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Un federal sin montonera

Urtubey explicitó su ansia presidencial con la seguridad propia del joven convencido de que el mundo sólo tiene obligaciones para con él. Sentenciaremos que la empresa es imposible, pero antes nos detendremos en el atuendo gauchesco y el discurso federal con el que el gobernador pretende llegar a la Rosada. (Daniel Avalos)

Y nos detendremos en ello porque aun cuando debamos admitir que gaucho y enunciado federal son todo un símbolo de la historia nacional del siglo XIX, no es menos cierto que el gaucho Urtubey es bien distinto al viejo y aniquilado gaucho federal de aquel siglo. Para confirmarlo, pidamos el auxilio del civilizado Domingo Faustino Sarmiento. Ese político, militar e intelectual que, de tanto odiar a los gauchos, terminó escribiendo su libro más célebre para animalizarlos. De allí que Sarmiento presentara a los gauchos como salvajes que moraban en las pampas, que hacían de los cardales su albergue, que vivían de las perdices y las mulitas y que, de cuando en cuando, para darse el gusto de un lenguado, mataban a una vaca con su propias manos, arruinando así a los agentes económicos de la civilización que eran los grandes estancieros. Gauchos malos, cuyo máximo representante era Facundo Quiroga. Ese bárbaro que se oponía al dominio de las civilizadas ciudades pro-europeas como Buenos Aires y al que Sarmiento describe casi como a un hombre lobo. “Facundo, pues, era de estatura baja y fornida; sus anchas espaldas sostenían sobre un cuello corto una cabeza bien formada, cubierta de pelo espesísimo, negro y ensortijado. Su cara, un poco ovalada, estaba hundida en medio de un bosque de pelo, a que correspondía una barba igualmente espesa, igualmente crespa y negra, que subía hasta los juanetes, bastante pronunciados, para descubrir una voluntad firme y tenaz. Sus ojos negros, llenos de fuego y sombreados por pobladas cejas, causaban una sensación involuntaria de terror en aquellos sobre quienes alguna vez llegaban a fijarse…” (Domingo F. Sarmiento: Facundo. Edit. Grafidco. 2013, pág. 73).

Nadie objetará que el gaucho Urtubey en nada se parece al Facundo. Y es que Urtubey se parece más a ese gaucho pincelado por Ricardo Güiraldes en “Don Segundo Sombra”. Ese libro terminado de escribir en 1926, cuando la amenaza gauchesca y federal ya había sido aniquilada por la “civilización” y el folclorismo oficial de entonces reinventó al gaucho como un personaje que – mientras aprendía a amar la tierra y las costumbres del campo – terminaba convertido en un potentado estanciero. El gaucho Urtubey se parece más a esto. Y si no se parece por completo, ello obedece a que Urtubey es también un hombre de su tiempo y por lo tanto hace del atuendo gauchesco una cuestión de moda y diseño. Por ejemplo, un diseño tipo Armani: algo caro y cuya supuesta elegancia sólo parece ser advertida por el selecto grupo de gauchócratas que, como él, serían los únicos capaces de descubrir el valor de cambio de las ostentosas piezas que conforman el atuendo en su conjunto. El hecho teórico al que podemos arribar después de estas observaciones es el siguiente: la utilización exageradamente carnavalesca del disfraz no se corresponde con la naturaleza federal del falso gaucho, sino con la necesidad de ese gaucho de disimilar su propia identidad. Y con un gaucho así, el federalismo declamado no puede ser otro que aquel que alguna vez practicara el menemismo. Ese que ofrecía a los caciques provinciales convertirse en la base de sustentación de un cacicazgo nacional, porque estaba convencido de que en el interior postergado la pobreza no genera un estado de lucha contra la injusticia, sino una adicción temerosa de los condenados de la tierra a los patrones de estancia.

Por eso, el gaucho Urtubey, salteño y neofederal, carece de aquello con lo que contaban los caudillos federales del siglo XIX: popularidad. En el siglo XIX, esa popularidad se medía por la adhesión entusiasta de las montoneras, esa inmensa masa de jinetes dispuesta a ofrecer combate a los disciplinados ejércitos de las grandes ciudades que, estando siempre mejor pertrechados para las batallas, temían mucho a esas montoneras que durante décadas se hicieron invencibles cuando las campañas militares se dilataban en el tiempo. En el siglo XXI, eso resultaría extemporáneo, pero sirve para ilustrar un poco aquello que sí queremos decir: que Urtubey no posee popularidad nacional porque no ha protagonizado nada que haya instalado su nombre en eso que el lenguaje político denomina “la calle”. Nos referimos a los millones de avenidas, calles o simples senderos serpenteantes de las villas nacionales que las lluvias convierten en barriales, por las cuales transitan todos los días millones y millones de argentinos y argentinas que, conformando un heterogéneo collage social y cultural, suelen ser identificados como el Pueblo.

Para algunos, esa carencia de popularidad explicaría las maniobras de instalación mediática “U” ejercitadas a través de los principales diarios metropolitanos, los mismos que, recordémoslo, nunca dejaron de celebrar la masacre de los gauchos federales que, según los representantes de la civilización, obstaculizaban el progreso en serio que los países serios del primer mundo nos recomendaban. Nosotros creemos que no. Que Urtubey no recurrió a los diarios nacionales para hablarles y hacerse conocer en “la calle” aun cuando él sea un convencido de que el populacho sólo sabe y ve lo que el poder mediático quiere que sepa y vea. Lo que nosotros creemos es otra cosa: que Urtubey recurrió a los principales diarios de la nación para hablarle al establishment porque buscaba que sus pretensiones arribaran al palacio del oficialismo nacional. Ese lugar que, a diferencia de “la calle”, es cerrado, pero surcado de pasillos por donde transitan un puñado de hombres y mujeres capaces de otorgarle una direccionalidad determinada a las grandes apuestas electorales. Hombres y mujeres poderosos que saben mucho de maniobras e intrigas que abren puertas para algunos, mientras las cierran para otros. Un establishment oficial que, sin embargo, no ve en Urtubey a un gaucho federal, sino a un futbolista que corre a lo loco, que dice saber zafar de las marcas, que efectivamente sabe usar muy bien los codos para avanzar, pero que espera un centro al área que por ahora no llegará porque la pelota está picando en otra parte del campo de juego.

Arribamos, así, a la conclusión tajante: la empresa presidencial de Urtubey es imposible. Y lo es porque es invisible para “la calle” nacional y está descartado para el palacio del oficialismo. Lo primero ya lo desarrollamos. Para detenernos en lo segundo, podemos recurrir a las matemáticas y a la política. Las encuestas, después de todo, muestran al mandatario salteño por debajo de todos los presidenciables. Por si eso fuera poco, resulta que el peso electoral salteño en el mapa nacional es minúsculo en un escenario político que desde hace unos años se define en los grandes distritos. Repasemos: los 886.432 electores salteños del año 2013 representan el 2,8% del padrón nacional, que fue de 30.635.464; sólo el 7,7% de la Buenos Aires de Scioli y Massa; y es menor, incluso, al del Entre Ríos de Sergio Uribarri, que además de contar con un padrón de 982.463 electores, impulsó una lista que alcanzó el 47% de los votos en noviembre de 2013 contra el apenas 30% de Rodolfo Urtubey y el 19% de Evita Isa. Hasta el Chaco de Capitanich es más auspicioso para el oficialismo nacional: con un padrón electoral menor que el salteño, impulsó en el 2013 una lista que cosechó 363.106 voluntades contra las 178.921 recolectados por el hermano del gobernador salteño, que contó con el apoyo de todo el aparato provincial. Políticamente, la cosa no es más auspiciante. Si Aníbal Fernández descarta a Urtubey como presidenciable del oficialismo, eso no obedece a cuestiones estrictamente numéricas sino también políticas: la permanente posee “U” de tercera posición en una década en donde el kirchnerismo ha dividido el país en dos. Un kirchnerismo, además, que sabe bien que, en la disputa por un dominio en particular, el peor negocio es dejar ese dominio por el que se lucha en manos de los neutrales.

Nadie, entonces, cree que el mandatario salteño posea los medios materiales suficientes para una empresa presidencial. Menos aún que pueda convertirse en un líder carismático que, con fuerzas fuera de lo común e intransferibles a otras personas, pueda dirigir una empresa de esa envergadura. Seguramente Urtubey tampoco lo cree, aun cuando forme parte de aquellos que dueños de una alta estima, suelen creer que el sólo deseo personal alcanza para anunciar empresas imposibles. Lo que sí debe creer es que con un lanzamiento decidido puede apostar a un ofrecimiento secundario; o que una potencial candidatura testimonial pueda posibilitarle un proceso de instalación nacional de la que hoy carece. Lo seguro, en cambio, es otra cosa: el anuncio presidencial vino acompañado de otro más terrenal. Uno que advirtió que para acrecentar posibilidades nacionales, debe protagonizar una re-re-elección contundente. Una forma sutil de anunciar a propios y extraños que recurrirá a todos los medios disponibles para alcanzar ese objetivo. No se trata de un mensaje poco importante. Se trata de uno que busca horadar el entusiasmo a potenciales adversarios de adentro o de afuera que saben que en política, los aliados de peso para batallas de este tipo estilan ser cobardes porque, como el dinero, van siempre hacia donde el éxito es más probable.