La marcha de la gorra desembarcó en la provincia en medio de una avanzada de la violencia estatal que no para de sumar víctimas en los barrios más pobres. (Por Nicolás Bignante)

 

En el barrio, además de aprender a cuidar a los de tu ronda como a uno mismo, se aprende que los apodos, al igual que los integrantes de una familia, no se pueden elegir. Gorra, rati, bigote, yuta, botón, cobani, vigilante, polizón… devienen en reemplazantes naturales del protocolario «señor policía» que una buena parte de la sociedad en extinción espera escuchar en boca de sus antónimos. El génesis de dicho atrevimiento no debe reducirse a simple y frío «peyorativismo». Radica en el sentido mismo de la autoridad en decadencia. De muchas similitudes con el resonante «paco» chileno; aunque con una salvedad etimológica: los trasandinos deben su mote a la sigla «Personal a Contrata de Orden y Seguridad» (PACOS), que eran el «perraje» que se asimilaba a Carabineros por la fusión de las distintas policías que habían. Fue tal el nivel de cuestionamiento a la autoridad desencadenado por el sobrenombre policial que el alcalde de Santa Cruz, William Arévalo, analizó enviar una carta al Consejo Nacional de Televisión (CNT) para prohibir el uso de aquella palabra en todos los medios de comunicación.

Los «canas» o «cobanis» de estas latitudes hacen tanto mérito como sus colegas transcordilleranos para que a nadie le quepa duda que el miedo que nos regalan es para vendernos seguridad. Para una parte de la muchedumbre digital desprevenida y con acceso a datos, representan la única idea posible de «orden», pero en los barrios la ficha cayó hace rato. Tal concepto -el de orden- como enseña la sociología de la desviación, es siempre pensado, diseñado y ejercido desde la óptica de las clases dominantes. De cualquier manera, los ejecutores de la violencia estatal encuentran en la esquizofrenia colectiva y en la burguesía atemorizada los fundamentos de su impunidad y acción.

Salta, Resistencia y Santa Fe se plegaron por primera vez a la convocatoria contra el gatillo fácil y las políticas de represión nacida en Córdoba hace 13 años y que, hasta hoy lleva el nombre de «marcha de la gorra». En un contexto nada disonante con el clima que llevó a que miles de jóvenes de los barrios más pobres salieran a la calle por primera vez a gritar contra la violencia y el hostigamiento policial, Salta replicó su propia versión del encuentro de la mano de familiares de víctimas de gatillo fácil. La consigna de este año fue: «Tu Estado no da miedo, ¡en mi barrio no me encierro!»

Alicia Salas es madre de Cristian Ezequiel Gallardo. Su hijo tenía 23 años y un lunes por la madrugada se encontraba en finca Castañares con un amigo cuando una patrulla policial integrada por el oficial Ricardo Llaves y los sub-oficiales Jorge Olea, Ricardo López y Lucas Osuna, intentaron detenerlo por un presunto robo. Sus intentos por escapar lo llevaron a ingresar a una vivienda donde residía una mujer que conocía, pero los agentes ingresaron a la fuerza. En el furgón policial Cristian fue golpeado hasta morir y sus alaridos quedaron registrados por una vecina. Los policías fraguaron la versión de un robo y aludieron que Gallardo se había autolesionado. La semana pasada uno de los testigos que abonaba esta teoría -Ángel Lozano- fue imputado por falso testimonio y está acusado de haber mentido para beneficiar a los policías.

«Estoy satisfecha porque imputaron a Lozano. Él más que nadie sabe la verdad. Él vio todo lo que le hicieron a mi hijo. Estuvo en el carro donde lo torturaron y mataron. Confío en que va a decir toda la verdad», cuenta Alicia esperanzada. A su vez, asegura que el testimonio de Lozano fue íntegramente elaborado por los policías imputados. «Para mi está mintiendo por miedo y para encubrir a los policías. Le enseñaron todo lo que tenía que decir porque usó muchas palabras que usan los policías y abogados. Él habla con los códigos policiales», añade.

No sólo el léxico del testigo deschava la estrategia de los uniformados, la autopsia y el análisis del cuerpo de Cristian mostraron claros signos de violencia y hasta se encontró una pieza dental dentro del vehículo oficial. «Mi hijo tenía abierta la rodilla y estaba todo golpeado, parecía que le habían sacado un ojo», relata Alicia.

Un poco más al fondo y entre la gente, Agustina Neri intenta colgar un banner con la foto de un hombre cerca del mástil de plaza 9 de julio. Es la imagen de su padre David Alfonzo Neri, de 45 años, asesinado en Floresta en medio de un desalojo ilegal por tres efectivos de infantería. «Hasta el momento no tenemos ninguna novedad. Estamos esperando a ver qué dice la fiscal Sodero sobre la causa. Ellos siguen en libertad como si nada y nosotros acá sufriendo y terminando todos los días mal. No nos dan ninguna respuesta», se lamenta Agustina.

En junio de este año, su padre intercedió ante el intento de un grupo de policías de desalojar a una mujer con cinco hijos de su precaria vivienda en Barrio Floresta. Uno de los efectivo lo ahorcó durante un minuto y medio hasta que se desplomó. «Cuando mi papá se desvanece ellos lo tiran como una bolsa de papas y no lo asisten. Los vecinos le practicaron RCP pero la ambulancia demoró entre 30 y 40 minutos», agrega. El operativo del que formaron parte varios policías de la zona no había sido ordenado por ningún juez. «El dueño del terreno se llama Pablo Rivero y era policía. Un policía no puede adueñarse de un terreno fiscal. Entonces llamó a sus compañeros de infantería, pero no tenían ninguna orden para realizar ese desalojo», concluye Agustina.

Por su parte, Facundo Carreras rememora el día en que su hermano Martín encontró la muerte en la caja de una camioneta policial mientras era trasladado a una dependencia cercana a Barrio El Rosedal. «Él fallece el 21 de junio a las 5 de la mañana. Nosotros nos enteramos entre las 2 y 3 de la tarde por vecinos. La policía nunca nos avisó que había fallecido», comenta. Martín Carreras se encontraba alcoholizado y fue denunciado por su expareja, lo que motivó la intervención de los uniformados que luego fue caratulada por la fiscal del caso como «imprudente y antirreglamentaria». El hombre falleció por asfixia restrictiva. «A mi hermano lo torturaron para detenerlo, lo agarraron del cuello y lo esposaron. Al tenerlo así no le circuló la sangre y tuvo un paro. Cuando lo detienen lo cargan en la caja de la camioneta. Cuando lo velamos estaba golpeado entero, no teníamos idea de nada, no sabíamos qué había pasado. Hoy por hoy los policías están sueltos, nosotros pedimos cárcel común para los asesinos», afirma Facundo.

El hilo conductor en cada uno de los casos que asisten a la marcha de la gorra en Salta y en cualquier lugar del país es la clase social de las víctimas. «Nunca vas a ver un policía reprimiendo en Tres Cerritos o en los barrios más adinerados. Siempre los ves en las orillas», resume Agustina Alfonzo con precisión.

En el otro extremo de la realidad habrá quienes insistan en levantar falsos antagonismos, impedidos de imaginar un mundo en el que los delincuentes no sean los de visera. Anulados en su capacidad de asimilar cualquier forma de resistencia al atropello como un síntoma benigno. O simplemente dispuestos a contraponer acríticamente todo lo que no sea adulación a la autoridad con criminalidad.