtudes del ahorro, y las ganancias de su trabajo, con ser miserables, las empleaban a fin de semana en beber el aguardiente, durmiendo la embriaguez tres días o moliendo a golpes a sus mujeres”.

Tanto el censo como las expresiones descriptivas y “científicas” de Miguel Solá y Bernardo Frías constituyeron las representaciones que desde el poder se tenía de la sociedad en que vivían. Los criterios étnicos y prejuicios sociales y raciales, no eran propios de la elite salteña, que reproducía las perspectivas de la hegemónica cultura europea. El proceso independentista no conllevó a una ruptura de este esquema ideológico, que, por el contrario, se vio fortalecido en el siglo XIX por nuevas premisas provenientes del campo científico y por la voracidad imperialista de los países del Viejo mundo.

El color de la piel sirvió también para organizar la vida cotidiana y las relaciones en el interior del hogar de antaño. La pintora Carmen San Miguel Aranda, en un relato de su infancia en la Salta de la primera década del siglo XX, recordó este cuadro de la vida familiar: “Yo no comía en la mesa de los ‘grandes’, ‘sino en una galería interior’, cuidada por la vieja Onarata o su nieta la María Jacinta. Ambas formaban parte de la servidumbre pero tenían algo más de categoría, pues no eran ‘chinas’ sino tirando a blancas de apellido Argañaraz, y de muy lindo tipo”.

Los artífices de estas clasificaciones y jerarquizaciones percibían la Salta decimonónica dividida en dos grupos presentados como antagónicos. “Nosotros”, sólo éramos los reproductores de un sistema de ideas y valores que organizó la sociedad de la época desde la perspectiva de aquellos que detentaban el poder desde hacía cuatrocientos años, es decir, los españoles. Nosotros eramos minoría, blancos, hermosos, cultos y caucásicos. Mientras “ellos”, eran mayoría, de color, feos, de clase baja, de costumbres indígenas y provenientes de una mezcla grosera de razas. Allí, unidos por el mismo color de piel, están desde el analfabeto hasta al educado, desde el peón hasta al tendero, desde el asalariado hasta al cuentapropista. La ausencia de “los otros” en las investigaciones expresa su condición de invisibilidad permanente. Sólo se tornan visibles cuando transgreden las pautas establecidas y aceptadas socialmente. Entonces llega la “infamación pública”.

La forma de ignorar a “los otros” llega al extremo de invisibilidad de sus cuerpos en los espacios públicos. La plaza principal, denominada hoy 9 de Julio, pero llamada simplemente la plaza en ese momento, era el único lugar que reunía a los salteños en acontecimientos militares, cívicos o religiosos y también en los fusilamientos.

Bernardo Frías le concedió una relevancia especial, a tal punto que le dedicó el primer capítulo de su libro, Nuevas Tradiciones Históricas. En esta obra, aludió a ella como Plaza de Armas y la consideró “el centro más poderoso y rico de la población, porque en ella residían las autoridades…”. En 1865, la plaza fue rodeada por un vallado de madera de un metro y medio de alto. Se lo pintó de verde con remates blancos y tenía puertas de entradas en las esquinas y a mitad de cuadra. Sólo señores de galera y damas de alcurnia podían acceder al interior de la plaza y pasear por las sendas diagonales acolchonadas con blanda y amarillenta lajilla extraída del cerro San Bernardo. Únicamente a los de su grupo les estaba permitido descansar también en los vigorosos asientos construidos en ladrillos. El propósito de tal barrera fue proteger los nuevos jardines que tendría el espacio público, de las mandíbulas de los asnos. Estos animales de carga compartieron espacios con la vaca lechera, el caballo de pesebre, las haciendas, las industrias, los gobernadores y las “virtudes de las clases dirigentes surgidas de una ejecutoria de servicios y méritos prestados y adquiridos en beneficio y gloria de la Nación”.

Figuras como las del general Juan Antonio Álvarez de Arenales, el gobernador Cleto Aguirre, el coronel de los ejércitos Antonio Figueroa, su esposa Doña María Toledo “de sangre de emperadores”, el médico José Redhead, el canónigo Alonso de Zavala y el propio Carlos V, entre muchos más de cierto rango y prestigio social, eran quienes tgen ían acceso a la plaza. “Los otros” no son visibles en el escrito de Frías, salvo Braulia, de quien recuerda la negrura de su piel, la fealdad de su nombre y su desdichado fin.

Hasta 1918, los cuatro lados de la plaza fueron un dominio exclusivo de quienes se autodenominaban “la sociedad”. Los demás estuvieron completamente excluidos y sus cuerpos no podían transitar ni siquiera ser vistos por el paseo principal. Ese año las demandas de la llamada “clase popular” crecieron a tal punto que las autoridades se decidieron a concederle a los excluidos el derecho a poder usar tres de los cuatros lados. Así retrató el diario El Radical, en su columna editorial, “Aquella verdadera batalla simbólica”: “Son las 9 p.m. en la plaza el pueblo ocupa sus posesiones. De los cuatro lados de la plaza a tres tiene derecho. La sociedad se ha replegado al otro. Por lo que se ve aquí la clase popular es más fuerte que la aristocracia. Tres cuartas partes más fuerte. De aquí al bolcheviquismo no hay más que un paso. Sin embargo si estas corrientes revolucionarias que amenazan arrasar con el mundo no prosperan hasta imponerse en Salta […] ya limitaremos las exigencias placeras de la clase popular”.

Esto sucedía todavía en plena segunda década del siglo XX y en pleno gobierno radical a nivel nacional, todo seguía como entonces. El recorte editorial revela que los editores del diario El Radical compartían la visión de la sociedad imperante y seguían afirmando como legítima y natural a aquella sociedad dual, que hoy llamaríamos “grieta”. El “nosotros”, en el cual se incluían, tomaba el nombre de “la sociedad” equiparada sin reparos democráticos con la aristocracia. Los “otros”, en tanto, eran llamados “el pueblo”. Fueron “Los Chalchaleros” el grupo folclórico que popularizó la Plaza 9 de Julio, a través de una de sus conocidas canciones, lugar que para el común de los salteños estuvo vedado por el imperio de la costumbre hasta bien entrado el siglo XX.