La salteñidad oficial, esa que siempre habla de cosas tan tangibles como la omnipresencia de dios, el juicio final, el cielo, el infierno o de la muerte como camino a la felicidad si limpiamos el alma como esa salteñidad sugiere que hay que hacerlo… fue abofeteada brutalmente por las elecciones de ayer. (Daniel Avalos)
Es éste enfoque el que trasciende una lectura exclusivamente política. Porque una lectura política de los resultados nos informa que una enorme mayoría de los capitalinos, cansada de un oficialismo y de candidatos que fueron parte de la gestión de Juan Carlos Romero y Juan Manuel Urtubey, decidieron que era la hora de explicitar ese hartazgo y lo hicieron. Lo inédito, sin embargo, fue que los indignados optaron por una fuerza que contradice todo aquello que la salteñidad oficial sentencia como característica central de los salteños. Esa situación es la que nos arroja a balbucear ideas sobre una dimensión cultural que evidencia algo que celebramos: que lo que hasta ahora se dice de los salteños debe ser replanteado por los de afuera y por los de adentro. Los primeros, porque suelen repetir sin el espíritu crítico del que se creen dueños lo que difunden los segundos, que casi siempre son personajes que, cambiando de apellidos según los momentos, comparten siempre un perfil similar: el de ser profetas de una idea según la cual el provinciano auténtico es un ser de virtudes casi monásticas, de esos y esas apegados y apegadas a los ayunos, las penitencias, la mortificación, el silencio y la resignación ante lo establecido.
He ahí la bofetada brutal: los resultados electorales, insistamos, no sólo favorecieron a una fuerza que nunca reivindicó las venerables tradiciones de esa salteñidad, sino que también decreto la agonía política de algunos de los profetas de esa salteñidad. Tipos como Aroldo Tonini que, asumiendo el rol de un patovica al servicio de lo celestial, se caracteriza por escupir maldiciones a las ovejas descarriadas que ofenden a dios; o el mismo Alfredo Olmedo que, durante cuatros años, se paseó por los canales nacionales de televisión asegurando que su pacto con dios y las tradiciones tenía el solo y supremo objetivo de enderezar una provincia torcida. Personajes ahora condenados al ostracismo por los resultados electorales que explicitaron el caso omiso que las mayorías hacen de valores arcaicos cuya usina doctrinaria se ubica, por supuesto, en una jerarquía eclesiástica que se parece a esos curas coloniales que explicaban a los pecadores que cierta dosis de dolor autoinfringido no sólo purifica las almas, sino que también agrada a dios. Ideólogos que siempre cuentan con esos jetones que buscan ser la correa de transmisión entre los valores de la cúpula y la plebe a evangelizar. Castos y recatados jetones como Guillermo Durand Cornejo que al hablar, pretenden mostrarse como poseídos por una Verdad trascendental que no les impide, sin embargo, digerir cheques y romper pactos terrenales aunque con el cuidado suficiente de que la hipocresía esté lejos de la exhibición pública. Todos ellos acompañados por grandes y respetables empresarios que, interpretando como los protestantes del siglo XVI que el éxito terrenal representa el favor divino, expulsan sin complejos de sus tierras a los que consideran salvajes indios, o primitivos campesinos, que no supieron explotar las riquezas del suelo aun cuando vivían sentados sobre ellas; o las no menos conocidas pero igualmente notables esposas, viudas y solteronas que promueven la castidad y el decoro luego de años de propia y obligada castidad porque sus notables esposos, finados esposos o simples pero notables novios, permitieron que en otras camas fueran otras las piernas femeninas que se estiraran en el lecho para encontrarse con sus notables cuerpos; todos secundados por respetables escribas que, contado con el favor de los oficialismos, vieron que sus escritos engordaban gruesos tomos financiados por un Estado que, resaltando la singularidad de la comarca y excluyendo las conexiones de esta con el todo… se congratulaba de difundir una literatura en donde el paisaje y los animales restan protagonismo a los innombrados hombres y mujeres que se sugieren primitivos, carentes de ilusiones y de rebeldías contra esa realidad agobiante que los consume.
Y ahora, los resultados electorales vienen a confirmar que el salteño no es sólo lo que ellos creían; que sus advertencias para que no se vote a ideas ajenas a la salteñidad no fueron oídas; y que la salteñidad que el minúsculo pero poderoso grupo difundió como la universalidad de los salteños, es una visión segada y que no necesariamente determina la conducta de miles de otros salteños. ¡Caramba! Acá sí que ha ocurrido algo. Algo que no conduce a la revolución, pero que sí evidencia que los actores que viven en las orillas del Poder, esos que padeciendo siempre la direccionalidad política y social que los menos imponen, explicitaron sin culpas valores que son difíciles de unificar, pero que no son necesariamente los de aquella minoría. Miles de hombres y mujeres que el PO califica como clase trabajadora, seres para los que trabajar no supone una diversión ni una prueba de destreza individual sino una necesidad vital que los salva del hambre, aunque no necesariamente de la precariedad. Clase trabajadora que, sin embargo, a contrapelo de lo que cierto marxismo cree, no contiene a todos los sectores populares ni homogeniza valores y creencias por el sólo hecho de compartir la común condición de ocupar un rol subordinado en la estructura laboral. Y es que en esa multitud cohabitan experiencias de vida, costumbres, creencias y valores múltiples y complejos, como complejos son los distintos pliegos de la realidad social. Multitudes heterogéneas en donde andan también los especialistas en admirar y aplaudir eso que para los Tonini es una diabólica tentación: la belleza femenina; bellezas femeninas indiferentes ya a esas moralinas que las condenan por su exquisita manía de calzar prendas que en vez de vestirlas, buscan mostrarlas; coquetas mujeres que conviven con otras que, prescindiendo de los retoques de las modas, son igualmente demonizadas por sus apasionadas luchas contra las leyes y los mandatos de la tradición que impiden el acceso de las mujeres a los derechos del que gozan los varones. Y aún hay más. Porque entre los rebeldes culturales están los protagonistas de la herejía mayor, la de esos que en una provincia rebosante de supuestos machos, optaron por vivir su sexualidad sin complejos y cuyo máxima representación de “desacato” son esas travestis que no sólo eligieron ser mujeres, sino también hacer de esa condición un espectáculo propio de celebridades femeninas exitosas a las que el puritano les desea las eternas llamas del infierno. Puritanos, aclaremos, que conviven con religiosos sin mucho poder, pero que reniegan como muchos laicos de los arcaísmos religiosos y se esfuerzan por explicar que el dios terrible y vengativo no existe, como tampoco existe un dios abstracto porque el dios de los pobres participa de la vida, comprende los problemas de hombres y mujeres y, por ello mismo, es un dios familiar y concreto digno de ser amado.
Difícil saber cuál es la universalidad de esta otra salteñidad, salvo la de haber hecho caso omiso a los mandatos de la salteñidad oficial que hoy convalece. No importa. Habrá tiempo para que todos analicemos con más detenimiento lo que a partir de los resultados de ayer exige ser analizado. Por ahora alcanza con celebrar que aquello que la salteñidad oficial interpreta como torcido es, en realidad, el resultado de profundos y a veces imperceptibles movimientos que han convertido en anacrónico lo que desde siempre ellos presentan como inmutable. Por eso una lectura exclusivamente política de los resultados electorales empobrecería el análisis al privarnos de la posibilidad de bucear en dimensiones más amplias. Después de todo, si lo estrictamente político puede potenciarse o retraerse, dependerá de las relaciones de fuerza y el arte de los actores políticos: de la capacidad de la izquierda triunfante para avanzar cuando haya que hacerlo, de establecer alianzas que a veces son transitorias y otras veces y con otros actores permanentes, a fin de ir orientando el curso de las cosas hacia los que ellos consideran objetivos estratégicos. Ya habrá tiempo para referirse a esas cuestiones y otras no menores que podrían graficarse mejor afirmando que lo que el grueso de los ciudadanos imagina de la izquierda no es real: una comunidad de individualidades con un tipo definido de ideas y personas, cuando la historia se ha encargado de mostrarla como hija de múltiples tradiciones separadas por diferencias irreductibles y que casi siempre se originan en lo que tal revolucionario muerto hace un siglo o más, dijo de algo o de alguien hace cien años o más, y que casi siempre produce que las alianzas naturales que allí podrían darse terminen no dándose.
Lo que se parece mucho más a cambios irreversibles, en cambio, son los profundos y subterráneos movimientos culturales que los resultados de ayer evidenciaron: el fin de ese relato cultural que identificó al salteño con un conservadurismo hijo de un tipo de religiosidad que arrojaba a los salteños a una fatal resignación ante lo establecido. Admitamos rápido que la tajante afirmación de “cambio irreversible” es peligrosa. Casi tanto como esa certeza que tanto mal le hace a la tradición de izquierda: la de creer que la historia avanza inexorablemente hacia un destino venturoso y que por lo tanto, tarde o temprano, el amanecer de los pueblos inevitablemente llega. Pero corramos el riesgo. Siempre podremos, después de todo, disculparnos diciendo que estas líneas se han visto obligadas a empujarse entre sí porque un resultado electoral inédito aconteció en nuestra ciudad. Y corramos también el riesgo porque la euforia nos impulsa a imaginarnos una escena pintoresca: el de una salteñidad senil convaleciendo en una cama de hospital, rodeada por personalidades de rostros congojosos y conocidos por todos nosotros. Ahí está Tonini, por ejemplo, que se arroja lleno de tribulación sobre los brazos de su adversario político pero compañero de salteñidad como lo es el mismísimo Urtubey; un gobernador que lo tranquiliza diciéndole que la obligatoriedad de la enseñanza religiosa instaurada en el 2009 enderezará a los hijos de los depravados padres que se olvidaron de dios. Ahí esta también Alfredo Olmedo, suspirando hondamente antes de apoyar su rostro sobre los hombros de Monseñor Cargnello, que entre sollozos y lágrimas observa a un Guillermo Durand Cornejo que, exteriorizando comprobables muestras de dolor, agradece a dios que ahora vivirá en la Capital Federal, el lugar en donde el pueblo sensato elige a un rabino como diputado y escucha con atención a una beata auténtica como Lilita Carrió. Por detrás de todos, casi imperceptible como las reglas del patriarcado dictan con respecto al rol de las mujeres, la ministra de Justicia María Inés Diez oficia de llorona, vestida de negro, mientras sus ojos vigilan con atención, entre puchero y puchero, que sus temblorosos dedos no entorpezcan el correcto rezo del rosario.