Por Alejandro Saravia para Cuarto Poder
No es que uno sea reiterativo, sucede que nuestra historia se repite, insistentemente. Eso es lo que pasa. Miremos lo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, tribunal que casi nunca estuvo a la altura de la rimbombancia de su nombre. Siempre dijimos, ahora sí, reiteradamente, que el eslabón más débil de nuestra cadena institucional era el Poder Judicial. El que mostró, superlativamente, una singular defección. Nunca estuvo a la altura de las circunstancias, al menos desde 1930. Desde aquella acordada en la que esa Corte convalidó el golpe de nuestro comprovinciano José Félix Uriburu. Defeccionó cohonestando el delito de sedición cometido, en lugar de encarcelar al autor responsable, como correspondía. De haber hecho lo que correspondía, otra habría sido nuestra historia. Y hasta nosotros, los salteños, no lo homenajearíamos, como lo seguimos haciendo, también insistentemente, con el nombre de una calle. Premiándolo.
Si a cada uno que cometiese un delito, el Poder Judicial, en tiempo real, lo metiera preso, todo andaría a las maravillas. Porque el poder Judicial es el que ordena, organiza, castiga al que se porta mal. Pero, si en lugar de castigarlo lo premiamos, por ejemplo con el nombre de una calle, algo anda mal. Muy mal.
El poder político -es decir, el poder Ejecutivo y el Legislativo- establece el rumbo y las reglas de juego. Pero el que aplica las normas que posibilitan la convivencia, es decir, que todos juguemos el mismo juego, es el Judicial. Si no las aplica, todo se desordena, se desorganiza. Y en el caos solamente los pícaros hacen su negocio. Los laburantes, no. ¿Saben que nos pasa a los argentinos? No están presos todos los que debieran estarlo. No sólo no están presos sino que bajan línea. Conducen. Se candidatean. Gobiernan. A veces, hasta dan misa. Eso nos pasa. La Biblia y el calefón.
El miércoles pasado la Corte de Justicia nacional, con la impronta del inefable Lorenzetti, acompañado por Rosatti, Highton y Maqueda, quisieron hacer una manganeta para postergar, sine die, es decir, para siempre, hasta el momento en que “el tiempo razonable” del juzgamiento haya vencido y poder absolver impúdicamente, el juicio por los desfalcos en Vialidad Nacional, los de la obra pública en la provincia de Santa Cruz, cuyo beneficiario principal, por aquellos milagros de la licitación pública, siempre era Lázaro Báez, el amigo y socio de Néstor. Esta causa es la que estaba más probadita, hasta la aparición de los cuadernos marca Gloria de Centeno. Ésta, en cierta forma, encarajinó un poco la cosa porque a partir de ese momento todos los empresarios involucrados comenzaron a conspirar. Pero de eso hablaremos otro día.
Aquella es la causa que quieren postergar, porque lo siguen queriendo, hasta las resultas de las elecciones. Para, según sea el resultado, ver a quién premiar y a quién no.
Más que elecciones, las de nuestro país parecen ordalías. Estas, las ordalías, consistían en un procedimiento a través del cual en la antigüedad -estamos hablando de antes de la Edad Media- se administraba justicia. Estaban las ordalías del fuego y las del agua, según cual fuera el método utilizado. Como si ahora dijéramos cuestiones penales o civiles. Mediante ellas se determinaba, atendiendo a supuestos mandatos divinos, la inocencia o culpabilidad de una persona o cosa (libros, obras de arte, etc.) acusada de pecar o de quebrantar las normas sociales. Consistían en pruebas que en su mayoría estaban relacionadas con torturas causadas con el fuego o el agua, donde se obligaba al acusado a sujetar hierros candentes, introducir las manos en una hoguera o permanecer largo tiempo bajo el agua. Si alguien sobrevivía o no resultaba demasiado dañado, se entendía que Dios lo consideraba inocente y no debía recibir castigo alguno. De estos juicios se deriva la expresión poner las manos en el fuego, para manifestar el respaldo incondicional a algo o a alguien, o la expresión «prueba de fuego».
La cuestión es que las elecciones en nuestro país son como las ordalías: el que las gana es inocente, el que las pierde, culpable. El Poder Judicial, bien gracias. Brilla por su ausencia. O, mejor dicho, espera el resultado de las ordalías, es decir, de las elecciones. A eso está jugando la nueva mayoría automática de la Corte Suprema Nacional. A las ordalías. Pero con una singularidad. Uno de ellos, quizás el más pícaro, tiene unas ambiciones políticas que le brotan por los poros. Eso hace más peligrosas aún a las ordalías porque pueden ser tramposas. Como jugar con dados cargados la suerte del país. Estas serían ordalías amañadas. Un loquito con poder jugando al caos.
Cuando a Macri se le dice que hay que ampliar la alianza electoral que lo llevó al gobierno, hacer una nueva, con nuevos protagonistas y hasta con otro nombre, en la que se involucren también los puntos o aspectos sobre los que tendría que girar una eventual futura gestión de gobierno, se apunta a eso. A lo definitorio que son estas próximas ordalías. A que en ellas se va a definir el perfil que habrá de adoptar el país hacia el futuro. Tarea que, está visto, a él solito le queda demasiado grande.
Porque a lo dicho acerca de los dados cargados y demás, le agrego una pregunta como para dejarlos tranquilos: ¿qué se hicieron todos los artefactos y sistemas de espionaje e inteligencia adquiridos durante la gestión de Milani cuando éste era derecho y humano?…