Hace cinco años, Gonzalo Arroyo cayó al asfalto desde una camioneta del IPPIS conducida por un ebrio. Desde entonces su padre lucha por una compensación que le permita acceder a medicamentos y tratamientos. Miguel Siares era entonces presidente del Instituto, cargo hoy que ha vuelto a ocupar. (Federico Anzardi)

El 20 de diciembre de 2009, Gonzalo Arroyo, de veinte años, escuchó bombos sonando y trompetas acercándose. Salió hasta la esquina de su casa, en el barrio Norte Grande, y vio llegar una camioneta repleta de hinchas de Central Norte. Iban atrás, en la caja, cantando y alentando por anticipado al equipo, que ese día tenía que jugar contra Sportivo Patria, de Formosa, por la fase final del Torneo Argentino B.

La camioneta era conducida por Marcos Fernández, yerno de Miguel Siares, por entonces presidente del Instituto Provincial de Pueblos Indígenas (IPPIS). El vehículo era propiedad de esa dependencia del gobierno salteño. Gonzalo, fanático del Cuervo, subió a la caja y partió al Martearena. Al llegar a la iglesia de Villa Lavalle, la camioneta dio un giro brusco que despidió de la caja a Gonzalo y provocó que golpeara su cabeza contra el cordón. Quedó tirado en el asfalto, perdió mucha sangre, convulsionó y entró en coma. Fue internado en el Hospital San Bernardo, donde estuvo un mes. Luego fue trasladado al Hospital Santa Clara de Asís. Desde mayo de 2010 está en su casa con internación domiciliaria.

Pasado – presente

En noviembre de 2012, Cuarto Poder publicaba un artículo titulado “Ecos de un daño colateral”. Allí se revelaba que Marcos Fernández estaba borracho mientras conducía la camioneta. El abogado de la familia Arroyo, David Eusebio Espinosa, presentaba una demanda en la que constataba las lesiones: traumatismo craneal grave, con secuelas motoras severas, postrado con incapacidad del 100%. “No se alimenta por sus propios medios, ni tiene control de esfínteres. Se alimenta por sonda y necesita una craneoplastía muy costosa por la pérdida ósea que experimenta su cráneo”. La nota también aseguraba que un fragmento del pedido que fue aceptado en primera instancia señalaba que el costo para el Estado podía ser mucho más grande de lo que se pensaba. El letrado exigía $3.431.418, y añadía que “además corresponde la aplicación de intereses desde la fecha del hecho”. El monto a pagar por el IPPIS era, según los cálculos de 2012, de casi seis millones de pesos.

Hoy, Gonzalo vive postrado en una silla de ruedas. Está consciente, evolucionó, pero su condición es delicada. Necesita varios medicamentos diarios y ejercicios de rehabilitación. Posee dificultades para comunicarse debido al gravísimo daño neuronal que sufrió. Las cicatrices en su garganta y abdomen recuerdan los procedimientos que debió soportar mientras estaba en coma. Los coágulos que se le formaron en la cabeza obligaron a los médicos a extraerle el parietal derecho. Por eso, su cabeza tiene una curva que el cabello disimula poco. Además, fue intervenido quirúrgicamente dos veces más. Gonzalo nunca volverá a ser el mismo.

“Hemos pasado estos cinco años con la poca plata que tenemos”, dice Carlos Arroyo, padre de Gonzalo, en el comedor de su casa, en Norte Grande. El hombre, de cincuenta años, es empleado público de la provincia, al igual que su esposa. La pareja tiene cuatro hijos. Carlos cuenta que el 20 de diciembre de 2009 fue el peor día en la vida de su familia.

“Él ha mejorado un poco. Estuvo en coma seis meses y después vino acá con 39 kilos. En el 2011 empezó a hablar, le sacamos la (sonda) gastro, donde le pasábamos los medicamentos por la pancita. Hicimos de médicos, hicimos de enfermeros. Ahora lo tengo en una silla de ruedas, se le pica la comida. Es un bebé grande. Hay días que está bien, que está como Gonzalo. Hay días que se deprime mucho. Económicamente, ahora, estamos mal, porque nos hemos metido en préstamos. Este comedor lo hicimos con los préstamos que hemos sacado. Lo que yo quiero es que se haga justicia. Que la gente del IPPIS no dé muchas vueltas”, explica Carlos, con su hijo al lado.

Ni un mango

Carlos dice que las cifras que se manejaban hace tres años sólo son números que no llegaron a nada, que la causa está parada, sin avances. Asegura que no vio ni un peso de ningún lugar, que nadie del IPPIS (que tiene nuevamente a Siares al frente) se acercó a hablar con él, y que cada tanto recibe colaboraciones particulares, como la de sus compañeros de trabajo. Agrega que necesita una ayuda económica cuanto antes. Ésa que podría surgir de la causa, hoy sin resolución.

“Como le dije a mi abogado, yo no quiero hacerme millonario. Estos cinco años hemos sobrevivido con el sueldo que tenemos. Nosotros en medicamentos estamos gastando 1.600, 1.800 pesos por mes. Después tenemos una cobertura del Instituto Provincial de Salud, que es una internación domiciliaria. Nos hicieron el 100% pero piden un recupero. Ese recupero no sé quién lo pagará. Lo pagaremos nosotros o el IPPIS, no sé. Varias veces nos intimó el abogado del IPS para que nosotros hagamos el recupero que quieren ellos. Y se está hablando de 13 mil pesos mensuales por la cobertura”, explica.

La falta de dinero obligó a Carlos y a su esposa a suspender algunos tratamientos de Gonzalo. “A la pileta, para la recuperación, no la podemos seguir pagando. Eran 1.400, 1.600 pesos. Hasta diciembre estuvo yendo pero no nos alcanza la plata. Tenía un autito que había comprado por 13 mil pesos en cuotas. Con ese lo llevaba al dique, al parque. Y se me rompió y no tengo plata para sacarlo del taller. Gonzalo también iba a un tallercito, pero no lo puedo mandar porque entre ida y vuelta el remís nos cobra 100 pesos”, dice.

Incluso el transporte público es un problema para Gonzalo, ya que el accidente le dejó secuelas que le impiden manejarse bien entre la gente. “Él no coordina sus actos. Ve una chica y la quiere tocar. Capaz que alguno dice ‘por qué no toma un colectivo’. No lo puedo tener atado. Cuando voy a comprar y lo llevo ya me conocen. Algunos amigos entran a comprar por mí, yo me quedo cuidándolo. En los remises lo tenemos que poner atrás porque quiere empezar a tocar. Es como un nene. Es como dice él, le faltan un par de jugadores”.

Seguir viviendo

Gonzalo hace chistes con su condición porque a pesar de su estado, puede hablar con dificultad. Señala sus cicatrices. Pide a su papá que muestre los santos que tiene en su habitación y en el comedor. Incluso es capaz de recordar el momento en el que se subió a la camioneta, antes del accidente: “Yo sentía bombos y trompetas. Salí corriendo a la esquina. ‘Vamos’, me dijeron, ‘Pará, que estoy esperando un remís’, ‘Ya no hay remís’, y me subió, me agarró del brazo”, relata, haciendo referencia a Fernández, que vivía a pocas cuadras de la casa de los Arroyo.

“Había algunos medios que decían que éramos del IPPIS, aborígenes. No. En una de las declaraciones, él (Fernández) decía que no lo conocía a Gonzalo, que subieron de prepo a la camioneta. Yo, a Marcos Fernández, lo hubiera perdonado si hubiera venido a mi casa a buscarme a mí, o a mi señora. No mandar a su mamá al hospital a decir ‘no lo denuncien’. Si él hubiera venido a decir ‘pongo a disposición la camioneta’, creo que toda persona se hubiera sentido halagada. No dejarlo tirado. Y no fue solamente él, fueron varios chicos. Gonzalo se llevó la peor parte. Yo me entero también por el chofer de la ambulancia, que era amigo mío. Me entero cómo fue el caso. Él también vio cómo se fue la camioneta. Cómo le decían que quedó tirado Gonzalo. Cuando llegué había un charco de sangre grande”, explica Carlos.

“La verdad es que me lo destruyó”, dice Carlos, que tiene otros tres hijos junto a su esposa. Habla con los ojos apenas humedecidos y con la voz un poco más baja que antes para que Gonzalo no escuche: “Actualmente, nosotros vemos cada día el avance y el retroceso de él. Ahora está bien. Hace rato lloraba mucho. Se deprime. Cuando nosotros comemos tenemos que cuidarnos el plato porque nos saca la comida. El jugo también. Es difícil convivir, pero tenemos que estar con él”.

“No lo llevo a la cancha. Realmente me gustaría, pero todavía no. Porque él se siente deprimido. Siente los bombos y se pone a llorar. Antes iba siempre, era fanático de Central Norte y de Independiente. No era una persona que iba a hacer quilombo. Siempre sabía lo que hacía”, explica Carlos. Cuenta que Gonzalo necesita siempre a alguien que lo haga hacer pis, que le ponga un pañal cuando quiera hacer caca. Que lo cambie y lo cuide.

A Carlos le preocupa que él y su esposa ya tengan cincuenta años. Ve un futuro aún más difícil si la ayuda no llega: “Necesito que el viva bien. Agrandar el baño, tener una habitación adecuada. Esto es para largo. Me gustaría que saliera algún padrino, alguien de Central Norte, alguien de Independiente. Algunos amigos me dicen que pida, pero yo no quiero hacerme millonario, quiero que lo ayuden a él. Que lo ayuden a Gonzalo a tener su pileta, a ir de nuevo a la parte de traumatología, a una rehabilitación”.

“Hemos avanzado en la parte física. Quedaría la parte de su cabeza, de sus neuronas, porque fue muy dañado -continúa. A principios del 2010, el neurocirujano que le operó dos partes de su cabeza, pagadas por nosotros, nos decía que la placa costaba 80 mil pesos. Ahora ya no fuimos”.

“El necesita la rehabilitación. Yo lo llevaba a kinesiología en la Alvarado. Eso no me cubre el IPS, sólo los remedios y la internación domiciliaria, con el enfermero a la tarde. También vienen una fonoaudióloga y un kinesiólogo. Y como no tengo el auto ni otro medio, él vive acá, en su mundo. Estos días no teníamos plata y los amigos le compran gaseosas, bananas. Lo quieren mucho”, cuenta Carlos. Después se para y camina hasta la habitación de Gonzalo, que tiene posters de Independiente y banderas de Central Norte. Hay una sola cama, igual a las de los hospitales. También colchones que Carlos pone en el piso para dormir al lado de su hijo. Desde que ocurrió el accidente, Carlos se separa de Gonzalo sólo para trabajar.

“Si algún juez lee esto, me gustaría pedirle que salga rápido el juicio”, dice Carlos. Y piensa en voz alta: “Si no sale, bueno, que no salga, pero que alguien lo ayude a mi hijo. Algún padrino que lo ayude con la rehabilitación, en la pileta, o que me ayude a arreglar el auto para llevarlo a pasear de nuevo”.