Reseña de Habladurías, de Jorge Acevedo (Editorial Hanne, 2020)

Por Mario Flores*

El tercer libro del escritor tartagalense Jorge Acevedo supone un tomo de necesaria e importante concreción en la narrativa local: el poeta nacido en 1968 publica, finalmente, su colección definitiva de cuentos y microrrelatos. Un arduo trabajo de años de búsqueda e inversión, ve finalmente la luz: este libro es una historia más dentro de las muchas que tratan la problemática en la industria editorial, cómo publicar y con quién, cuál es el proceso de edición y, como siempre pasa, el desconocimiento de “cuánto cuesta” (esa eterna ignorancia y la falta de experiencia que lleva a muchos autores a estafas de imprentas que se dicen editoriales, que no saben cómo introducir su producción en un circuito de publicación independiente o que, directamente, ubican el problema en una cuestión de costo y pago más que en una dinámica de edición).

Siempre es interesante analizar el paso de la poesía a la narrativa (y viceversa), y los riesgos y características de cada autor a la hora de internarse en nuevas búsquedas escriturarias. Habladurías (Cuentos para un ratito, versos para una hora), publicado este año por Editorial Hanne de Salta, fue presentado de manera virtual por la Secretaría de Cultura de Tartagal, acorde a las condiciones y restricciones vía streaming. Pero más allá de lo que representa la nueva publicación, es importante detenernos en lo que es y lo que logra (y lo que no).

¿Alguien quiere pensar en los árboles que sufrieron por esto? El libro de Jorge Acevedo fue publicado gracias al aporte del Fondo Ciudadano de Desarrollo Cultural de la provincia de Salta (edición 2019). En cada aparición en los medios, el autor lo deja en claro: los 40 mil pesos que le dio el Fondo Ciudadano fueron destinados a la publicación (en papel obra blanco) de 200 ejemplares. En total, son 124 textos que van desde el cuento común hasta el microrrelato más condensado, para cerrar el libro con algunos ejercicios de escritura poética (acrósticos, sonetos y otras fórmulas de estructura lírica). Lo impresionante es que, de todas las páginas, solamente un texto está bien escrito (el que lleva por nombre, justamente, “Habladurías…”, es el único texto del libro que no tiene errores: es un párrafo único).

Son 128 páginas de errores de tipeo, faltas de ortografía y bloques de texto mal ubicados: ni siquiera el prólogo y las notas al pie se salvan de la inoperancia. Signos de puntuación faltantes que después aparecen en sitios donde no deberían estar, vocablos directamente erróneos o mal escritos, guiones de diálogo mal posicionados, s en lugar de c en varias ocasiones (algo inadmisible para quien es docente en Letras), sin mencionar la falta de concordancia de diseño y diagramación a lo largo del libro (secciones que inician en páginas pares y no en las impares, saltos de páginas faltantes).

En cada entrevista y nota periodística que le hacen a Jorge Acevedo, cuando le preguntan por su uso del lenguaje, asegura que él es un autor que respeta mucho la palabra (no usa lenguaje soez ni tampoco narra escenas explícitas de violencia). “Porque yo tengo dos profesorados hechos”, dice, “tengo todas las herramientas suficientemente claras para decir qué va y qué no va”. Me gustaría saber en dónde están todas esas herramientas de las que se hace presunción cuando un volumen de casi 130 páginas en primera persona no se sostiene después de la primera hoja: no existe ni una sola carilla que no tenga, al menos, de cuatro a diez errores (¡por página!) que deben solucionarse.

Digo, como respeto a la palabra y también a quien se digna de comprar el libro (y por qué no, al dinero recibido por parte de una entidad pública, merecería un mínimo de corrección y cuidado exhaustivo para lograr la calidad necesaria). Y en esta instancia ya no es posible hablar de tecnicismos de teclado (echarle la culpa al diccionario predictivo de los móviles o la PC, por ejemplo) o de responsabilidad editorial (culpar al editor por no corregir, cuando sabemos que, si se paga para publicar, de una u otra manera se debe estar al tanto de qué incluye el servicio o no) (sí, dije eso: servicio; porque los sellos o imprentas que prestan servicios editoriales no son, estrictamente hablando, editoriales: no existe un acompañamiento sistemático ni tampoco un trabajo minucioso con el texto, ni mucho menos la verdadera apuesta por financiar la publicación, pagás callado y listo).

Para peor, acá debemos sumar los errores de estilo: soliloquios del autor que se confunden con el narrador, frases en cursiva cuya función no es clara ya que no cambia el tono ni la estructura del relato, epígrafes mal redactados y tramas menores que califican más como anécdotas o crónicas breves más que como construcciones de ficción. Todos estos cuentos narran una zona fronteriza de exuberante verde bucólico y costumbrista: la génesis de un pueblo, su idiosincrasia y colorido local que hacen uso de personajes salidos de la vida real. Jorge Acevedo toma prestados recursos de la cotidianeidad tradicionalista más férrea y los pone a caminar, combinándolos con elementos fantásticos de la magia originaria del NOA.

Cuando alguien diga que es “escritor Y poeta” empecemos a desconfiar. En la segunda mitad del libro se encuentra una sección titulada “La noche de las cinco lunas” que, como el nombre lo indica, son cinco cuentos que hacen un solo relato: una especie de palimpsesto que reúne elementos del realismo mágico sudamericano. No se trata de la transcripción concreta de los mitos y leyendas de las diversas etnias que habitan en Tartagal, sino de una derivación: Jorge Acevedo habla de duendes-estrella, seres misteriosos que aparecen monte adentro. A veces, esas aventuras son las típicas picardías de lo sobrenatural (que incluyen mensajes pro ecología, refranes de ocasión o rimas del cancionero popular), y otras veces son mini relatos de terror: el desconcierto y la magia son componentes del vértigo.

La otra parte interesante del libro es un cuento titulado “Julia Tercero”, en el cual se retoma la leyenda urbana (y rito popular) de ‘la quemadita’, esa niña que fue incinerada por la abuela y cuya tumba en el cementerio de Tartagal está llena de cuadernos y trenzas de niñas que piden un milagro. Todas estas historias “conocidas por todos” son parte de la historia real y ficticia de Tartagal, y Jorge Acevedo arma su libro como un compendio de ese recorrido histórico: hasta la ridícula mini farándula que siempre existe en los pueblos pequeños tiene su mención y dedicatoria, calles y lugares, pobrezas y parajes, alabanzas constantes al paisajismo herbóreo, la flora y la fauna. Y, por supuesto, conviven las citas a Pizarnik, Storni, Poe, Galeano y coterráneos como Gregorio Torres y Lucio Echazú. Es por ello que la importancia del libro reside en su capacidad de reunir todos los mini relatos de esquina que hacen al chusmerío de una ciudad: las últimas cinco décadas narradas en primera persona hacen hincapié en el terreno de la infancia (ese territorio que Mempo Giardinelli considera el origen de toda literatura) (lástima que esa literatura no se sostiene cuando está mal escrita). Los juegos de la infancia aparecen como la antítesis de la tecnología siempre demonizada, los parques de diversiones y los circos que lucraban cuando la crueldad contra los animales todavía era bien vista.

Así también, el machismo sistemático naturalizado (la figura de la madre abnegada y las ‘chinitas presumidas’ como únicas versiones de la figura femenina) y la clase política (se consignan intendencias pasadas como la representación humana de la ciudad, a modo de legado público) se mezclan con las historias mínimas de apenas una o dos frases: un estilo similar a los microrrelatos de Lucila Lastero o, incluso, Silvia Alurralde, que se construyen a partir de un objeto y no de un hilo conductor.

El Año de la Rata no tiene piedad. Jorge Acevedo es Profesor de Historia y Letras por la Universidad Nacional de Salta – SRT, y su tercer libro aparece en un contexto extraño para los más ortodoxos. También, para los más ortodoxos, es humillante pagar un corrector literario cuando se supone que se dispone de la formación suficiente como para no pasar vergüenza incluso después de la etapa de impresión. Cuando la mayoría de los sellos editoriales de la provincia han cesado actividades, es claro que, en términos de autogestión, un autor debe repensar el mecanismo con el cual se venía trabajando hasta ahora. Los libros, sin embargo, no permiten la impunidad: evidencian no solamente el trabajo del autor sino también sus lecturas y el tratamiento sobre esas lecturas.

Pensar a Tartagal en clave de ficción colectiva (personajes reconocibles que son parte del film norteño y la evolución -o involución- estructural de una ciudad) facilita la creación de un pantallazo general: ¿cómo es un tartagal literario, un Tartagal que se lee? ¿Y cómo se supone que voy a poder leerlo si a cada rato tengo que marcar con lápiz los baches en el pavimento?
Ricardo Piglia, en Crítica y Ficción, dice que “la variedad de lecturas a que puede ser sometido un mismo libro es increíble y la experiencia es muy útil para analizar el estado de la reflexión sobre la literatura en un momento determinado”; entonces, ¿cuál es ese estado primigenio de remembranza de sentidos que plantea Habladurías y cómo podemos reconocernos habitantes de ese imaginario? Un imaginario que incluye circunscripciones religiosas (la señal de la cruz y la virgen María tiene algunos cameos en los cuentos), detonadores sociales y la constante presencia de lo retro: la romantización de una literatura que no incluye más que la genética personal de lo vivido y la autorreferencia.

Ahora que la nueva década del siglo propone inquietud y conmoción, parece que muchos eligen revisar los viejos cajones de la casa en busca de refugios memoriales. Este libro es un ejemplo: una narrativa de la retrospectiva, que atestigua la presencia de uno de los autores consagrados más reconocidos a nivel local, más queridos y menos cuestionados. Una obra que estuvo muchos años inédita y que, lamentablemente, no aprovechó todos esos años para hacer una relectura y corrección.

(*) Mario Flores (Tartagal, 1990) es escritor, DJ de música electrónica y becario del Fondo Nacional de las Artes. Publicó Hikaru (Editorial Nudista, 2018) y Necrópolis (Fondo Editorial de Salta, 2019).