Tras la polvareda y por debajo de las siluetas de víctimas, sobrevivientes y vencedores de la contienda electoral de ayer, una realidad de 20 años festeja que llegará a los 24. Son los años que Romero y Urtubey, dos personas que empezaron juntos en 1995, se repartieron el gobierno de la provincia. (Daniel Avalos)
Un periodo de tiempo importante en la vida de un individuo y para confirmarlo convendría hacer un ejercicio simple: enfatizar que aquellos hombres y mujeres que en 1995 eligieron a Romero gobernador tenían 18 años y hoy tienen 38; que aquellos que entonces tenían 38 hoy tienen 58; y muchos de aquellos que en 1995 tenía 58 años hoy probablemente ya han dejado de existir.
Todos ellos descubrieron en algún momento de sus vidas que el hombre que ayer ganó las elecciones de manera contundente -Urtubey- se inició políticamente con el hombre que perdió – Romero – pero que había asumido la gobernación en 1995. Todos esos salteños habrán tenido, además, sensaciones políticas más o menos similares tras participar de innumerables elecciones legislativas y ejecutivas en los últimos 20 años: en cada una de ellas habrán despotricado contra esos políticos a los que asocian con la codicia humana, con el afán de querer concentrar poder, acumular dinero y desarrollar capacidad de manipulación sobre los salteños aunque finalmente, resignados, optarán mayoritariamente por uno de esos dos gobernantes.
Semejante situación merece algún intento de explicación. Un ejercicio nada original porque todos en algún momento de sus vidas, trataron de explicar por qué optan por hombres que supuestamente los condujeron a su propia perdición. Habrá que admitir, sin embargo, que aun cuando el planteo sea poco original, la respuesta es siempre difícil de encontrar porque el hecho social de que los salteños hace 20 años opten por sólo dos gobernadores no responde a una sola cosa, sino a una jauría de cosas. Una Multiplicidad de razones que acá no podremos abordar así que optamos por ocuparnos de las explicaciones que parten del propio ámbito político.
La explicación más fácil de resumir provienen de las propias cúpulas gobernantes que siendo romeristas antes o urtubeicistas ahora, explican sus recurrentes triunfos al hecho de que Romero en el pasado y Urtubey en el presente ganan por ser dueños de proyectos que entusiasman a las personas; o al menos porque representan la posibilidad de evitar un mal mayor para la sociedad: el descontrol del gobierno renovador en la época del exgobernador o la necesidad de evitar ahora que el neoliberalismo puro de Romero retorne a una provincia que asocia a Urtubey con una época que sin ser brillante, dejó atrás con el impulso de Nación, al menos alguno de los rasgos más salvajes del fanatismo de mercado.
Las buenas conciencias progresistas también se ocupan del tema. Hablamos de esos hombres y mujeres que siempre reclaman un cambio y siempre reniegan que éste nunca llegue. Esos hombres y mujeres que dan cátedras de cómo debería ser la sociedad ideal desde una quietud casi oficinesca desde la que pretenden que el mundo gire a su alrededor. Personajes que siempre hablan en nombre del pueblo salteño, aunque a la hora de explicar el hecho de que dos personas -Urtubey y Romero- se repartieran un cuarto de siglo de gobiernos suelen culpar a ese pueblo salteño con uno de los argumentos más recurrente de la historia provincial: identificarlo con posturas casi genéticamente conservadoras, un pueblo cuyo congénito temor a lo nuevo sería el aliado más importante de las cúpulas gobernantes que así pueden ser reelegidas aun cuando humillen a aquellos que los reeligen. Las buenas almas progresistas suelen pensar así, aun cuando nunca se reprochen su escaso compromiso concreto y político con las fuerzas organizadas a las que siempre le escapan porque según dicen, meterse a un partido es una amenaza a la autonomía propia. Una amenaza letal a la posibilidad de ser un libre pensante capaz de reflexionar sobre grandes pelotudeces existenciales que al estar tan alejadas de la cotidianeidad del salteño de carne y hueso, disculpa al buen pensante de ocuparse de las tareas inmediatas que ese pueblo precisa.
En fin, buenas conciencias que siempre merodean los partidos autoproclamados de la oposición aunque nunca concreten el noviazgo. Partidos de oposición, además, que por derecha explican el justicialismo infinito en el gobierno recurriendo a la idea de que esa fuerza está incorregiblemente inclinada a montar un clientelismo atroz desde la estructura estatal. O partidos de la oposición que por izquierda evalúan que ese justicialismo infinito obedece a un insuficiente desarrollo de la conciencia de clase de los trabajadores que así no pueden ver que su misión histórica es hacer una revolución que para ser auténtica, por supuesto, debe ser dirigida por el partido de izquierda que reclama esa revolución.
Partidos de oposición que en definitiva siguen inmersos en vicios que el justicialismo siempre sabe aprovechar. Después de todo, pensaran los perucas, la UCR nunca escapará a su crónica incapacidad de sumar; estarán seguros que de los renovadores siempre se podrá aprovechar su condición de chupasangres que para no morir políticamente de una buena vez se conforman con picotear cargos del Poder que controlan los peronistas; y siempre podrán esos perucas decir a los explotados salteños que la inclinación del PO por el abstracto y estéril juego de ideas suena lindo pero no tiene relación alguna con la realidad social y política de salteños que deben entender que esa izquierda, tal como la conocemos, sólo recluta a una minoría selecta de militantes revolucionariamente calificados.
¿A qué conclusiones podemos arribar después de todo lo dicho? Seguramente a muchas aunque acá enfatizaremos sólo en una. La tesis del innato conservadurismo del salteño, de su apego a supersticiones y tradiciones que posibilitan el privilegio de unos cuantos, o de su miedo crónico que le impide ir tras lo nuevo… debe rechazarse con absoluta convicción. Y ante esa tesis que descartamos, levantamos desde acá una explicación distinta: el salteño padece de una endémica orfandad de alternativas políticas creíbles respecto a la existente. Eso, justamente, explica que aun cuando el salteño intuya que las furiosas peleas que protagonizaron Urtubey y Romero en esta campaña se parezcan a la farsa de inflar globos que no existen para que luego ellos aseguren que esos globos se pincharon en serio, no tengan más remedio que optar por alguno de esos dos.
La razón es sencilla: por fuera de ellos nadie ha montado un proyecto distinto y factible al existente; ninguna fuerza no PJ se muestra acompañado de personas que sientan y hagan sentir al resto de los gobernados que forman parte de un equipo político – administrativo capaz de convertir en hechos lo que ahora ellos verbalizan como ideas. Salteños huérfanos que en las elecciones de 2013 dieron pruebas de su disposición a otras propuestas (las del PO) pero que desde hace un año descubrieron que una cosa es lo que el PO enuncia con lenguaje elegante y otra muy distinta es lograr que esos dirigentes conviertan en cosas lo que hasta ahora son sólo consignas. Porque el salteño que, como alguna vez dijimos, vive sin el contrapiso de la casa, con problemas de trabajo o transitando las mismas y eternas calles llenas de pozos mientras suma y resta para tratar de calcular cómo llegar a fin de mes, sabe bien que la rebeldía pura y natural puede otorgar cierto toque de distinción y reconocimiento que sin embargo es engañoso y efímero. Salteño que para optar por algo diferente asocia el término “alternativa” no sólo a un listado de críticas a lo existente y una docena de propuestas bien expresadas, sino sobre todo a la conquista de un territorio ejecutivo o legislativo desde el cual se construye autoridad política a partir de las modificaciones exitosas y concretas que esos políticos operan en la realidad.
Beneficiosa situación que no parece ir de la mano de la rebeldía pura y natural porque beneficios prácticos de este tipo parecen más propios de aquellos que, de alguna manera, profesionalizan la rebeldía. Palabra poco rebelde pero que sólo quiere describir a aquellos que se esfuerzan por descubrir las reglas de la política local para valiéndose de ellas apostar a modificarlas en pos de esos objetivos sociales que se declaman deseables. Proceso que, como todos, encierra la posibilidad del fracaso pero que al menos podría ser capaz de generar algo que hoy no existe en la provincia: un sector que represente una espina irritativa a las cúpulas gobernantes; una especie de “mal mayor” que alertando a esas cúpulas de la posibilidad de que lo pierdan todo, las obligue al menos a contemplar la necesidad de reformas políticas o renovación dirigencial. Un “mal mayor” que al no existir para los poderosos, permite lo que hoy vemos: dos personas surgidas del mismo grupo dirigente hace 20 años han acaparado un cuarto de siglo de gobierno.
Un mal mayor popular cuya inexistencia, incluso, vigoriza a ese justicialismo al que todos putean pero al que una vez por todas las buenas almas progresistas deberían respetar porque después de todo, las brutales internas que allí se producen suelen ser brutales porque todo peruca que se precie de tal sabe que liderar esa fuerza o arrogarse la condición de sector interno capaz de arrastrar al líder a las posiciones del propio grupo… supone recorrer el trecho más importante hacia el Poder.