Un texto publicado en la revista Brando analiza los primeros pasos solistas de Charly García, mientras el país salía de la dictadura y la new wave dominaba la escena musical. Años de canciones que todavía hoy se mantienen como el primer día.
A continuación, el texto completo de “Memoria musical: apuntes sobre el segundo Charly”, escrito por Santiago Llach y publicado en la revista Brando:
Willy Iturri golpea un tambor que parece un tacho; después del cuarto golpe, la voz de fondo de García dice «ou», «ou», «vamo»; después del quinto, hay una pausa más larga y las líneas melódicas, el palpar bailable del bajo de Alfredo Toth, que también dice algo que parece en inglés; unos instantes de la orquesta a pleno, a los saltos eléctricos, y en el segundo veintidós la voz, la Voz, cascada y sarcástica, de Charly García: «Yo que nací con Videla». Empieza «Demoliendo hoteles» y empieza la segunda etapa del rock argentino. Una canción de dos minutos, la punta de lanza de un significado: una canción punk que tiene tiempo para desvanecerse. La democracia es oficialmente inaugurada por su maestro de ceremonias no oficial, el enfermero de nuestros significados ocultos.
A sus treinta y pocos, Charly se reinventaba con Clics modernos (1983) y Piano bar (1984), trepado a su nueva ola de punk sintetizado y canciones de estrellato en primera persona. Ya había corrido una década larga desde el verano descalzo y rubio del 72, el del rock hasta que se pusiera el sol, en que dos adolescentes recién egresados del Dámaso Centeno (clase media cómoda de Caballito-Caballito) habían encontrado la fórmula de la confesión de los fogones, habían inventado los rituales de iniciación de miles por venir, la rebeldía de las luengas cabelleras, el camino de la identidad juvenil en el mundo capitalista: pueden venir cuantos quieran, había lanzado Charly, y muchos se sumaron al ejército loco.
Sui Generis se despidió en el 75, haciendo trinar al Luna Park con su ingeniería de rasguños de protesta sutil en medio de las balas de la guerra civil; Charly y Nito le dijeron adiós a su juventud maravillosa mientras Isabel y el Brujo López Rega tambaleaban al ritmo del país.
García se reorganizó por primera vez: armó La Máquina de Hacer Pájaros, prólogo sinfónico del viaje a Buzios, en el que pergeñó esa maravilla hermética llamada, en falso latín argentino, Seru Giran, el inconsciente colectivo de una época dura en que la vida, sin embargo, siguió adelante. Las armonías de Aznar le dieron característica a Seru, las melodías de Lebón le dieron desgarro y Charly tuvo la primera y única banda-banda de su carrera. «Peperina» y «Mientras miro las nuevas olas» fueron canciones hermosas y melancólicas del rock mirándose a sí mismo: se armaba la idea. El rock se hacía adicto a sí mismo y Seru usaba palabras de la Buenos Aires psicoanalítica (paranoia, soledad, melancolía). «No llores por mí, Argentina» o «La grasa de las capitales» anunciaban los grandes momentos maníacos de ese animal de la sensibilidad porteña llamado Charly García.
Llegó el 83, llegó Alfonsín y llegó el retorno de lo reprimido: Clics modernos y Piano bar de un Charly solista desde entonces a la eternidad, un Charly autohistoriándose como estrella de rock (canciones contra Sadaic, sobre los plomos y las groupies, las giras y el rock como espectáculo). Ahora sí, Charly miraba las nuevas olas: Sumo, Soda Stéreo y Virus lo empezaban a convertir en dinosaurio. Charly se bajaba la bragueta en los recitales, e inauguraba la saga de sus manías, de su sombra psiquiátrica, sus consumos que lo convirtieron en leyenda de la calle Coronel Díaz: toda la discografía de Charly solista (toda con puntos altos) fue un bombardeo contra el Barrio Norte de su cabeza. Sus arengas disfuncionales, sus melodías argentinas siguieron pegándonos abajo. De tanto intentarlo, de la mano de Maradona -enfermos y enfermeros de sí mismos-, Charly se convirtió en una estatua al consumo de sustancias que alteran el estado de ánimo, consignó en su cuerpo los límites del genio y la historia de la desilusión colectiva.
Charly García fue el termostato absoluto del rock de acá: el estado de excepción del país de las oportunidades perdidas, el régisseur abismal de la democracia que fuimos consiguiendo, el flaco desesperado y bipolar que con sus canciones unió a tres o cuatro generaciones. Mil años después, hoy, el punk sintético de «Demoliendo hoteles», su intro entre bailable y desaforada, sigue sonando como la profecía impecablemente moderna de un futuro eufórico contado por un chico que nunca le iba dar la razón a nadie más que a sí mismo. Meto acá la primera persona: hay música duradera, y «Demoliendo hoteles» y Piano bar siguen sonando igual que la primera vez, cuando la escuché en el cuarto de un departamento confortable de la calle Galileo Galilei, el cuarto de mi primo Justo que olía a espíritu adolescente. Yo a mis 12 miraba esos secretos hormonales con miedo y curiosidad. Charly, tester de la sensibilidad social, dejó que todos los que éramos un poco descarriados fuéramos un poco punks.